Se puede mirar al cielo por muchas razones, por resignación, abatimiento, para solicitar alguna gracia como la lluvia o asegurarse de que, en efecto, llueve; para pedir cuentas y desahogarse, e incluso por temor.
Temor porque a partir de la década de los cincuenta, el cine nos enseñó que las amenazas también podían proceder del espacio exterior. En este sentido, The Monolith Monsters (Universal, 1957) es uno de los ejemplos más logrados y entretenidos.
Los cometas y meteoritos son unos cuerpos celestes caprichosos, no solo porque rondan alegremente nuestras despreocupadas cabezas, sino por la gran devastación que pueden llegar a ocasionar, hasta el punto de echar a perder algún que otro astro prometedor. Pero, por el contrario, también es posible que, gracias a ellos, la vida pueda llegar a desarrollarse en cualquier lugar del cosmos, por inhóspito que parezca. En su singladura estelar, transportan materiales tan imprescindibles como el agua (en forma de hielo), el nitrógeno o el carbono.
Lo que se precipita sobre el desierto anexo a la tranquila población de San Angelo, es un meteorito de modestas proporciones pero morrocotudas consecuencias. Sus esquirlas son seres vivos que al contacto con el agua pueden llegar a desarrollarse en forma de descomunales columnas, que al precipitarse sobre sí mismas debido a la altura, son capaces de recorrer largas distancias en un ciclo continuo. Y es que lo curioso del caso es que tales entidades alienígenas pertenecen al orden de los minerales.
También resulta llamativo que, al igual que sucedía en Vinieron del espacio (It came from outer space, Jack Arnold, 1953), el protagonista del relato no sea un científico chiflado, un policía o el ejército.
Concretamente, se trata del geólogo Dave Miller (Grant Williams), del departamento regional del Ministerio del Interior, que tras el inexplicable fallecimiento de su compañero Ben (Phil Harvey), tratará de hallar alguna explicación, entrando en contacto con los meteoritos del espacio, unos monstruos de piedra que saben aguardar su momento para entrar en escena.
Lo cual no tarda mucho en suceder, habida cuenta de la tormenta que se desata sobre la población de San Angelo; los pedregosos seres solo necesitan una reacción y esta se la proporciona un elemento tan inocuo para los humanos como es el agua (al igual que les ocurría a los Gremlins). Pero todo eso será después de que el misterio se haya instalado en el acogedor pueblecito, con la extraña muerte de Ben y de los padres de la pequeña Ginny Simpson (Linda Scheley).
Merece destacarse el escenario, porque este queda divido en dos de forma armoniosa. Un desierto (al igual que en las producciones de Arnold), cuyo peso específico recae sobre una pequeña ciudad, embutida en él y fácil de incomunicar.
El pueblo es uno de esos enclaves en los que uno se puede librar de ser un número, conservando la identidad como individuo, habitante o convecino, aunque se trate de pasar desapercibido o siempre exista algún que otro desplazado, como el periodista Martin (Les Tremayne), cuyo malestar no guarda relación con el entorno, sino con el spleen ante la ausencia de noticias de verdadero calado. Personas, en cualquier caso, similares a objetos errantes, perdidos en la inmensidad del espacio –en este caso, desértico pero lleno de vida-.
The Monolith Monsters era una película de modesto presupuesto (una serie B) para el estudio, lo que venía a significar que los personajes de soporte o de reparto (lo prefiero a emplear el término “secundarios”) no desarrollaban todo su potencial. En compensación, la trama no se eternizaba por recovecos argumentales innecesarios y los profesionales de los efectos especiales resolvían la papeleta con grandes dosis de ingenio y profesionalidad (también generosidad). En esta ocasión, los excelentes efectos visuales corrieron a cargo del estupendo Clifford E. Stine (1906-1986) y, naturalmente, la supervisión musical multifuncional fue tarea del imprescindible Joseph Gershenson (1904-1988). Teniendo todo esto en cuenta, la película resulta altamente recomendable para los aficionados a estos vericuetos genéricos, que permiten perderse gustoso en pos de aventuras suficientemente atractivas.
En su investigación, Dave Miller será ayudado por otras personas, como la profesora de escuela Cathy Barret (Lola Albright), el sheriff de San Angelo (William Flaherty) o su mentor y maestro, el profesor Flanders (Trevor Bardette), que asegura que “no se pueden resolver todos los misterios de golpe”.
En cuanto al realizador, John Sherwood (1903-1959) fue el ayudante de dirección de Jack Arnold (1916-1992), que, en esta ocasión, no se pudo hacer cargo de la dirección de la película, pese a ser el responsable del relato junto a Robert M. Fresco (1930-2014). Pero Sherwood realiza un competente trabajo. Como ejemplo de ello, destaquemos el faro del automóvil que ilumina la escena nocturna y deja al descubierto la invasión de pedruscos en una granja apartada; junto a la radio que, de repente, deja de transmitir; la fantasmal aparición de Ginny en la oscuridad, o el fundido a negro sobre Ben, tras contemplar algo de lo que el espectador aún no tiene constancia (aunque el fundido parece envolver al personaje y resulta ilustrativo al respecto).
Además, destaca la visita de Miller y el profesor al escenario de los hechos, el cráter donde yace el meteorito “padre”, que en una posterior imagen, aparecerá azotado por la lluvia de forma inmisericorde. La escena proporciona otra entonada reflexión del profesor, cuando comenta que el visitante, “ha estado acumulando secretos del tiempo y el espacio durante billones de años”.
Abundando en ello, encontramos un plano –detalle- que no necesita de retórica, porque habla por sí solo del por qué los monolitos continúan avanzando tras el chaparrón: la tierra que Dave recoge del suelo está cada vez más húmeda según va escarbando.
Así mismo, la idea de la salinidad del agua como remedio contra el desarrollo y avance de los monolitos, está bien traída: las salinas proporcionan prosperidad al pueblo y provienen de una era en la que el desierto fue un mar; el agua desempeña ahora una labor salvífica.
Podemos añadir algún que otro apunte interesante, como la inquietante radiografía de la niña que muestra el doctor Hendricks (Harry Jackson), o el hecho de que nadie ponga en entredicho los acontecimientos; la amenaza es bien patente para todo el mundo.
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