El autocine (CI): Freaks (La parada de los monstruos), de Tod Browning, y El carnaval de las almas, de Herk Harvey

09 septiembre, 2022

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Cuando los grandes estudios se subieron al carro del cine de terror, siguiendo la estela de la pionera Universal, parieron criaturas de lo más insidiosas e inquietantes. Incluso vistas hoy en día. Puede que la más desasosegante de todas ellas fuera Freaks (Íd., Metro Goldwyn Mayer, 1932), de subtítulo poco halagador en español, La parada de los monstruos. Sin lugar a dudas, una de las horas más perturbadoras de la historia del cine.

La primera de nuestras propuestas está basada en el relato Espuelas (Spours, 1923), del autor neoyorquino Tod Robbins (1888-1949), de idéntico planteamiento, aunque con diferente resolución: el actor enano del escrito sí se toma la revancha, si bien, esta no es tan truculenta como la expuesta en la película. En este sentido, se puede decir con rotundidad que el realizador Tod Browning (1880-1962), natural de Louisville, Kentucky, humaniza a su personaje vejado, y por extensión a todo el elenco maltratado. Maltrato ya sea por la madre naturaleza o por el padrastro ser humano. El suyo es un argumento de género. Dramático, podríamos decir, pero que en ese ambiente que se nos va a exhibir, entre lo pesadillesco y lo exótico, adquiere tonalidades oscuras y tenebrosas. Hermanándose, de esta manera, con el género fantástico y de terror. La parte que ha de ver con el drama, stricto sensu, se traduce en la idea del personaje falsamente enamorado y después burlado, a causa de su dinero.

Tod Browning, paladín de los argumentos y visualizaciones incómodas, incluso extremas, tanto en el seno de Universal como de la Metro, fue el encargado de dar vida a tanta mortandad. A su vez, Tod Robbins ya había sido adaptado por su tocayo en The Unholy Three (1925), según su novela de 1917, con el actor pequeño Harry Earles (1902-1985) de coprotagonista.


Se abre el telón. Intuimos -ya que todavía no llegamos a verlas cara a cara-, a algunas de las personas condenadas en vida por alguna malformación. El anunciante o showman que nos introduce en la trama (Ernie Adams), maestro de ceremonias de las tinieblas del alma, no duda en calificarlas de monstruos vivientes, advirtiendo a la espantada pero cautivada concurrencia que, por un accidente, nosotros podemos ser iguales a ellos. El ambiente al que me refería está enrarecido ya en esta primera escena, sita en una barraca de feria, tal y como Tod Browning la filma, con la cámara en movimiento (tan solo un plano de acercamiento rompe esta dinámica). Pronto se establece otro parámetro fundamental. Se nos informa acerca de que estas personas poseen su propia ley. Ofender a uno es ofender a todos.

De tal modo, la presentación resulta ejemplar, en una película que aún sigue escarchando la sangre. Como todo lo que ha de ver con lo que les sucede a algunos seres humanos… semejantes nuestros. La invasión del espacio interior suele ser más escalofriante que la exterior. Y lo más interesante es que este inicio transcurre en el futuro. Que aún debemos ir hacia atrás para saber cuál es el origen de la historia.

Browning sabe sostener el misterio al no desvelar el aspecto de la criatura que yace en uno de los cubículos de la feria; únicamente constatamos la reacción del público. Para de este modo, regresar a dicho presente al final de la narración.


Al igual que la pieza original que dio origen a la película, la acción transcurre en suelo francés. Y ha lugar entre la troupe de un circo. Compuesto por, entre otros miembros, los jóvenes enanos de procedencia alemana Hans (el citado Harry Earles) y Frieda (Daisy Earles, hermana de Harry en la vida real), auténticos protagonistas de la película; los hermanos Rollo, acróbatas americanos (Edward Brophy y Matt McHugh), el tartamudo Roscoe (Rosco Ates), Cleopatra, o Cleo (Olga Baclanova, reconocida actriz de teatro), trapecista pagada de sí misma y en relaciones semi clandestinas con el forzudo Hércules (Henry Victor), la antigua novia de este, Venus (Leila Hyams), los seccionados Johnny (Johnny Eck) y el “Torso Humano” (Prince Randian), una chica sin brazos (Frances O’Connor), las siamesas Daisy y Violet (Daisy y Violet Hilton), una mujer con barba (Olga Roderick), los microcéfalos Elvira (Elvira Snow), Schlitze (Schlitze) y Jennie Lee (Jennie Lee Snow), el “Esqueleto Humano” (Peter Robinson), el hermafrodita Josephine Joseph (íd.), otro enano (Angelo Rossitto), y el payaso Phroso (Wallace Ford), que como otros compañeros, no muestra anomalía anatómica, y cuyo carácter es alegre y solar.

Estos son los principales protagonistas, aun dentro de un relato que es coral, auspiciados con cariño por la dueña del circo, madame Tetrallini (Rose Dione), personaje positivo y no estereotipado (el típico negrero). Además, todos ellos cuentan con el permiso del dueño de las tierras para acampar allí, monsieur Duval (Albert Conti).


Las pasiones puestas en juego no son distintas a las de otras tramas, aunque parezcan magnificadas por la atmósfera: el juego amoroso, la vanidad, la ambición, la traición, la adulación, la denigración, las bajas pasiones, ejercidas sobre todo por gente de altura… es decir, con poder, sea este corporal o mental. Si bien, lo contundente es que todas ellas se agazapan en una sola película.

En una época en que las prótesis apenas existían, la bella Cleo resulta cruel e interesada, mutilada a su manera; esto es, carente de escrúpulos e imbuida de -que no justificada por- un estado de animadversión moral y descompuesta tristeza. Es, si se quiere, fea por dentro.

En efecto, Hans procede de familia adinerada, sin que se nos aclare por qué anda envuelto en las redes de un circo. Razón por la que es elegido como víctima por Cleo (y por su amante Hércules). La primera vez, cuando la trapecista deja caer su abrigo para que Hans lo recoja, ya deja patente su desprecio disfrazado de coquetería. A partir de ahí, la historia no hace sino avanzar hacia el abismo de los delirios enfermizos y las determinaciones drásticas.

Cuando la película se estrenó, al menos en la mayoría de las copias, lo hizo sin el final con el que se exhibe ahora, de reciente reincorporación. Un epílogo conciliador que, a mi modo de ver no sobra, y que se centra en la figura de los personajes más positivos de la trama. Hans padece, por la vergüenza de haber sido engañado, haber prestado oídos sordos a Frieda, y por su sentimiento de culpa ante la venganza atroz de sus compañeros de circo. Y Frieda, por su amor no escondido hacia Hans, en una película en la que apenas se oculta nada, salvo la vileza de dos personas nada íntegras, por mucho que aún mantengan intacto su poderío físico. El reino de las apariencias por antonomasia.


Tras el reencuentro del espectador con la barraca de feria, el epílogo avanza aún más en el tiempo. Me parece importante, como digo, porque establece la alcurnia de Hans. Solo que yo lo habría dispuesto antes de la impactante revelación final con que originalmente se cerraba el relato. A su vez, la narración está concentrada. Nada la distrae (no nos es mostrada ninguna de las atracciones del circo de una forma directa), todo sucede entre bastidores. Difícil de olvidar es la represalia de la troupe bajo la lluvia, en pleno movimiento, de todos los elementos que se dan cita en el oscurecido bosque.

Ciertamente se puede morir. Es relativamente fácil. Pero renacer ya parece más complicado. La parada de los monstruos lo hizo en los campus universitarios de los años sesenta. Cuando la película fue rescatada del olvido bajo otros prismas y puntos de vista, con la contracultura y afán de lo subversivo (que tan buenos frutos dio y tan mal se trata de prolongar) por bandera. Es decir, en un contexto de transgresión distinto al del momento de su estreno, donde fue progresivamente eliminada de las salas de exhibición. Etimológicamente, también tiene su importancia, pues de ella derivó el vocablo friki, aunque este ya se usaba en Estados Unidos para denominar a personas que sufrían todo tipo de deformidades. Digamos que La parada de los monstruos, en su segunda vida, consolidó y expandió el término.

Y si resulto prolijo, disculpen, pero trato siempre de aportar argumentaciones más allá del generalizado mola mucho cómo lo hace, y hablar de películas y no de pelis. Sin necesidad tampoco de acudir a esa sentencia con la que se quiere dar a entender todo sin concretar nada, y que se refiere a un ejercicio de estilo o autor. En el caso que nos ocupa, esto se traduce en una visualización al servicio de la intriga y la turbación, y una narrativa que potencia el saber enfrentarse al miedo ante lo desconocido… o diferente. Que una cosa es tener la anatomía alterada y otra la mente.

Algo que conviene recordar en cada etapa de salvaje y opresiva uniformización, por cierto. Sin perder de vista el componente humano de los distintos retratados, tal y como Tod Browning hace, o el humor (negruzco), para conjurar tan escabrosa parcela (la relación de una de las mellizas implica a la otra, ¡una cuñada de la que no es posible separarse!).

Si lo explícito acababa siendo la sustancia primordial en Freaks, lo elusivo es ahora el componente básico de El carnaval de las almas (Carnival of Souls, Herts-Lion International, 1962), auténtica película de culto que podemos hermanar sin dificultad con la anterior.

Herk Harvey (1924-1996), su realizador, fue un riguroso director de cortos documentales, principalmente educativos, y en los márgenes de su comunidad, o de la Corporación Centron, fundada en Lawrence, Kansas (EEUU), en 1947. En el que fue su único largometraje de ficción, Harvey lleva a cabo una realización no tan amateur como pudiera parecer a simple vista, traduciendo a sólidas imágenes el guion de su amigo y colaborador John Clifford (1918-2010). Algo que, del mismo modo, se traslada a las interpretaciones. En un conjunto de adelantada modernidad para nuestros días (como sucede con todo buen cine). Al igual que Freaks, la película tuvo una segunda vida, siendo rescatada al olvido y restaurada en 1989.

Una alocada carrera en automóvil desemboca en un trágico accidente. Existe una superviviente. Se trata de Mary Henry (Candace Hilligoss). Después de algún tiempo, la muchacha regresa sola al puente desde el que se ha precipitado con sus amigas a las aguas del río Lecompton (Kansas). Mientras no se demuestre lo contrario, es la única que sigue con vida. Más tarde, Mary atraviesa ese mismo puente con su propio auto, tratando de conjurar la impresión de miedo que le atenaza y así sobrellevar su más reciente futuro.


Imprescindible es tener en cuenta que, en El carnaval de las almas, la palabra vida, tal y como la hemos venido empleando, la debemos ampliar hacia más vastos horizontes sensitivos y etimológicos. Lo mismo podemos decir respecto a la música que la envuelve, diegética y extradiegética (que forma parte del relato o se añade exteriormente a este), compuesta por el especialista en cortometrajes Gene Moore (-), y editada por los sellos Birdman (1998) y Citadel (2006). Una música en la que prevalece el órgano, instrumento sacro y espiritual por excelencia, y que Mary interpreta, ya que se gana dicha vida como organista de iglesia. Sin por ello compartir una radical espiritualidad. Insólita profesión, sin duda, que enrarece aún más la narrativa. Herk Harvey la muestra en determinada escena, ejercitando unos compases en una fábrica y taller para órganos. La segunda vez que la joven toca, está sola en una iglesia, y tal parece que sus acordes le son guiados en un estado de trance. Lo que no se sabe bien si contrasta o complementa su frialdad de carácter. Una melodía que rechaza de plano el reverendo del templo en cuestión (Art Ellison), por inapropiada.

De hecho, Mary se ve incapaz de interactuar, literalmente, con los demás, en dos ocasiones. Aislada del resto del mundo, pero aún en él. Hasta que de nuevo regresa a la realidad a través, precisamente, del sonido (esta vez, de unos pájaros que le marcan su vuelta a casa).


Toda la acción se desenvuelve en decorados que se nota que son reales. Lo que confiere a la película el valor añadido de lo verídico y documental. Potenciando, por paradójico que parezca, su raigambre surrealista. Harvey proporciona planos cargados de angustia sin necesidad de retorcerlos ni recargarlos. Parece que Mary no puede escapar a un determinado radio de acción, cuyo epicentro es el río Lecompton. Sin embargo, la protagonista sí tiene alguna facultad de movimiento. Es capaz de llegar al vecino estado de Utah, donde se apercibe de una atmósfera cargada de una estática lindante con la Dimensión desconocida (The Twilight Zone, 1959-1964). En su ruta, Mary se topa - ¿por casualidad? -con un antiguo y abandonado parque de atracciones, transformado en balneario con el transcurrir de los años, cerca del Gran Lago Salado (Great Salt Lake). Un escenario que, por motivos evidentes, ha pasado a formar parte del imaginario más inventivo y atrayente de todo el género de terror.

Pero Mary no está sola. En un doble significado. Por un lado, comparte la pensión de la señora Thomas (Frances Feist) con el joven dependiente John Linden (Sidney Berger), inasequible al desaliento, pues no ceja en su empeño de yacer con Mary. Inestable quietud, rota por el otro lado, el de la evanescente presencia de un sujeto de aspecto fantasmal, interpretado por el propio Herk Harvey, líder o componente de una avanzadilla que se manifestará, como en El resplandor (The Shining, Stanley Kubrick, 1980), en los momentos festivos del antiguo pabellón recreativo; en concreto, en su inconmensurable sala de baile. Ejecutando una nueva y espectral Danza de la Muerte. Inolvidable.


Este ser la acecha, incluso a modo de reflejo en los cristales. Y pese a que la fortaleza de la heroína flaquea, no deja de admitir ante el doctor Samuels (Stan Levitt) que no tengo la necesidad de la compañía de otras personas. Su desvinculación la hace proclive a contactar con esas otras entidades, que aguardan no sabemos qué.

Toda una carta de naturaleza, a la que suma su atracción por los lugares desahuciados, aunque no necesariamente desvalidos, desprovistos de vida en un sentido unívoco, material, pero que aún se tienen en pie. Como el antedicho escenario del Pabellón Saltair, a orillas del Lago Salado, en Utah. Inaugurado en 1893, este se incendió en 1925 y 1970, siendo reconstruido hasta un nuevo incendio en 1983. Pabellón que renace de sus cenizas, como los recuerdos que alberga, y de los que El carnaval de las almas ha pasado a formar parte.

Y es que con la vida de los lugares no se puede estar nunca seguro. La palabra vida, como antes anticipaba, no deja de emerger y de sorprendernos. Antaño las aguas del lago circundaron el basamento del parque. Poco a poco, estas se fueron retirando, como replegándose a medida que su misión y su tiempo estaban cumplidos. Lo que acaeció a mediados de los años cincuenta.

Pabellón Saltair, en sus inicios
Lo más llamativo y turbador, a nivel argumental, en esta indeleble y modélica serie B, con espíritu de serie A, radica en la idea de un guía -¿espiritual?-, ya expuesta, precisamente, en un capítulo de la mencionada Dimensión desconocida, El autoestopista (The Hitch-Hiker, Alvin Ganzer, 1960). Y en el miedo que este reconocimiento conlleva. En una narrativa que el realizador apoya configurando composiciones de plano de desafiante y soñadora geometría, y naturaleza más sobrenatural que meramente terrorífica para mí. Planos sencillos, en sí mismos, y por ello, harto eficaces.

Respecto a los seres del pabellón, ¿qué tarea tenían encomendada antes de partir, que aún espera su cabal cumplimiento? ¿Qué pecados terrenos cometieron? ¿Qué es lo que los retiene aquí? Tal vez, su férrea voluntad de no incorporarse aún al reino de los fallecidos. El no traspasar el umbral hasta no recibir una adecuada sepultura. Sea lo que sea, lo sabremos al final.

Escrito por Javier Comino Aguilera


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