Para el sábado noche (CXXX): Mogambo, de John Ford

02 agosto, 2023

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El deseo. Cuántas veces nos hemos visto obligados a mantenerlo oculto. Y cuántas nos hemos dado el lujo de sacarlo de su anonimato. Y cuando lo hemos consumado, ¿qué queda de aquel capricho? ¿Respondía a lo imaginado? ¡No hablamos únicamente de la unión sexual! Algunos anhelos duran para siempre, sobre todo si no se han realizado, en tanto que otros se acaban diluyendo a favor de los siguientes en la lista. Y ya que estamos, ¿cuántos de ustedes persisten en el esfuerzo continuado de un compromiso sólido y duradero? Quizá resulte que al final no somos tan distintos a los gorilas que pretende estudiar el antropólogo Donald en Mogambo (íd., Metro Goldwyn Mayer, 1953).

Si hay que mostrar las pasiones humanas, que sea en un escenario digno de causa. El cine, como en la vida, ha mostrado esta disposición tan humana en todos sus recovecos. No importa cuán lejos transcurra la trama. Inevitablemente, nos sentimos identificados. El amor, el odio, la pasión, el cine mismo… son lenguajes universales. Algo que ya sabía John Ford (1894-1973) desde que empezó a edificar dicho arte, en la etapa muda. Como todos los grandes pioneros, Griffith (1875-1948), Murnau (1888-1931), Eisenstein (1898-1948), Chaplin (1889-1977), Cecil B. De Mille (1881-1959), Alfred Hitchcock (1899-1980), Fritz Lang (1890-1976) … Ellos cimentaron un nuevo lenguaje, destinado a poner en escena nuestras pasiones, y como reclamaban los clásicos, conmovernos (commovere).

Mogambo fue una relectura de Tierra de pasión (Red Dust, Victor Fleming, 1932), también protagonizada por el estupendo Clark Gable (1901-1960), y situada en una Indochina que por aquel entonces era colonia francesa. Esta primera versión es anterior a la implantación del jocoso pero lesivo Código Hays (1934-1968), con lo que su realizador, Victor Fleming (1889-1949), se pudo permitir el lujo de deslumbrarnos con toda clase de humor políticamente incorrecto -pese a su condición estereotipada-, guantazos, y una acusada rudeza en los prolegómenos de las relaciones, sin dejar por ello de establecer ese lenguaje cinematográfico, cifrado en algunos notables desplazamientos con la cámara (travellings) a lo largo de la película.

Con fotografía de Harold Rosson (1895-1988), redacción de John Lee Mahin (1902-1984), y Cedric Gibbons (1890-1960) como director artístico, Tierra de pasión muestra, por lo demás, un par de diferencias muy relevantes con la posterior adaptación fordiana. En primer lugar, el protagonista, llamado aquí Dennis Carson (Clark Gable), asegura estar harto de su trabajo, como empleado jefe en una plantación de caucho. Algo muy distinto al emprendedor y seguro de sí mismo guía de safaris y proveedor de animales que Gable interpretará en Mogambo. En segundo lugar, la procedencia de la protagonista femenina, encarnada por Jean Harlow (1911-1937), es inequívoca. En mi profesión hay que ser así (…) no estoy acostumbrada a dormir de noche.


Allende estas distinciones, Mogambo es un salto cualitativo, para el mismo estudio cinematográfico, Metro-Goldwyn-Mayer. Esta vez, la aventura exterior e interior fue a todo color, con el concurso del siempre expresivo Robert Surtees (1906-1985), y sin tantas diferencias expositivas como cabría esperar. La producción en escenarios naturales corrió a cargo de Sam Zimbalist (1904-1958), vuelta a escribir -y mejorada- por John Lee Mahin, en torno a la misma pieza teatral de 1928, elaborada por Wilson Collison (1893-1941). Una obra que no llegó a triunfar sobre las tablas (se canceló en Nueva York a las pocas representaciones), pero que se inmortalizó, fundamentalmente y de forma imprevista, gracias a la segunda de sus versiones cinematográficas.

Nadie se encargó de elaborar una partitura para la película, porque John Ford prefirió que el acompañamiento musical lo constituyeran una serie de coloridos cánticos africanos, bien distribuidos a lo largo de la narración.

Pero hablábamos de escenarios naturales. Estos se sitúan en Kenya, Tanganika, el Protectorado de Uganda y el África Ecuatorial Francesa, y sin duda, contribuyeron al éxito visual de la película, sacando el argumento de su corsé escenográfico. De hecho, coexisten dos escenarios en Mogambo, el geográfico y el emocional. Los dos se imbrican de manera admirable, procurando amparar el estado de ánimo de los protagonistas, a la par de potenciándolo. Algo así como lo que le sucedía a la anti-heroína de la excelente novela Pasaje a la India (A Passage to India, 1924; Alianza editorial, 2003), de E. M. Forster (1879-1970). Tal vez entiendan mejor a qué me refiero si traemos a colación la correspondiente adaptación, Pasaje a la India (A Passage to India, David Lean, 1984).

Pues bien, en estos dobles paisajes distinguimos -y una vez más, anhelamos-, la vida en los bungalós sobre suelo africano, las inigualables puestas del sol, la camaradería que orbita alrededor de un campamento, y nuestro viejo amigo el deseo, que en algún momento hasta parece camuflarse bajo los rasgos de una esquiva y peligrosa pantera negra, siempre al acecho.

El melodrama jamás se reviste de tragedia, sino de sentido del humor… y del honor. De un lado, está el norteamericano Victor Vic Marswell (Clark Gable), su amigo y socio John Brown Brownie Pryce (Philip Stainton), el ayudante Leon Boltchak (Eric Pohlmann), el aborigen Muntala (-), y la esporádica compañía del capitán Skipper (Laurence Naismith), único enlace con la más ruda civilización, que recala por allí de vez en cuando. Del otro, los visitantes, Eloise Kelly (Ava Gardner), apodada Osito de miel, según ella misma declara, aunque por motivos que no son los que el espectador se figura en un primer momento (lo aclara ante Brownie), y el matrimonio Nordley, formado por Donald (Donald Sinden) y su esposa Linda (Grace Kelly). Ambos son ingleses, y la procedencia no es baladí, porque contrasta ampliamente con el carácter expansivo de los norteamericanos. Este, por cierto, no aparenta puritanismo alguno: han elegido el alejamiento, el cambio de aires, otro tipo de selva, en tanto que a los forasteros se les supone un retorno a su medio.


Eloise Kelly ha llegado invitada por el maharajá de Bunganore, para mayor exotismo, desde Nueva York (EEUU). Pero resulta que el maharajá se ha olvidado del trato, si es que alguna vez lo hubo. Acostumbrado a catalogar animales, Vic clasifica a la recién llegada como una actriz barata, en palabras poco cuidadosas pero realistas. De momento, Kelly se ve varada en un entorno que no es el suyo, pero que es capaz de amoldar a sus necesidades y destino. De momento se distrae con los animales que están a cargo de Vic.

Por su parte, Donald Nordley es un antropólogo que ha organizado un safari por motivos de trabajo. Su intención es estudiar a los peligrosos gorilas. Algo que, en principio, no entraba en los planes de Vic cuando accedió a alojarlos. Pero a Donald lo acompaña, como ya he señalado, su más que atractiva esposa.

Tras un largo recorrido en millas y emociones, el grupo expedicionario arriba a la estación de Kina, a cargo de Tom Javo Wilson (Bruce Seton). Pero esta ha sido tomada por los samburu. John Ford introduce en la escena un elemento brillante: la lanza que Vic introduce en el agua y que, a continuación, humea. Lo que quiere decir que el ataque ha sido reciente. Con el apoyo del padre José (Denis O’Dea), un misionero que habita junto a otra tribu no hostil en un poblado cercano, los viajeros prosiguen su camino. En otra pertinente escena, Kelly se confiesa y se limpia con ayuda del sacerdote.

El dominio del diálogo resulta ejemplar. Por lo que dicen los personajes y por lo que estos dan a entender (virtudes del cine clásico). A veces incluso no son necesarias las palabras. Basta con una mirada, a quienes nos acompañan, o al entorno natural. Por ejemplo, al contemplar el río a la luz de la luna desde el porche del bungaló.

Otro elemento sabiamente manejado por John Ford estriba en la soledad de Kelly. Su búsqueda de un entorno familiar no se plasma de manera tópica, aunque responda al arquetipo del que se siente desubicado. Ello contrasta con la actitud melindrosa de la puritana Linda. Que si da el paso, que si no lo da. Ejemplar es la cena en el salón del cuartel principal, un lugar de reunión afín a John Ford, donde reposa como adormilada una pianola. Instrumento que bien puede ser visto como un sucedáneo tanto en lo musical (no funciona percutiendo las teclas, sino oprimiendo un pedal con el pie), como, de forma alegórica, en lo amoroso. Esto es, como el amor de Vic por Linda, un desvío necesario para alcanzar la meta (o una posible meta), sustituto esporádico del verdadero amor. Que es el que en un primer momento no alcanzamos a ver como el más conveniente (no les digo ya donde la atracción depende de la rapidez con que se pasa de un perfil a otro en una aplicación). La pasión, que no equivale necesariamente al encaprichamiento, sino al espejismo amoroso, también habita en la sabana. Fugaz, pero con apariencia de verdad.


Entre los momentos álgidos de la narración se encuentra el regreso de Linda al campamento base de la expedición científica, tras haber estado con Vic a solas. La maestría de John Ford se pone igualmente de manifiesto en instantes como la fotografía que Donald le toma de improviso a su esposa, cuando ambos se hallan en pleno safari, y que ella recibe con más consternación que alborozo. Y en suma, con la charla, cualquier charla con visos de sinceridad, ante un buen fuego de campamento.

Scott Eyman (1951) recuerda en La vida y época de John Ford (Print the Legend: The Life and Times of John Ford, 1999; T&B, 2001), cómo, aunque finalmente los interiores se filmaron en Inglaterra, Ford estaba decidido a hacer la película todo lo realista que fuera posible, y mandó a todos los actores a África dos semanas antes del inicio del rodaje. Mientras Ford interpretaba su acostumbrado papel de cascarrabias, tras esa fachada parecía estar pasándoselo en grande. Por su parte, en su imprescindible Tras la pista de John Ford (Searching for John Ford: A Life, 2001; T&B, 2004), Joseph McBride (1947) declara que Mogambo, cuya traducción en suahili es, precisamente, pasión, fue uno de los mayores éxitos de Ford, con una recaudación de 5’2 millones de dólares (de la época). La película contribuyó a rejuvenecer la carrera de Gable y elevar a Grace Kelly (1929-1982) a la categoría de estrella, y demostró a Hollywood que Ava Gardner (1922-1990) era capaz de algo más que derrochar glamour (ambas fueron candidatas al OSCAR). También se añade la labor de Freddie Young (1902-1998) a la de Surtees en la fotografía de la película, y al renombrado especialista Yakima Canutt (1895-1986), como parte de la segunda unidad que se encargó de filmar algunos planos con los animales.

Todo esto ofrece Mogambo. Los conflictos humanos en las relaciones, confrontados en un escenario de selección natural (evolución frente a represión), con sus propias e inestables clases sociales. Tan solo un elemento no reina en ellas. El amor verdadero.

Escrito por Javier Comino Aguilera


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