Para el lector más perspicaz resulta fácil observar cómo una novela cuenta una historia determinada para luego decirle a uno cosas diferentes a las previstas, a modo de un lenguaje “encubierto”. Justamente, Flaubert (1821-1880) recordaba que existen muchas formas de leer, pero que hay que tener talento para leer bien (entre líneas). Pues bien, en este sentido, es Barry Lyndon (Ídem, Warner Bros., 1975), adaptación cinematográfica de la novela Memorias y aventuras de Barry Lyndon (1856), del escritor británico William M. Thackeray (1811-1863), un interesante ejercicio que narra una historia paralela a la original; o al menos, que la refiere de forma algo distinta.
Una narración que, comenzando por el final, concluye con un epílogo donde se asegura que, con el transcurrir del tiempo, todos los personajes descritos en la función, son ahora iguales; sentencia extraída del capítulo primero de la novela, pero que muestra conexiones con otros pasajes (por ejemplo, en los capítulos IV, respecto de la guerra, o XIX). Ya advertimos en nuestro comentario del libro cómo la película prescindía de los aspectos más abiertamente jocosos e irreverentes de la novela, para pasar a ilustrar los más decadentes y dramáticos, también expuestos en ella, escenificando el ocaso que antecede a una época (o a todas las épocas).
Sin duda, este punto de vista cadencioso es el que más atrae a Stanley Kubrick (1928-1999). Por eso, su puesta en escena del relato es mucho más parsimoniosa y mortecina, como se encarga de rubricar la fotografía de John Alcott (1931-1986). Por ejemplo, en el momento que se produce una pelea entre Barry Lyndon (Ryan O’Neal) y su ahijado, lord Bullingdon (Leon Vitali), donde se emplea una luz completamente naturalista (al estilo de Néstor Almendros, 1930-1992), para denotar una atmósfera visceral y espontánea, incluso primordial, en consonancia con la recreación de estampas históricas a la luz del ceremonial del esteticismo y las “buenas costumbres” de un neoclasicismo que ya estaba dando paso a un romanticismo menos encorsetado y más liberador.
De este modo, Kubrick transfigura el tono original del relato, ofreciéndonos su lectura y visión del mismo. En este caso, de una severidad de indudable raigambre artística, ya atestiguada por la reinterpretación de otros muchos géneros (el policíaco, el bélico, el péplum, el melodrama, el de terror, y la ciencia ficción, cósmica o anticipativa). A este respecto, es llamativo que tras el experimento de Teléfono Rojo, volamos hacia Moscú (Dc. Strangelove, Columbia Pictures, 1964), el realizador no se sintiera más atraído por la parte satírica que ofrece el libro, decantándose por su sentimiento trágico de la vida. La búsqueda de una prenda ocultada por la prima de Barry, Nora (Gay Hamilton), o los pocos momentos placenteros del matrimonio Lyndon, no son sino tímidos destellos irónicos en un devenir marcado abiertamente por la tragedia.
Con el empleo de la voz en off en tercera persona, debida a un narrador omnisciente (doblado al castellano por José Luis López Vázquez, 1922-2009), el realizador pone tierra de por medio y dota al relato de una mayor -aunque no necesariamente mejor- objetividad respecto al punto de vista del protagonista. A esta voz en off le corresponden la mayor parte de esos giros “irónicos” que se eluden por medio de la imagen. Con alguna que otra excepción, como la transición, estrictamente visual, que muestra a Nora y al capitán John Quinn (el insustituible Leonard Rossiter) bailando tras un desfile campestre, para consternación de Redmond Barry (antes de convertirse en Barry Lyndon).
De este modo, y por medio del guión, debido al propio Kubrick, el realizador aplica una considerable distancia, que sintetiza y redimensiona la experiencia de la novela. Por lo que, más que ilustrar lo que decía el autor, parafrasea lo que este quería decir. Ahora bien, aunque la adaptación ha sufrido un proceso, tanto interpretativo como respecto al metraje (pese a lo holgado del mismo, la azarosa estancia del protagonista en Dublín no es mostrada), los efectos acaban siendo los mismos: Barry Lyndon acaba mal parado.
De este modo, Stanley Kubrick prefiere que el peso devastador de la segunda parte del relato (menos voluminoso en la novela, pero igual de intenso), sea el espíritu que recaiga sobre el conjunto de lo narrado. Lo que se traduce en cierto estatismo e impostación de los personajes en el plano, que explica que la mayoría de duelos filmados sean a pistola, en lugar de a espada; una forma de enfrentamiento que para el Redmond Barry de la novela constituía poco menos que una salvajada, pues veía en ello una vulgarización del auténtico comportamiento de un caballero. Y decimos que la mayoría porque coexiste una notable excepción, al margen de la discusión que Barry establece con un soldado a puño limpio. Nos referimos a la ocasión en la que Redmond Barry ha de echar mano de su coraje y pericia para desfacer entuertos relativos a deudas de juego; casi podríamos decir que a asuntos de verdadero honor.
Estos duelos con armas de fuego asumen, por lo tanto, un papel más estático, o pictórico, si se prefiere, en la adaptación. A fin de cuentas, en Barry Lyndon, versión Stanley Kubrick, el paisaje irlandés, como todo paisaje contenido en la película, es un protagonista más, y muy destacado, dentro del relato. El realizador suele abrir el plano a la naturaleza, en lugar de a la inversa, hacia los personajes. O bien expande la desdicha de dichos personajes, sobre todo a partir de la segunda parte.
Más aún, el cambio de ángulo narrativo se traduce en la alteración argumental de un capítulo importante, como es el viaje de Redmond Barry a Dublín. En la película, el inexperto muchacho es asaltado con suma facilidad, en tanto que en la novela, lo es la señora Fitzsimons, a la que presta su ayuda un Barry bastante más desenvuelto. Tampoco es Chevalier de Balibary (Patrick Magee) su tío, sino un compatriota con el que, para colmo, se dice que no logra obtener resultados económicos demasiado fructíferos (todo lo contrario que en la novela).
De igual modo, el soldado Barry que permanece por unos días junto a la joven viuda Lischen (Diana Körner) lo hace como convaleciente en la obra literaria, porque ha sido herido por uno de sus camaradas, como él los llama, del ejército francés (V). Y por su parte, es evidente que lady Lyndon (Marisa Berenson) siente una atracción física por Barry, que en el libro se traduce en un complicado tira y afloja, en función del carácter más volátil o caprichoso de la dama, normalmente celosa y siempre dispuesta a irritarme (XII). En concienzudas palabras del propio Kubrick al crítico Michel Ciment (1938; en Kubrick, Akal, 2000), lady Lyndon está enamorada por todas esas razones estúpidas que tiene la gente para enamorarse de quien no debe. Lo que en gran medida es contrario al espíritu del personaje de la novela, donde es prácticamente forzada a contraer matrimonio; circunstancia que, a su vez, explica de una forma más verosímil el que para la dama resulte más llevadero el forzado exilio del marido.
Otro cambio interesante (creo que es inevitable que nos detengamos en ellos), atañe a la composición de la madre de Barry (Marie Kean). El personaje literario está en perfecta sincronicidad con el hijo. Hasta el punto de que el protagonista observaba cuan extraño era que por la mente de mi madre cruzaran las mismas ideas que por la mía (XVII). En la película no sucede así, en justa coherencia con la naturaleza del muchacho que nos está ofreciendo Kubrick. Este ha de recibir el pormenorizado y severo “estado de la cuestión” por parte de la madre, para comprender su situación dentro de la familia Lyndon. En este sentido, es curioso cómo el anti-héroe descrito por Thackeray se halla mucho más cercano al personaje interpretado por Ryan O’Neal (1941) en la notable Luna de papel (Paper Moon, 1973), de Peter Bogdanovich (1939).
Por otra parte, Kubrick sí que adopta el mecanismo literario del novelista de anticipar acontecimientos al lector (al espectador). Si sabemos lo que va a ocurrir, el suspense es de otro tipo (ibídem). De igual modo que asume la baja condición -no estamental- del repelente lord Bullingdon, como demuestran sus sibilinas instrucciones a Graham (Philip Stone), el administrador de la familia. Pero debemos insistir en que todas estas variantes particulares para nada desvirtúan el poder del relato -no así sus modos- o la lectura que se hace del mismo a través de la imagen.
Pese a su alicaído carácter, hay que señalar tres momentos en los que Redmond Barry muestra su lado más humano. Los dos primeros acontecen durante su permanencia en el ejército, y son aquellos en los que aparta a un malherido capitán Grogan (Fagan, en el libro; Godfrey Quigley) del encarnizado campo de batalla, como posteriormente salva la vida del capitán prusiano Potzdorf (Hardy Krüger). El otro será cuando evite disparar contra Bullingdon en el palomar, en un acto de conciliación que el desagradable milord, consumido por el odio, deja pasar por alto. La relación de Bullingdon con su madre es igualmente enfermiza; el caso es que no quedan demasiado claros ni los agravios que atribuye al padrastro, después de sus retahílas de improperios hacia este, ni el amor a ráfagas que siente por lady Lyndon. Quiero decir que no quedan “claros” salvo que contemplemos al personaje como un impertinente clasista y como el portador de un amor filiar totalmente interesado (como parecen corroborar las penúltimas imágenes de Barry Lyndon).
Debemos señalar, además, otros aspectos bien expuestos por Kubrick, como el envío de carne de cañón adolescente para el reabastecimiento de las tropas o el antedicho empleo de la luz natural, ya sea por medio de velas o a través de la luz diurna que penetra en los interiores. A esto se suma la magnífica labor en las adaptaciones de piezas musicales acometidas por Leonard Rosenman (1924-2008), con predominio de obras del siglo XIX sobre el XVIII (ahí hice trampa, observaba Kubrick). Dentro de ese punto de vista trágico y ceremonioso adoptado por el realizador, el compositor y arreglista rebaja los tempos, como sucede con la vivaracha Sarabanda de Händel (1685-1759), que aquí semeja una marcha fúnebre.
Escrito por Javier C. Aguilera
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