Sydney Pollack |
El thriller policial y “político-conspirativo”, tuvo su mejor momento en la década de los setenta de la mano de realizadores como Friedkin, Pakula, Siegel, Lumet o Pollack, junto a notables precedentes como Topaz (Íd., 1969) de Alfred Hitchcock, El mensajero del miedo (The manchurian candidate, 1962) y Siete días de mayo (Seven days in may, 1963) ambas de John Frankenheimer, o la posterior -y magnífica- Clave Omega (The Osterman weekend, 1983) de Sam Peckimpah, exponentes de un estado de ánimo que ha tratado de resucitarse con desigual fortuna (del mismo modo que los rostros de décadas anteriores se nos antojan muy diferentes, por muy loable que sea el intento: la “máquina temporal” del cine también capta momentos extra-cinematográficos, rara vez los recrea con fortuna cuando regresa al pasado).
Los tres días del Cóndor fue puesta en marcha por ese gran productor que fue Dino De Laurentiis (1919-2010), en base a una novela de James Grady que desconozco, con música melancólica –en el buen sentido- de Dave Grusin (1934), y una magnífica fotografía de Owen Roizman (1936), que retrata la gelidez del ambiente invernal, incluyendo ese último -y devastador- plano “congelado” de la película; un escenario que a su vez, haya correlato en las solitarias fotografías en blanco y negro de Catherine Hale (Faye Dunaway), la “víctima” involuntaria de este complot.
El mismo calificativo podemos emplear para definir a Joseph Turner (Robert Redford), un personaje bien trazado, vitalista e instruido, para el que no existe eso de la “alta” y la “baja” cultura (existen gradaciones, por supuesto, pero respeta la tan denostada cultura “popular”; no es casualidad que la primera vez que lo vemos sea montado en bici, entre el ajetreado tráfico).
Turner trabaja para la Sociedad Americana de Literatura Histórica, compuesta por un bien avenido grupo de “lectores de investigación”, a sueldo (o a merced) de la Agencia Central de Inteligencia. Su labor consiste en extraer ideas de libros, de la prensa, los cómics… de todo aquello que se publica anualmente; hasta que el potencial peligro de una idea desechada llega directamente a Langley, Virginia (recordemos: lugar donde tiene su sede la C.I.A.). Para Turner se trata de un trabajo placentero, aunque la subordinación al entramado gubernamental le ocasiona cierto desagrado, porque todavía “confía en algunas personas, y eso es un problema”. Esto será lo que, indirectamente, intenten destruir en él; una confianza que es puesta a prueba de forma continuada.
Turner trabaja para la Sociedad Americana de Literatura Histórica, compuesta por un bien avenido grupo de “lectores de investigación”, a sueldo (o a merced) de la Agencia Central de Inteligencia. Su labor consiste en extraer ideas de libros, de la prensa, los cómics… de todo aquello que se publica anualmente; hasta que el potencial peligro de una idea desechada llega directamente a Langley, Virginia (recordemos: lugar donde tiene su sede la C.I.A.). Para Turner se trata de un trabajo placentero, aunque la subordinación al entramado gubernamental le ocasiona cierto desagrado, porque todavía “confía en algunas personas, y eso es un problema”. Esto será lo que, indirectamente, intenten destruir en él; una confianza que es puesta a prueba de forma continuada.
Así, cuando varios profesionales liderados por el mercenario Joubert (Max Von Sydow) perpetran una razzia en la sección de bibliómanos (las balas se incrustan en los libros directamente), Turner (o “Cóndor”, su nombre en clave dentro de la Organización), como superviviente del sistema de bienestar, se da cuenta por vez primera de su soledad urbana. La conversación última entre “Cóndor” y su superior, Higgins (estupendo Cliff Robertson), frente al New York Times, es en este sentido modélica, como lo es el encuentro precedente con Joubert, hilvanado con el nihilismo pulcro que desprende la seguridad de un “entendido”.
Pero la soledad de “Cóndor”, al menos durante un breve espacio de tiempo, no será tal al recibir la esforzada ayuda de Kathy, una mujer de la que se sugiere que es algo “disfuncional”. Así, ahora le tocará a Turner dar con la tecla que le permita armar el puzle y extender su propia “red”, sin fenecer en el intento. Un puzle en el que andan implicados su jefe de sección, Wicks (Michael Kane-!-), su director adjunto en Nueva York, el mencionado Higgins, y un director general, Max Wabash (el cuasi mítico John Houseman).
Turner deberá confiar en sus propias habilidades para poder salir adelante; su pasado como experto en el campo de las transmisiones le resultará muy útil (trabajó en Bell, y a Bell retorna). Sintomáticamente, durante su primera conversación telefónica para dar cuenta de la “situación”, Turner se enfrenta de modo aséptico a algo parecido a un cuestionario, un puro trámite. Pollack expresa así la humanidad de su protagonista frente a la impasibilidad y despersonalización burocrática. También lo hará por medio de unas localizaciones “opacas”, de callejones y suburbios, desde los que alguien puede perpetrar una emboscada, o hacer recuento del “personal”, oculto en el interior de un vehículo (en un guiño, el propio realizador).
Tapaderas estatales y cloacas metafóricas, el mundo de “Cóndor” es un mundo donde se maneja una información excesiva, en el que para “curarse en salud”, se coloca el parche antes de que aparezca le herida; en el que la previsión se confunde con el dominio y el espionaje clásico se emborrona con el control y el poder, hasta averiguar quién fue novio de quién… o la talla de un sombrero… Lo ilustra el momento en que Turner, en posterior conversación telefónica, pregunta a Higgins por alguien llamado Leonard Atwood (Addison Powell), cuando este se encuentra precisamente al lado del jerarca.
Los tres días del Cóndor es una ficción que da en la diana de la “realidad” (en este caso, una operación encubierta en Oriente Medio), aquella que se teje en conversaciones nocturnas frente al Monumento a Washington, o en enclaves situados bajo tierra.
Y por otra parte, de forma nada desdeñable, evidencia lo fácil que resulta, con ayuda del lenguaje, “fabricar la verdad”, venderla, distorsionarla, jugar con esos “actos de habla” que tan bien definiera John Searle (1932). No en vano, al ser preguntado por Higgins si echa de menos los tiempos pasados, el maduro director de la Compañía, Mr. Wabash, resume la situación diciendo “echo de menos aquel tipo de claridad”. Ciertamente, este es el Otoño de la Edad Posmoderna.
Escrito por Javier C. Aguilera
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