Para el sábado noche (CXX): La aventura del Poseidón, de Ronald Neame, El enigma se llama Juggernaut, de Richard Lester, Hindenburg, de Robert Wise y Más allá del Poseidón, de Irwin Allen

02 septiembre, 2022

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Vamos de catástrofe en catástrofe. No salimos de una cuando nos metemos en otra. El barco se puede hundir, el tren descarrilar, la tierra tragarnos, el mayor hotel del mundo prenderse fuego, los pájaros coserte a picotazos como los mosquitos tigre, las hormigas devorarte, el avión estrellarse… como los gobiernos. Y anda que subir en aerostato…

Regresamos hoy al género de catástrofes, que tanto solaz y esparcimiento nos ha deparado en jornadas previas, en época adolescente o actual. Ya sabemos que el cine, en cualquiera de sus manifestaciones genéricas, es lo más parecido a una portentosa máquina del tiempo que nos permite acceder a otros portales dimensionales en los que el ser humano era parecido y distinto a nosotros, con lo que, además, podemos hacer frente a esas opiniones chorras que aseveran que un producto con más de diez años es “antiguo” o lento. Para empezar, antiguo y clásico no son lo mismo, al igual que un ritmo adecuado, disfrutable y atento es todo lo contrario a uno lastrado y aburrido. En verdad que con algunos jóvenes y no tan jóvenes estamos teniendo un serio problema a la hora de concentrarse y mantener su atención, de cara al disfrute del arte en general y la vida en particular.

Ha habido personas que han fallecido rescatando a otras. Ya he planteado la cuestión en alguna otra ocasión. Quiero pensar que están en un lugar mejor. Seguro que se nos viene algún nombre a la cabeza. Jesús Castro González (1951-1993), Ignacio Echeverría (1978-2017), o más recientemente, Alex Harris (2003-2022). Debemos acordarnos de ellos. Son héroes.

Ante una situación crítica, ¿cuál sería nuestro comportamiento? Unos mueren para que otros vivan. Una diatriba a la que habrá de enfrentarse, como líder de un sufrido grupo, el sacerdote católico Frank Scott (Gene Hackman), a bordo del transatlántico Poseidón.

Basada en la novela de Paul Gallico (1897-1976), autor felizmente recuperado en épocas recientes a través de otras obras suyas, muy bonitas, como Flores para la señora Harris (Flowers for Mrs. Harris, 1958; Alba, 2015), La aventura del Poseidón (The Poseidon Adventure, Twentieth Century Fox, 1972), es uno de los grandes exponentes del cine de catástrofes. Lo que viene a ser de aventuras y suspense. Una categoría que tiene su explicación en el destacado desarrollo de los efectos visuales en la década de los setenta, combinado con el afán natural de ofrecer al público una experiencia espectacular, sin merma de las cualidades humanas.

La adaptación la llevaron a buen puerto el siempre interesante Stirling Silliphant (1918-1996) y Wendell Mayes (1918-1992), autor de piezas tan memorables como El héroe solitario (The Spirit of St. Louis, Billy Wilder, 1957), Anatomía de un asesinato (Anatomy of a Murder, Otto Preminger, 1959), El árbol del ahorcado (The Hanging Tree, Delmer Daves, 1959), Tempestad sobre Washington (Advise and Consent, Otto Preminger, 1962), Primera victoria (In Harm’s Way, Otto Preminger, 1965), La noche de los gigantes (The Stalking Moon, Robert Mulligan, 1968), con Alvin Sargent (1927-2019), y la reivindicable Monseñor (Monsignor, Frank Perry, 1982), co-escrita con Abraham Polonsky (1910-1999). Ea, a ver quién mejora eso.

La música la procuró el genial John Williams (1932), y la labor fotográfica Harold Stine (1903-1977), forjado principalmente en la televisión, pero que ofrece un trabajo más que destacado.

El escenario en el que transcurren los hechos es el referido transatlántico, de armonioso nombre con el destino que le aguarda, y que hace la travesía de Nueva York (EEUU) a Atenas (Grecia). En lo que va a ser su última singladura, ya que, según se comenta, al Poseidón le espera el desguace tras décadas de esforzado servicio.


Pero el destino le tiene reservado otro desenlace, menos prosaico. Y como el tiempo pasa para todos, y en todas partes, también en alta mar un año da pie a otro. Así, el día de Fin de Año se está celebrando a bordo del Poseidón, cuando la ira del mar se desencadena en forma de un fuerte temporal, que altera los ánimos, con el agravante de un maremoto, o tsunami, en su terminología japonesa, que alcanza de lleno -de costado- al transatlántico.

Junto a Scott, la trama de la novela (The Poseidon Adventure, 1969; edhasa, 2006), focaliza su devenir en otros pasajeros del barco. Por ejemplo, el señor y la señora Rogo, Mike (Ernest Borgnine, querido cascarrabias) y Linda (la simpar Stella Stevens), dos chicos que viajan solos para reunirse con su familia, Susan (Pamela Sue Martin) y Robin Shelby (Eric Shea); la joven miembro de la orquesta del barco, Nonnie Parry (aplazada madurez de Carol Lynley), el camarero Acres (igual de simpar y querido Roddy McDowall), el soltero James Martin (Red Buttons), y el matrimonio mayor, formado por Bell (la siempre apreciada y apreciable Shelley Winters) y Manny Rossen (Jack Albertson, como buen actor amoldable, muy alejado aquí de su rol en Muertos y enterrados [Dead and Buried, Gary Sherman, 1981]).

Scott personaliza a uno de los curas de la nueva ola, es decir, post-conciliares. Alguien capaz de hablar de forma más abierta a jóvenes y no tan jóvenes, lo que al principio del relato le procura alguna desavenencia -nunca conflicto- con el reverendo Mickey (el gran Arthur O’Connell), de talante más tradicional. Una apertura deseada y cercana, alejada de los desmanes de la llamada Teología de la Liberación. Scott reclama, para sí y para todo el que lo desee, libertad para descubrir a Dios a mi manera. Para entendernos, sin caer por ello en las miserias de encubrir y no censurar actuaciones de regímenes políticos abyectos, como otros líderes religiosos de más reciente cuño.

Por el contrario, con la participación de un personaje de tales características, se potencia el valor del sacrificio personal, auspiciado por espléndidos actores y decorados. Como el enorme árbol de Navidad, cuya estructura de hierro permite que pueda ser empleado a modo de escala. En una narración apuntalada por los momentos de tensa espera; que es buena parte de la misma, pues todo se concentra en el ascenso de los supervivientes al desastre por la estructura de lo que, hasta ese momento, ha constituido la seguridad del navío y el aspecto ordenado de la existencia misma. Dicha narrativa pone el acento en el comportamiento de los individuos, dentro de un grupo más o menos reducido, piedra de toque del género: tensiones, lealtad, compañerismo, rencillas, algunas ridículas… El consabido choque de caracteres, en un conjunto siempre expuesto con visos de verosimilitud.


En efecto, después de que, haciendo honor a su nombre al rey de los mares y otros cataclismos, el Poseidón se las vea con la ola gigante que ha producido el tsunami, un reducido grupo de supervivientes decide que lo mejor es ir ascendiendo, ahora que su situación en el mundo se ha dado la vuelta. Nadie nos ayudará salvo nosotros mismos, les conmina Scott. Con lo que, el destino sigue abriendo y cerrando puertas, hasta dar con la ansiada salida.

Algunas de las escenas fueron filmadas a bordo del Queen Mary, transatlántico de la Cunard Line, puesto en servicio en 1936 y objeto de una reciente remodelación. Testigo de grandes esplendores y miserias, que por algo se ha venido sosteniendo que el buque estaba encantado. Que sea por muchos años.

La aventura del Poseidón cuenta con una dirección correcta, nada artificiosa, del veterano Ronald Neame (1911-2010), en su día productor y director de fotografía, bajo la supervisión de ese curioso y esmerado productor -así mismo realizador- que fue Irwin Allen (1916-1991). El cual contó, como queda dicho, con el compositor John Williams, con el que ya había trabajado en multitud de ocasiones para sus reconfortantes e intrigantes seriales para la televisión. Entre todos manejan bien ese componente difuso que es el terror en abstracto: el no saber lo que habrá tras la siguiente puerta. Como en un videojuego, bien entendido, con sus distintos niveles. La misma sensación se mantiene durante la práctica totalidad del metraje. Una traslación a imágenes que sabe manejar bien los recovecos de la claustrofobia. No mirar abajo es no mirar al pasado (al menos, el más inmediato). De modo que, mientras lo sigan intentando, estos pasajeros continúan vivos. Una buena metáfora de lo que es la vida. Al fin y al cabo, Dios aprieta, pero no ahoga… a todo el mundo.


Otro barco zarpa. Esta vez, desde el puerto de Southampton, al sur de Inglaterra, y de donde partió el Titanic, también con destino a Nueva York.

El enigma se llama Juggernaut (Juggernaut, United Artist, 1974) es otra excelente película de género catastrofista que bebe de las fuentes del suspense más anclado en el ámbito meticuloso del terrorismo nacional o internacional. Escrita y producida por Richard de Koker (1924-2004), en realidad, Richard Allan Simmons, el buen acompañamiento musical lo procura un compositor no demasiado tenido en cuenta, pero remarcable, como Ken Thorne (1924-2014), habitual en muchos de los trabajos de Richard Lester (1932).

Es un día usualmente gris. En su festiva y algo agridulce partida, como suelen ser todas las despedidas, definitivas o no, el transatlántico Britannic se cruza con su gemelo, el Olympic, que está de regreso. A estas alturas, el que fuera trillizo del Titanic, es un navío de segunda generación que lo fue de primera, característica que parece trasladarse a muchos de los pasajeros, independientemente de su edad. Incluido el personal de a bordo. Esta combinación de alegría y tristeza es una oportuna -y humana- sensación que Richard Lester sabe transferir a lo largo del relato. A su vez, un fuerte temporal se empeña en acompañar la travesía, impidiendo que los pasajeros puedan ser evacuados cuando la amenaza se materializa, por medio de unos entrometidos polizontes en forma de bidones, distribuidos por todo el barco, en lugares estratégicos.

El responsable de la seguridad y buen gobierno del Britannic es el capitán Alex Brunel (Omar Sharif), junto con su primer oficial, Hollingsworth (Mark Burns). Fuera de los límites del barco, aunque en demarcaciones no menos angustiosas, se desenvuelven el director de la Sovereign Line, la compañía naviera a la que pertenece el Britannic, Nicholas Porter (otro actor estupendo, Ian Holm), y el inspector McCleod, interpretado por Anthony Hopkins (1937), que a estas alturas tampoco precisa presentación.

Formando parte del pasaje, casi siempre hay alguien que viaja solo, pese a estar acompañado, rol que corresponde en esta ocasión a la señora Barbara Bannister (Shirley Knight, actriz de largo recorrido, en los medios audiovisuales y el teatro).

Entre los protagonistas, hay otros dos que llaman la atención de una forma especial. El primero de ellos es el animador del barco, el señor Curtain, interpretado por el entrañable Roy Kinnear (1934-1988), en esa línea entre lo jovial y lo acre a la que antes me refería. El otro es Corrigan, un político locuaz y con sentido del humor, honesto en su malevolencia, si queremos verlo así, que viaja junto a su esposa. A estos los encarnan Clifton James (1920-2017) y Doris Nolan (1916-1998).

Como curiosidad, no puedo dejar de señalar la imagen del videojuego incipiente con el que se distraen los chiquillos David (Adam Bridge) y Nancy (Rebecca Bridge) en una de las salas del barco.


Llevada con perfecto pulso y pericia, El enigma se llama Juggernaut hace honor a su título en español desde el momento en que la voz sinuosa y amenazadora del propio Juggernaut (no podemos desvelar su identidad), el extorsionador, se superpone a las imágenes de la localización de los bidones y, por consiguiente, a la alarma ante una amenaza que es real.

En seguida es reclamado para hacer frente a dicha situación el desactivador de explosivos de la policía, comandante Anthony Fallon (un admirable Richard Harris). No tengo ni familia, ni hipoteca ni futuro -especifica-, pero tengo un talento. Fallon cuenta en su arriesgada profesión con un ayudante de confianza, Charlie Braddock (David Hemmings, otro rostro conocido y, por cierto, más que interesante realizador en aquella época, ocasión tendremos de comprobarlo en el futuro). Profesional con temple, casi diría que a Fallon le estimula el reto. Es fumador en pipa, lo que deviene un apunte brillante de su personalidad y credibilidad. Una peculiaridad que no impide que, en algún momento, Richard Lester lo muestre con la mano temblorosa ante la proximidad, no tanto del peligro, al que está acostumbrado, sino del difuminado de sus fronteras. En determinada ocasión, incluso habrá de echar mano de su mentor, Sidney Buckland (el maravilloso característico Freddie Jones).

En su travesía desapacible por el Atlántico, el Britannic alberga mil doscientos pasajeros más la tripulación. Todos corren un grave peligro, mientras la policía, encabezada por el eficiente inspector McCleod, hace lo posible -lo que le dejan- por identificar al terrorista que se hace llamar Juggernaut. A McCloud le acompañan en su investigación el oficial Brown (Kenneth Colley), y la angustia de saber que su esposa e hijos, Susan (Caroline Mortimer), y los citados David y Nancy, están precisamente a bordo del Britannic. No falta tampoco algún político de los que trata de hacer de la necesidad propaganda, Hughes (John Stride), que por algo las cosas no han cambiado mucho, más bien empeorado, desde hace décadas. Su compostura es muy distinta a la bonhomía del pasajero Corrigan.

Mención especial merece la magnífica fotografía de Gerry Fisher (1926-2014), y el meritorio trabajo de edición del no menos versado Anthony Gibbs (1925-2016).


La valiosa Hindenburg (Íd., 1975), menospreciada durante bastante tiempo, como casi todo el cine popular de aquella época, en favor de los tostones nórdicos o el cine “verosímil” y “de mensaje” (ese que detestaban tanto Alfred Hitchcock [1899-1980] como François Truffaut [1932-1984]), está basada en hechos reales. Una catástrofe auténtica, en este caso, que recibe puntual y modélica traslación a imágenes de la mano de ese gran realizador que fue Robert Wise (1914-2005) -ni artesano ni porras-.

Desastre que aconteció a causa de la electricidad estática, según la versión oficial. Aún no se sabe con certeza que pasó. Con lo que, que se elucubre acerca de un incidente de tales características, parece inevitable, e incluso atractivo. En este sentido, lo que hace la película es ofrecer una vía o trama alternativa, que casa muy bien con el momento histórico, y procura un acerado suspense, bien dirigido por la labor del realizador, y apoyado por los intérpretes, el músico David Shire (1937), el montador Donn Cambern (1929), el decorador Frank McKelvy (1914-1980), el fotógrafo del que luego haré mención, y ese gran creador de efectos visuales que ya estuvo presente desde los inicios del género con Los pájaros (The Birds, Alfred Hitchcock, 1963), el sensacional Albert Whitlock (1915-1999).

Hindenburg fue escrita por William Link (1933-2020) y Richard Levinson (1934-1987), a quienes recordamos por ser los creadores de la mítica serie Colombo (Columbo, 1968-2003) y de Se ha escrito un crimen (Murder, She Wrote, 1984-1996), entre otras muchas participaciones -para Alfred Hitchcock, sin ir más lejos-, en colaboración con Nelson Gidding (1919-2004), en torno a una novela -que hoy cabría calificar de género histórico- del norteamericano Michael M. Mooney (1930-1935; Grijalbo, 1976).


La tragedia del Hindenburg acaeció el seis de mayo de 1937, en Nueva Jersey (EEUU), mientras el aparato intentaba tomar tierra tras horas de demora debido al mal tiempo. Como vemos, los factores medio ambientales pueden ser considerados un protagonista más en los percances históricos, y consecuentemente, el cine de catástrofes. El enorme dirigible explosionó antes de tocar el suelo, a pocos metros. Hubo testigos directos, como familiares, operarios, y el periodista radiofónico Herbert Morrison (1905-1989), que retransmitió la tragedia en directo. De hecho, la banda sonora (MCA, 1975; Intrada 40, 2007), espléndida, como todo lo de aquella época, fuera italiano, americano, francés, o de dónde fuera, incorpora el fragmento radiado que daba cuenta del espectacular y aterrador suceso. Pese a lo impactante del mismo, de las noventa y siete personas a bordo, entre pasajeros y tripulación, solo fallecieron treinta y cinco, gracias a la rotura de los depósitos de agua, como se observa en la película.

Para dar realismo y verosimilitud, allende la trama alterada, se recrearon los interiores del dirigible -cuya maqueta se conserva en el Museo Aeroespacial Nacional (Smithsonian) de Washington-, tal y como fueron diseñados originalmente, gracias a las fotografías que se conservaban. El Hindenburg, que fue inaugurado el uno de agosto de 1936, posee la particularidad añadida de ser un símbolo de perfección técnica y modernismo artístico, todo un rey de los cielos, orgullo de la Alemania nazi, donde pese a la presencia del combustible de hidrógeno, en sustitución del helio, que había sido embargado, se podía fumar en una sala habilitada al efecto.


El logo de la Universal de paso al noticiario original que narraba la llegada del dirigible Hindenburg. Tras los correspondientes y bellamente elogiosos -del aparato, no de su simbología- títulos de crédito, conocemos a los personajes centrales de esta tragedia revestida de vigoroso suspense. Como el coronel Franz Ritter (George C. Scott), jefe del Servicio Secreto y piloto de la recién creada Luftwaffe (1935), con considerables heridas de guerra… internas. La desidia y el hastío parecen haber hecho mella en él, pero aún se ve en la necesidad de aparentar obediencia (planea sacar a su esposa [Joyce Davis] de Alemania). Scott sabe portar las responsabilidades y lastres emocionales del cargo en el rostro.

Se sabe que cuando el Titanic se hundió, en abril de 1912, hubo algunas personas que predijeron la catástrofe. Por motivos que se nos escapan, esto ocurre a veces, ya en época de griegos y romanos. En cualquier caso, se trata de una buena derivada argumental que pone en marcha todo el mecanismo de Hindenburg. Lo que pudo pasar resulta verosímil, como antes advertía, y arranca de la carta que una vidente, Kathie Rauch (-), envía a las fuerzas de seguridad norteamericanas. Estas, a su vez, se ponen en contacto con los responsables del dirigible, para que extremen las precauciones (EEUU y Alemania aún no habían entrado en guerra). Precauciones ya de por sí abrasivas en suelo alemán.

Enseguida nos ubicamos en terreno germano, nazi para más desgraciadas señas, donde aguarda el Hindenburg en su hangar, y se nos presentan a algunas de las personas que van a embarcar en él. Como la condesa Úrsula von Reugen (la estupenda Ann Bancroft), el mecánico de primera Carl Boerth (William Atherton), que forma parte del equipo de mantenimiento; el industrial norteamericano Edward Douglas (Gig Young), la familia Breslau, encabezada por Albert (Alan Oppenheimer), el cómico Joseph Spah (Robert Clary: que cuando era niño fue internado en un campo de concentración nazi, y cuyo personaje es portador de todo el descreimiento que su condición profesional y étnica conlleva), los jugadores y fulleros Emilio Pagetta (Burguess Meredith) y Mayor Napier (René Auberjonois), el capitán retirado Ernst Lehman (Richard Dysart), cofundador de la compañía constructora del Hindenburg; el capitán del aerostato, Max Pruss (el siempre versátil y eficaz Charles Durning), epítome de profesionalidad; y un coronel de las invasivas fuerzas de la Gestapo, Martin Vogel (Roy Thinnes). Son personas situadas, a su pesar, en una encrucijada histórica. Como les está sucediendo a otras, sino a todas, hoy en día, en determinados puntos del planeta. La historia nos dejó los nombres más sonoros, pero el cine también se acuerda de los menos favorecidos, aun en su vertiente de ficción. Es todo tan deprimente, asegura la condesa.


Franz Ritter también sube a bordo, en calidad de oficial de seguridad. Su exceso de celo, a la hora, por ejemplo, de registrar a conciencia el equipaje de los viajeros, pronto da paso a una actitud más elástica y comprensiva. A dónde vamos a ir a parar, se lamenta Franz ante el comprensivo Lehman, viendo el estado de las cosas (que a veces se nos antojan perpetuas). Supongo que el oficial piensa que lo que hace falta es sustituir tanta ideología por algo de sentido común. Enfrentarse a la manía de los que quieren decidir la vida de los demás, con coartadas que llenan de pines las solapas de los políticos, y deparan impunidad para pisar los derechos humanos y la disidencia. Un erial moral a golpe de decretazo, sin apenas debate parlamentario, y donde los descerebrados increpan a las víctimas. Qué cosas sucedían entonces, ¿verdad?

Durante la primera parte de la narración, asistimos a los procedimientos de la tripulación durante el despegue y la toma de contacto con los pasajeros, sin dejar de aumentar el suspense respecto a un posible intento de atentado, declarado en la misiva. Al igual que ocurría en los transportes marítimos anteriormente vistos, aunque con el agravante del contexto geopolítico, los pasajeros también transportan su fatiga y afán de supervivencia, que aún se habrá de poner a prueba. Da fe una incipiente insinuación de Ursula al telegrafista (Rex Holman), a la hora de enviar un mensaje por radio.

La tripulación es eficiente, como demuestra el mecánico Boerth, en la arriesgada reparación de un desgarrón que ha ido en aumento, en uno de los alerones del Hindenburg. Las malas condiciones atmosféricas harán el resto, impidiendo que el dirigible atraque a la hora convenida. Un fatum poderoso pesa sobre su singladura.

Sin embargo, existe un detalle que no podemos pasar por alto. Tanto Robert Wise como su guionista son lo suficientemente sagaces como para advertirnos acerca de la figura de la clarividente, antes mencionada. El caso es que no acierta en sus otras predicciones de cara al futuro (algo que solo conoce el espectador), con lo que, la posibilidad de que lo vaticinado al Hindenburg sea correcto, queda en entredicho.

Entre tanto, queda solazarse con la impresionante estructura de acero de tan vistoso medio de transporte, que aún reserva un salón de música. Aquí el tiempo no juega, asegura la condesa. Queda como suspendido.


La película se beneficia de los decorados del talentoso Edward Carfagno (1907-1996) y la fotografía del sensacional Robert Surtess (1906-1985), sin la menor duda, uno de los grandes directores de fotografía de la historia del cine. Ya había colaborado con Wise en la excelente La ley de la horca (Tribute to a Bad Man, 1956), entre otras muchas. Se le ponen a uno los pelos de punta al comprobar las películas que fotografió. Lo mismo para las que Carfagno decoró. Además, entre el elenco, distinguimos la figura del recientemente desparecido Joseph Turkel (1927-2022), como uno de los policías que aguardan la llegada del Hindenburg en el campo de aterrizaje de la estación aeronaval de Lakehurst, en Nueva Jersey.

Cuando la película se estrenó, lo hizo con un metraje reducido en unos veinte minutos. Nada que ver, por lo tanto, con la censura, como circula por ahí en otra de esas opiniones gratuitas, escritas sin ningún fundamento. Para posteriores reposiciones cinematográficas o exhibición en circuitos televisivos, el contenido se proyectó íntegro, aunque las partes añadidas quedaron, como es lógico, exentas del doblaje original, como siempre en España, de altísimo nivel, y siempre personal hasta bien entrados los años noventa, potenciador de las virtudes originales en nuestro idioma. No importa la carencia. La reciente edición en blu-ray recupera dichas imágenes -que algunos ya teníamos en video de anteriores pases televisivos-, con el añadido de la versión original o un nuevo doblaje (que aquí sí cobra sentido). Algo parecido le sucedió a Robert Wise cuando se estrenó la notabilísima Star Trek (Íd., 1979). El realizador no pudo rematar el resultado final, a causa de las prisas, más en lo referente al montaje que a los efectos visuales, de presurosa pero rotunda efectividad. Y por cierto que la maqueta del USS Enterprise reposa junto al modelo a escala del Hindenburg en el antedicho y colosal museo.


La aventura del Poseidón fue objeto de una segunda parte (también de un remake, o más bien, relectura, según tengo entendido, pero de este nada tengo que decir porque ni lo he visto ni me apetece verlo: el cine posterior a los noventa suele escapar a mi esfera de interés). La continuación se llamó Más allá del Poseidón (Beyond the Poseidon, Warner Bros., 1979). Siguiendo el orden cronológico establecido, la paso a comentar en último lugar.

Escrita por Nelson Gidding (1919-2004), recordemos, uno de los guionistas de Hindenburg, en torno a la secuela elaborada por el propio Paul Gallico, autor de la novela original, en Más allá del Poseidón encontramos un reparto igualmente atractivo y una partitura algo más abstracta e incidental, a cargo del siempre estimulante Jerry Fielding (1922-1980). Gidding, por cierto, ya había escrito para Robert Wise piezas como Quiero vivir (I Want to Live, 1958), La mansión encantada (The Haunting, 1963) o La amenaza de Andrómeda (The Andromeda Strain, 1971). O sea, que el guion no puede ser tan desastroso como se ha pretendido. Siguiendo con la buena racha, en la fotografía encontramos a un profesional del orden de Joseph Biroc (1903-1996), nada menos. La retahíla de nombres que van figurando por la totalidad de este artículo es abrumadora.

De la dirección se encargó esta vez Irwin Allen. Me resulta claramente inferior, no solo por el hundimiento del efecto sorpresa de que disponía la primera, sino por el tono de comedieta de alguno de los personajes. Pero tampoco es un producto tan desdeñable.

Un barquito comandado por el capitán Mike Turner (Michael Caine), parece que sí ha logrado lo que el transatlántico no pudo, seguir a flote. Es decir, sobrevivir al temporal y el maremoto que ha azotado la zona y al Poseidón. Y la idea no es desaprovechable.


Viajan con Turner su amigo y figura casi paterna, Wilbur Hubbard (el espléndido Karl Malden), y una cotorra, por lo que habla, que responde al nombre de Celeste Whitman (Sally Field, más en la línea dicharachera de Los caraduras [Someky and the Bandit, Hal Needham, 1977] que de Norma Rae [Íd., Martin Ritt, 1979]). Ellos son una especie de piratas modernos en pos de la prima de rescate del atribulado barco. El pez chico comiéndose al grande. Lo único que me interesa rescatar es lo que quepa en mis bolsillos, declara Turner. Su egoísmo se irá matizando, como suele ocurrir, a lo largo de la peripecia, debido a que Turner no resulta tan de piedra. No obstante, algo parecido piensa el capitán Stefan Svevo (Telly Savalas), que se une a esta expedición a la inversa, junto con otro nutrido elenco del interior del barco, del que destacamos al encargado de la bodega, Dewey Hopkins (el siempre bienvenido Slim Pickens), la enfermera Gina Rowe (Shirley Jones), el invidente Harold Meredith (Jack Warden) y su esposa Hannah (Shirley Knight, que ya había intervenido en Juggernaut), el capitoste Frank Mazzetti (Peter Boyle) y su hija Theresa (Angela Cartwright), que se siente atraída -no es para menos- por otro de los pasajeros del Poseidón, Larry Simpson (Mark Harmon). Todos ellos, miembros del grupo de supervivientes que, como digo, todavía pululan por los entresijos del transatlántico. Encarnados, como hemos podido comprobar, por actores de primera categoría.

Una de las ideas más atractivas de esta secuela radica en que, para salir del barco-prisión, antes ha habido que introducirse por él (por el mismo boquete que dejaron los anteriores supervivientes, con ayuda de la marina). Y aunque uno no puede dejar de preguntarse dónde cuernos están los equipos de rescate, que insisto, ya habían aparecido antes, no es menos cierto que la trama se desliza sobre cubierta con peligros añadidos para los protagonistas, con resultado ameno y llevadero. Justo cuando terminaba la anterior.


Así, entre lo más rescatable de este naufragio está la aparición del “botín”, a modo de un tesoro, en la cabina del sobrecargo, y que va menguando simbólica y materialmente a lo largo de la narración. También la separación en dos grupos, de intenciones no tan contrapuestas, aunque al final, el encontronazo de intenciones se haga forzosamente inevitable. Merced a una subtrama criminal que, por desgracia, deriva en un previsible desarrollo a tiros.

En el apartado de lo llamativo, la secuela tampoco resulta más amable en cuanto a la supervivencia de los protagonistas. Y se beneficia de la ya mencionada presencia del gran Telly Savalas (1922-1994).

Refrescante entretenimiento para el verano, en una época, los setenta, bien abonada para ello, aun sin la solidez y compostura de su antecesora, Más allá del Poseidón resulta simpática en su asumida ausencia de pretensiones. El hecho de que los protagonistas -los que sobreviven a tanto ajetreo- salgan con una mano atrás y otra delante, de igual modo que entraron, pero con otra perspectiva de las cosas, beneficia un relato que cumple con su rol de eficaz secuela. En definitiva, lo que ha de prevalecer siempre es el elogio y respeto a los creadores de ilusiones realistas, ejecutadas con los medios a su disposición, desde que el cine es cine.

Escrito por Javier Comino Aguilera


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