El hilo de la vida, en la mitología griega clásica, era competencia de las moiras (las parcas, en la mitología romana). Diosas tejedoras que podían conducirte a buen o mal puerto, y poner punto o broche final –según los casos- a tu existir. Al menos, en el presente plano de realidad. Los condicionamientos sociales, familiares y culturales, determinan en buena medida nuestro destino, caso de existir, así como nuestro libre albedrío. Para los espiritualistas, la vida material es una pugna entre ambos polos. Para Allan Hollinghurst (1954), el momento de nacer, el escenario, el carácter y las circunstancias… en definitiva, todo lo reseñado antes, conforma la personalidad y deriva de los seres humanos como protagonistas de nuestro destino.
En este sentido, es la trama clásica la que desfila por las páginas de El caso Sparsholt (The Sparsholt Affair, 2017; Anagrama, 2019), novela de carácter río que me ha gustado bastante. Río porque, pese a definirse en un solo volumen, muestra las distintas etapas de unos mismos personajes unidos por su condicionamiento social e identitario, en el transcurrir del tiempo.
La acción arranca en Oxford,
Inglaterra. Universidad de prestigio e indiscutible atractivo físico e
intelectual, cuyas raíces se pierden en el mismo tiempo. Con sus colleges, que albergan las residencias
estudiantiles. Alojamiento, comida, bibliotecas y actividades deportivas. Cada
año llega alguien nuevo. Esta vez, el foco de interés es el fornido y atractivo
David Sparsholt, que ha sido derivado de otro de los centros debido a la guerra
(Segunda Guerra Mundial, 1939-1945). Uno de los estudiantes de alcurnia, un
chico responsable y educado, Freddie Green, es el narrador de este segmento. Freddie
aún está definiendo sus inclinaciones, pero algunos de sus compañeros son
abiertamente homosexuales; si bien, nunca de
cara a la galería, sino entre ellos mismos. El único lugar donde se pueden
mostrar como son. Lo que no obsta para ser comedido y cortés: salvar las
apariencias es una cosa y ser antipático otra. Según comenta y se define
Freddie, para mí, un hombre es guapo si
viste bien (I: II).
Entre sus compañeros de estudios y
confidencias están el joven pintor Peter Coyle, y Evert Dax, de buena familia
(su padre es un reconocido escritor), soñador y afectuoso. De pronto, el futuro había cambiado para todos nosotros, y la ciudad
estaba impregnada de una sensación de transitoriedad y urgente presteza para no
se sabía exactamente qué (I: I). ¿No
advierten ustedes esa misma sensación, de que el mundo entero está cambiando?
No me refiero al hecho indiscutible de que lo haga siempre, sosteniéndose en
los parámetros de avance y tradición (cultura), dos formas complementarias -no
contrapuestas- de yin y yang, sino a un ideario impuesto más
allá del determinismo y, por supuesto, agresor del poco albedrío que nos queda
y se nos concede. La guerra está aquí y nos afecta. Aunque, lejos de culpar a
esta de todos nuestros males, nos hace ver nuestra falta de previsión. Pues
algo muy parecido sucedía en la época descrita.
Los mismos perros con distintos collares, como solemos decir. Una situación o encrucijada histórica en la que, de forma paralela, se desarrollan las fatídicas palpitaciones de atracción, e incluso amorosas. Como las provocadas por un encuentro fortuito en el ancestral patio (I: III). Pues hay cosas que nunca cambian.
Así, mostrando una clara identificación -transmigración- con los personajes jóvenes de este primer capítulo de la novela,
y con la sensación de que, en realidad, el tiempo no ha transcurrido y existen conflictos
y querencias que permanecen para siempre, por mucho que nos vistamos de forma
distinta (bastante peor ahora), Freddie prosigue su narración en forma de
diario (que no verá la luz hasta muchos años después). En aquella época, la mayoría nos habíamos aficionado a los discos;
teníamos pocos y los poníamos una y otra vez (I:
IV).
Su relato es tierno e inocente -que no
es lo mismo que ingenuo e inocentón- donde los modales y la buena educación son
basamentos de lo civilizado. De ahí nacen episodios tan agraciados y bien descritos
como el de Freddie y David Sparsholt, de guardia en la torre del campus (I:
VI),
la visita a un típico y oscurecido -por las restricciones- pub, con Evert y
Connie, la novia de David (VII), o el posterior
encuentro de Evert y David en dicho pub (I: IX).
Los comentarios interiores (me resisto
a llamarlos monólogos, resulta más frío), así como los diálogos directos entre los
personajes, constituyen el reflejo de conductas, sensaciones y desavenencias,
principalmente, del narrador protagonista, pero que se hacen eco de todo el grupo.
Establecen lo que dichos personajes piensan de forma sincrónica, o a
continuación de lo sucedido. Están muy bien hilvanados y demuestran lo
complejos que, en el día a día, podemos llegar a ser los seres humanos. Dicho
de otro modo, que podemos ser barridos por nuestros deseos y tormentos antes que
por la marea de las circunstancias históricas. Da fe el lenguaje elusivo y ambivalente
-más que ambiguo- con el que los chicos refieren su experiencia vital, su
identidad. Un lenguaje entre lo activo y lo pasivo. Donde el centro de atención
y objeto de deseo -cabe decir amoroso- es el atlético David Sparsholt. Hacerle creer algo sin expresarlo con
palabras era un juego cruel y retorcido (I: IX). El
acto sexual no es explícito en esta etapa de la historia y de la vida. De
hecho, cuando este se produce, existe una razón poco encomiástica para ello.
Basada en la mera –pero cabal- supervivencia.
A su vez, el veterano de guerra David,
que al contrario de otros compañeros de estudios, salió con bien de esta, pasa
bastante tiempo con su amigo Clifford Haxby, al igual que hacen las respectivas
esposas. Salen a navegar, disponen picnics… Las dos familias permanecen unidas.
Sin embargo, la hipocresía, no solo social, también personal, marca una
dramática vida interior de la que,
despierto, no daba muestra alguna (II: III). Hollinghurst
avanza sin sacrificar nunca su preciso sentido de la observación y el detalle.
Ese que enriquece la novela, alzándola del montículo de la habitual retahíla de
aburridas escabrosidades y epatantes obscenidades, contadas -no narradas- sin ton ni son dentro de la misma
temática, más centradas en lo explícito que en lo literario. Hollinghurst no
necesita echar mano de semejantes recursos. Es un escritor por encima de todo(s).
Ahora bien, a partir de aquí, se degrada el trato (no la literatura del libro). Emerge otra sociedad y relación entre las personas. De la brillantez formal del primer capítulo, pasamos a la vulgarización social de unas décadas posteriores que, pese a todo, fueron las que arrojaron luz a los colectivos -prefiero decir individualidades- que hasta entonces permanecían invisibles. Ya veremos que, no sin desventajas, como certifica Hollinghurst. Las bajas se cifran, principalmente, en esa pérdida de trato humano y su avanzadilla, la regresión del lenguaje y los modales. Que una cosa es ir con la verdad por delante -si tal cosa existe-, y otra ser un repelente grosero que presume de sinceridad.
El joven Johnny Sparsholt sigue siendo
portador de una disciplina interior y finura, para los demás y consigo mismo.
En su siguiente fase de la vida, convertido él mismo en pintor, la deriva del
destino hace que asista a una reunión de amigos, en las postrimerías de lo hippy y el advenimiento de lo chic, de caras desconocidas para él, que
poco a poco irán tomando forma en su decurso (III).
Allí está el ahora maduro Evert Dax, casi convertido en líder espiritual del grupo.
También Freddie Green (cuyo concurso, tan esclarecedor y agradecido en el
primer capítulo, pasa a un segundo término). La fecha se sitúa entre los años
1973 y 74. La fija el estreno televisivo de la popular serie Kojak (Íd., CBS, 1973-1974), según comenta
una de las asistentes a la fiesta. La precisa y minuciosa, sutil, descripción
de caracteres y escenarios, se sublima gracias al atento y observador Jonathan,
que ahora trabaja para un restaurador y galerista, en la Estación Victoria
(magnífico segmento), y después, asistiendo a una subasta (III:
V).
Londres en los años setenta |
En efecto, Johnny es un muchacho de sensibilidad especial (le gusta Mahler [1860-1911]), que se encuentra con fantasmas vivos del pasado de su padre. Es decir, Hollinghurst es lo suficientemente hábil como para dotarlo de una personalidad que lo distingue de los demás y no convertirlo en un estereotipo. Aunque lo pasará tan bien y tan mal como todo el mundo (su desconcierto en los tiempos por llegar será el de toda una generación).
De hecho, existen dos niveles de
lenguaje en la novela. El literario, de la narración. Bellamente expresado. Y
el oblicuo. El que subyace, el de los temas tabú que, poco a poco, capítulo a
capítulo, va emergiendo con expresiones y formas más directas. Aquello de lo
que entonces no se hablaba pero existía, se intuía y se valoraba en silencio, o
en la intimidad de los círculos más cercanos y “selectos”, los de la franca
amistad, queda expuesto sin cortapisas ni taparrabos lingüísticos. De la ley
del silencio a la del sofoco. Pero siempre, el imperio de los sentidos.
En el capítulo o apartado tercero,
existe un tercer nivel. El lenguaje de la constatación del paso del tiempo. En
concreto, el tránsito por la vida literaria del padre de Evert. El que en
décadas pasadas fue célebre autor en los círculos más intelectuales y
estudiantiles, escritor denso y
anticuado, pero en absoluto intrascendente, está medio olvidado, por no
decir completamente olvidado, en los años setenta. Casi desconocido para los lectores actuales (III:
III).
Una significación meta-literaria expuesta sin pedantería ni afán ampuloso de
estilo.
Destaco otro detalle sensible, de buen
escritor, con el que me sentí identificado. Las nuevas -e interesadas-
amistades de Jonathan, lo llevan a lugares de ambiente en el nuevo Londres, espacios
swingeantes pero relativamente cutres,
semi ocultos en los subsuelos de rigor, donde apenas se come nada y se bebe
bastante, para mantenerse, sino físicamente, anímicamente asténico, y donde el
joven y hambriento pintor está deseando tomar las escuálidas tapas de sus
desganados compañeros (III: VII). A todo
ello se une una acusada sensación de tristeza y soledad, al saberse manipulado.
Por el mundo no sensible.
En 1995 mucha gente permanece sola, pese a que se ha alcanzado un grado de interacción social más que evidente. He aquí la tragedia. Interacción frente a integración. En un entorno progresivamente tecnificado, procurarse una relación seria resulta cada vez más intrincado y doloroso. A Jonathan no le ha ido mal. Ha progresado como retratista, incluso se ha hecho un nombre, en continua pugna con el escándalo que se asocia al apellido de su familia, y mantiene una razonable y satisfactoria relación con otro hombre, Pat. Se sigue viendo con las mismas personas que conoció en la década de los setenta. Aunque ello implique cierto grado de consentimiento. Tuvo una hija, Lucy, de una relación pactada, y ahora pinta el retrato de un maduro preboste, George Chalmers (IV: III). Lo más interesante de los últimos dos capítulos de la novela, estriba en los reencuentros fijados emocionalmente por el pasar del tiempo. Serán los de David Sparsholt, de setenta y tres años, con su coetáneo Evert, que está perdiendo la memoria (IV: V). Y la forzada intimidad de los Sparsholt, padre e hijo (V: V), donde la línea argumental que a Jonathan le gustaría establecer parece que va a quedar postergada sine die.
En 2012, Jonathan Sparsholt vuelve a
sentir la soledad. Como una condena cíclica. Cercano a los setenta años, solo, en un mundo moderno cuyos estilos ya
hacía mucho que habían avanzado (V: I). Su
ocupación, bien remunerada, es ahora el retrato de familia de los adinerados
Miserdens. Lo que la sociedad ha ganado en tecnología y postureo, lo ha perdido
en empatía y compostura. La gente cada
vez entendía menos de música (V: I). Lo
rubrica el encuentro de Jonathan con un niñato acomodado y con la nariz pegada
al móvil indefinidamente. Incapaz de mantener la atención en nada más de
quince segundos (V: II).
Hice mención a un escándalo. El caso Sparsholt. A estas alturas resulta totalmente inocuo, pero no irrelevante para los que lo vivieron, porque de una manera u otra, llegó a alterar su discurrir vital, haciéndoles cambiar de andén o sendero sin haberlo planeado. Metáfora definitiva de un libro que no solo me ha gustado, sino que he paladeado (rincón por lo general ocupado por los clásicos del género que sea). Recomiendo igualmente sendas sagas de Elizabeth Jane Howard (1923-2014) y Mazo de la Roche (1879-1961). A todos ellos podemos considerarlos ya clásicos.
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