Todo autor es influido antes de influir sobre los demás. Pocos -si es que hay alguno- son los que crean por generación espontánea. Unos, más bien, sufren de combustión espontánea, resplandecen y se agotan -aunque esto no quiere decir que deban pasar al olvido-, y otros, saben poner cerco a su fogosa creatividad, manteniendo una carrera más calculada en sus pretensiones y más sostenida en su proceder. El realizador norteamericano Sam Peckinpah (1925-1984) pertenece, claramente, a la primera categoría (junto al grupo de los no olvidados, siquiera, de forma inconsciente).
Duelo en la Alta Sierra (Ride the High Country, MGM, 1962) fue la segunda película del director, tras la simpática y ya bastante personal Compañeros mortales (The Deadly Companions, Pathé, 1961). Su raigambre es enteramente clásica, en el sentido de que pertenece a una tradición fílmica que se moderniza con cada visionado.
Duelo en la Alta Sierra (Ride the High Country, MGM, 1962) fue la segunda película del director, tras la simpática y ya bastante personal Compañeros mortales (The Deadly Companions, Pathé, 1961). Su raigambre es enteramente clásica, en el sentido de que pertenece a una tradición fílmica que se moderniza con cada visionado.
Con esto no quiero decir que este western tildado de crepuscular (es decir, que relata las postrimerías de la era del oeste, o retrata a personajes maduros y desubicados) no contenga elementos constitutivos propios. En modo alguno. Aunque entre esos elementos se tienda la mano a un pasado cinematográfico e histórico forjador y sostenedor, en el que se encuadra la fotografía luminosa de Lucien Ballard (1904-1988). Una labor fotográfica bajo la que se agazapa el devenir de la naturaleza humana tan característica del género.
Más aún, los títulos de crédito de Duelo en la Alta Sierra se recrean en el paisaje. En un entorno noble e inmemorial, por el que habrán de desenvolverse los principales protagonistas de la historia, para identificarse con él, o renegar de lo acontecido (propio o compartido). Son las montañas de los viejos tiempos, como las califica y siente Gil Westrum (Randolph Scott); esto es, las de todo un género y las del pasado personal de los maduros protagonistas.
Esta forma de sentir ha de ver con esa característica desubicación de los personajes. No se trata, ciertamente, de un severo desarraigo, pero sí de cierta sensación de inadaptación, no solo por motivo la edad, como pudiera parecer a simple vista (las soluciones más obvias suelen ser las más reductivas), sino emocional (insisto, sea cual sea la edad), histórica e incluso moral: la honestidad es difícil de sostener en cualquier época. De este modo, tan desubicado se encuentra el agente federal Steve Judd (Joel McCrea), al parecer de los otros más que de él mismo, que comienza ocupando el espacio de un jinete de carreras en plena calle, en mitad de una competición festiva ¡entre varios equinos y un camello!
Pero su madurez no es sinónimo de fatiga, como bien pone de manifiesto el guión de N. B. Stone, Jr. (1911-1967) y el propio Peckinpah. Aún así, pese a que ambos personajes cuentan con una amplia experiencia, la sorpresa se puede colar de improviso por algún resquicio anímico.
Sin embargo, hay cosas que no cambian por mucho tiempo que haya transcurrido: lo han adivinado, el ser humano; es decir, la llamada del oro y la traición, o bien, la amistad y el arrepentimiento. Razón por la que la valentía de algunos nunca pasa de moda (plasmándose en algunas películas, así mismo, atemporales).
No en vano, parte de los acontecimientos descritos acontecen en el escenario de una feria… Has andado mucho sin llegar muy lejos, le dice un conocido, dueño del tiro al blanco (Victor Izay), a Judd. Peckinpah ilustra visualmente esta circunstancia al mostrar las mangas raídas y el uso de las gafas (esto último, en privado) del mal pagado agente federal.
El hecho es que el eficaz Steve ha sido contratado para recuperar y transportar a dicha población californiana un cargamento de oro. Su ex socio, Gil Westrum, no perderá la ocasión de atraerlo hacia el lado oscuro (o dorado) de la situación, en parte por codicia, en parte por haber sido vapuleado (léase, no muy bien remunerado) por la vida. En este aspecto se centrará su redención y la del joven impulsivo que le acompaña, Heck Longtree (Ron Starr). Pero no es la de Steve la disciplina más inflexible, Peckinpah maneja con acierto visual y narrativo la inclusión de una joven, Elsa Knudsen (Mariette Hartley), que escapa con el grupo ante la férrea tutela de su padre mormón (R. G. Armstrong).
Sean cuales sean las consecuencias, en el caso de Elsa, esta aprenderá a pensar por derecho propio, aunque siempre le queden a uno cosas por aprender. Primero, a no confiarse en exceso, y después, a confiar en sí misma, estableciendo diferencias y defendiéndose del maniqueísmo (proviene de un mundo en “blanco y negro”, sin contrastes u oportunidades de errar y poder desarrollarse). Y no tardará mucho en hacerlo, habida cuenta del mal comportamiento de su pretendiente Billy Hammond (James Drury). Diríamos que el bueno sale malo, y que el que parece trigo sucio se reforma. Así pues, de no ir a ninguna parte, la joven emprende un arriesgado viaje, física y emocionalmente (con la imagen terrible, aunque no exenta de compasión, del padre que permanece orando ante la tumba de la esposa fallecida: un plano que el realizador sabrá dotar de nuevo significado en el último tercio de la película).
En cuanto al resto de personajes, la amistad traicionada -incluso entre un matrimonio- es una constante en la filmografía de Sam Peckinpah (Pat Garret y Billy el niño [Pat Garret and Billy the Kid, 1973], Los aristócratas del crimen [The Killer Elite, 1975], Clave Omega [The Osterman Weekend, 1983], Perros de paja [Straw Dogs, 1971]…)
El típico y saludable encontronazo con la autoridad, esto es, con la mansedumbre del colectivo, tan característico de Peckinpah, se manifiesta, en esta ocasión, en la figura de los psicopáticos hermanos Hammond (L. Q. Jones, John Anderson, John Davis Chandler y Warren Oates), y en la del juez “de paz” que instruye en el poblado minero, a la sombra entrada en carnes de la madame de turno, llamada Kate (Jenie Jackson). Así sucede cuando el referido y beodo juez Tolliver (un estupendo Edgar Buchanan, por otra parte) oficia la deslucida pero “iluminativa” boda de Elsa, novia muy disputada.
El caso es que cuando no se pide experiencia se pide juventud, y así no hay manera. A lo largo del viaje de nuestros dos principales protagonistas, Judd y Gil, habrá tiempo de repasar lo que fue y lo que pudo haber sido, los antiguos amores, frescos en la memoria pero marchitos por la edad, aunque eso sí, jamás olvidados. Al agente de la ley y a su ex socio, incluso vistos como personajes de género, la sociedad les debe más de lo que les ha reconocido, aparte de todos los infortunios no retribuidos. Formando parte de ellos, destaca el enfrentamiento ético entre la honradez menesterosa y el provecho egoísta, auténtico duelo del relato. El otro, más previsible, pero planificado con la misma crudeza, acontece al regreso del rancho de Knudsen. De hecho, el mundo del oeste se sostiene gracias a dicha polaridad, aunque también por la complementariedad entre los jóvenes echados para adelante y los veteranos que saben volver la mirada hacia atrás. Ambos factores son imprescindibles en Duelo en la Alta Sierra.
Escrito por Javier C. Aguilera
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