Para el sábado noche (CIX): La última película y Texasville, de Peter Bogdanovich

02 septiembre, 2021

| | |
Mis primeros recuerdos relacionados con el cine tienen que ver con la imagen de Superman enderezando las vías de un tren, en la versión de Richard Donner (1930-2021). Fue en el Palacio del Cine de Granada, que luego pasó a convertirse en uno de esos entramados comerciales, como en tantas ciudades, Multicines Centro, ya muy alejados de lo que había sido, como su nombre indicaba, una auténtica residencia para el séptimo arte, con acomodadores, varios niveles de butacas y una cortina ceremonial. Sé que me llevaron al estreno de La guerra de las galaxias (Star Wars, George Lucas, 1977) un año antes, pero no guardo el menor recuerdo de ello. En cualquier caso, ¡por allí anduve!

Supongo que a todos ustedes les sucederá más o menos lo mismo, el título de la película es lo de menos, aunque esta guarde una inapelable y especial significación en nuestra memoria.

A los protagonistas de La última película (Last Picture Show, BBS-Columbia Pictures, 1971) les sucede algo parecido, aunque, como suele ocurrir, no serán conscientes de ello hasta bien transcurrido el tiempo. Un off cinematográfico que la película sabe evidenciar en sus pliegues, secuela al margen. Ello suponiendo que tales recuerdos les lleguen a importar o les permitan que, de vez en cuando, los asalten en la soledad de la mente.

Escrita por el realizador, Peter Bogdanovich (1939), y el escritor Larry McMurtry (1936-2021), en torno a la novela homónima de este último, de 1966, el proyecto tuvo en Bob Rafelson (1933) un buen productor -y salvavidas-, siendo Bogdanonivh, finalmente, el editor de la película (el nombre que figura en los créditos, Donn Cambern, es un alias). Aprovecho ahora para decir que la lastimosa práctica del redoblaje también se ha cebado en La última película. Caso de haberlas, las escenas que se añaden a la totalidad no deberían impedir el disfrute del resto del material sonoro. El asalto se muestra, como era de prever, mucho más crudo en las expresiones, pero más insulso; más impersonal y menos entrañable, o lo que es lo mismo, innecesario. Como fiel defensor del doblaje en español aconsejo la versión original (para los que no dispongan del doblaje clásico).

Retomo. Junto a los personajes de carne y hueso, La última película es el retrato del espacio que los contiene (como en el western); en este caso, una población del medio oeste, Wichita Falls, en Texas (EEUU), muy cerca de la frontera con México, y que se entremezcla con Archer City, la ciudad natal de McMurtry. Con su tonto del pueblo incluido: el joven Billy (Sam Bottoms), y una cierta figura paterna representada por el veterano Sam, apodado el León (Ben Johnson, ganador del OSCAR), que es el dueño de un barucho con billar, del que se encarga él mismo, un pequeño diner manejado con soltura por la perspicaz Genevieve Morgan (Eileen Brennan), y el cine de la localidad, regentado a su vez por Jessie Mosey (Jessie Lee Fulton).


En el pueblo se vive de la industria del petróleo. Diríamos que se huele y lo impregna todo; en su mayoría, los hombres trabajan como poceros. Es el futuro que les aguarda en la región, a ellos y a sus esposas; el mecanismo -sangre negra- que hace girar el resto del país, aunque Bogdanovich es lo suficientemente intuitivo como para no hacer un excesivo hincapié en este aspecto básico pero circunstancial a nivel narrativo. Basta con ver un par de cascos y algunos monos de trabajo o camisas manchadas.

Podría ser este cualquier pueblo de los que hemos conocido en nuestras peregrinaciones. Como un OVNI en medio de la nada, plantado en mitad del fértil desierto. Un entorno más rico que próspero.

Visto el espacio, vayamos con la cronología, que en la novela solo es contemplada de pasada. Peter Bogdanovich procede de igual modo. Esta se corresponde con el periodo de 1950 al 54, como manifiestan en la película las alusiones al presidente Harry Truman (1884-1972) o los pases cinematográficos de El padre de la novia (Father of the Bride, Vincente Minnelli, 1950), Arenas sangrientas (Sands of Iwo Jima, Allan Dwan, 1949), Winchester 73 (Íd., Anthony Mann, 1950) o Río Rojo (Red River, Howard Hawks, 1948). Seguiré atendiendo al aspecto temporal conforme vayamos avanzando. Regresemos de momento con los protagonistas. Son varios, aunque podemos decir que el hilo conductor se teje en torno al adolescente Sonny Crawford (Timothy Bottoms), o al menos, es con quien podemos sentirnos más identificados.

Ya es declarativo que Sonny conduzca un cacharro destartalado. Su mejor amigo es Duane Jackson (Jeff Bridges). Ambos acuden, junto al resto de sus compañeros, a la escuela secundaria de la zona, pero en el instituto lo mejor es dejar que pasen las horas y acaben las clases, antes de que estas acaben con uno. El tedio y el aburrimiento son el motor de las relaciones entre los jóvenes. Estas se concretan en el habitual desahogo de quienes no saben qué hacer para emplear el tiempo libre o son demasiado bisoños para disponer de amantes fijos. ¿Bisoños? No exactamente… La esposa del entrenador, Ruth Ropper (Cloris Leachman, segunda ganadora del OSCAR en esta película), tendría algo que contar al respecto (su marido muestra inequívocas tendencias hacia los chavales, tanto en la novela como en la adaptación, pero en esta última se trata de un aspecto tristemente descartado por motivos de metraje: Bogdanovich se refiere a ello en el documental que acompaña la edición en DVD).


El caso es que Ruth, más abandonada que seducida, inicia una relación amorosa con Sonny. Y empleamos el término amoroso en su amplitud. Lo que pasa es que un chaval de dieciséis años, salvo en casos excepcionales, aún no sabe comprometerse ni consigo mismo. Pero eso no obsta para que, por lo demás, este sea el único vínculo con vocación de profundidad -más que epidérmica- de toda la película, donde el despertar de los apetitos, cuya consumación se inicia cada vez a más temprana edad, desemboca en la desgana y el hastío antes o después. Así, en La última película, todos parecen necesitar compañía, sobre todo los que están con alguien. No me había fijado en lo feo que es este dormitorio, declara Ruth ante Sonny, cuando están a solas en su vivienda. Un locus amoenus para la desolación, donde pese a todo, reverdece la esperanza.

Pero como media, el entorno está anquilosado para jóvenes y adultos. A veces no parece haber diferencia, ambos segmentos generacionales van a llegar a lo mismo (como ponen de manifiesto las relaciones con el jornalero Abilene [Clu Gulager]).

Por eso es ilustrativo que la ligazón más profunda la mantengan dicho joven con una adulta. Hay otras, pero no pasan del revolcón en el billar o la piscina cubierta, donde los adolescentes muestran sus mejores armas. Evidenciar la desnudez se convierte así en un símbolo, además de un rito de iniciación, que abarca todo el periodo de la adolescencia (puede que más). En cuanto surge el fantasma de las relaciones responsables y duraderas, no sostenidas por un futuro cierto y confortable, la espantada (el ghosting) o el abierto rechazo campan a sus anchas por entre las sábanas. Respecto a dichas relaciones comprometidas, los jóvenes no saben qué hacer con ellas; y los adultos están cansados. Aquí es donde se nota más la mano de McMurtry, en su poética seca.


Si el olor puede ser el del petróleo o el de una hamburguesa de calidad media, el viento es el elemento visual que parece llevárselo todo por delante: el coche, la radio del coche, el asiento trasero o delantero, los nombres compuestos de raigambre campestre, el doctor Pepper y los pick up de 45 rpm… Una banda sonora nostálgica elaborada con canciones de la época, country y baladas (nada posterior al periodo retratado), acompaña a Sonny y Charlene Duggs (Sharon Ullrick), Duane y Jacy Farrow (Cybill Shepherd), Sonny y Jacy... Ella no vale toda la pena que le va a hacer pasar, declara Genevieve, la avispada conciencia animosa o Pepito Grillo del relato, magníficamente sostenida con cuatro gestos por Eileen Brennan (1932-2013).

Cuando la muerte asoma, aflora también el cultivo de provincianos tan insensibles como ese viento que azota regularmente la zona. Una tierra baldía a la que algunos permanecen anclados y donde se produce un acusado fenómeno cíclico: unos están condenados a permanecer y otros a partir (tal vez para regresar).

Algunas imágenes concentran esta diatriba. En un vago plano contemplamos a Sonny que a su vez vislumbra las debiluchas luces de la ciudad. Destaca además la escena de Sam, Sonny y Billy, confraternizando junto al lago. Haciendo el adulto algo que, como decía en un principio, parece el alma del relato, sin estar demasiado sujeta a las formas del mismo: recordar “los viejos tiempos”. La graduación estudiantil se produce en 1952, pero curiosamente -o no-, no es un momento relevante para ninguno; más bien un trámite. En 1953, el cine va a cerrar, no puede mantenerse el establecimiento. Pero siempre hay lugar para una última sesión, aunque pocas veces seamos conscientes de este postrero encuentro. Siempre es a proyector pasado.

Con Texasville (Íd., Nelson-Cine Source / Columbia Pictures, 1990), continuación oficial de La última película, me pasa que, los resultados dependen de si se toma por vía de la comedia o del drama. Porque los dos elementos unidos, como creo que se pretendía, no casan bien. Desafortunadamente. O al menos, la mixtura congela las sonrisas. Pero esta es una apreciación personal. Para mí, esta película queda muy por debajo de la precedente, aunque se pretenda una intensidad emocional equivalente. Eso sí, anticipa el desorden e inconcreción a nivel social y cultural que va a imperar a partir de los años noventa. Como fiel reflejo de esto, no tiene precio.

Bogdanovich especificó que la película era más caótica, menos estructurada, más fragmentada, más loca, más desesperada [que la precedente]. Hay algo intrínsecamente trágico en la mayoría de edad. Pero hay algo intrínsecamente divertido en una crisis de la mediana edad. Puede ser triste, pero no trágico. Creo que Texasville será más ligero en la superficie, pero abajo será aún más triste (Wikipedia). Estas palabras son, al margen de los resultados, una buena aproximación -declaración de intenciones- al contenido (fondo y forma) de la película.

Una nueva novela-continuación de Larry McMurtry está en el germen de Texasville (Íd., 1987). Era la primera vez que el escritor abordaba una secuela literaria con adaptación cinematográfica previa, puesto que McMurtry no se involucró, literariamente, en la correspondiente –y forzada- prolongación a La fuerza del cariño (Terms of Endearment, 1975; Paramount Pictures, 1983). En palabras de Bogdanovich, McMurtry declinó la intervención en este nuevo guión porque le aburre volver a una novela ya publicada, con lo que la escritura corrió a cargo del realizador en solitario. Qué conservar y qué dejar del libro, como en el caso anterior, se convirtió en la mayor dificultad, porque las estructuras narrativas de ambos formatos son complementarias pero distintas.


Más desesperanzada sí es, porque el horizonte de la juventud de los protagonistas, ese que no ofrece edad, se ha desvanecido. Duane (los personajes están interpretados por los mismos actores) ha contraído matrimonio, que es lo más cercano, etimológicamente, a advertir que ha contraído alguna enfermedad. Pero su esposa Karla (Annie Potts, que está estupenda), es resuelta y mordaz, un buen apoyo a pesar de las dificultades por las que atraviesan.

Lo cierto es que han conseguido una casa impresionante, pero como se suele decir, y qué. Siguen nadando en la “miseria”. La imagen inicial de Duane disparando por aburrimiento en su finca a una fastuosa casita del perro, concentra la apatía y decepción de los años transcurridos (arrastrados, más bien). Duane es un empresario en apuros, en fecha de julio de 1984.

En lo que concierne al espacio, la ciudad respira mejor, se ven zonas más amplias y parece haber mejorado su fisonomía. Al respecto, la película está filmada en color, por Nicholas von Sternberg (1951), hijo del famoso realizador Josef von Sternberg (1894-1969), y aunque esto no es aplicable más que en este caso y algunos más, la labor -talentosa- en blanco y negro de Bruce Surtees (1937-2012), vástago a su vez de otro gran cinematographer, Robert Surtees (1906-1985), acartonaba la anterior visualización, en un efecto obviamente intencionado. En la presente, la atmósfera se muestra más aireada, si bien, con un ambiente igual de cargado.

Otra buena línea de diálogo -por algo Bogdanovich conoce a los clásicos-, por la que se escenifica bien la relación matrimonial -además de estética- entre Karla y Duane, la hallamos cuando este le comenta que hace años que no te pones una camiseta que no tenga un letrerito. Difícil no confraternizar con él. De hecho, el personaje de Duane -su mirada y proceder- es el que va a vertebrar la película. De ser pieza coral en la anterior, estructura la nueva narración (lástima que no hubiera otra posterior).


Los hijos del matrimonio están echados o en proceso de echarse a perder. Son el guaperas carente de cerebro -lo que es un aprovechado en toda regla- Dickie (William McNamara), la adolescente consentida Nellie (Katherine Bongfeldt), y otros dos gemelos más pequeños, pero no menos dañinos, Jack y Julie (Jimmy Howell y Romi Snyder [sic]). Componen todo un cuadro familiar, un canto a la desestructuración, cuyo mejor acomodo serían los actuales centros educativos.

Porque si las relaciones familiares son un desastre, las íntimas constituyen una continua sorpresa. En esto, Bogdanovich sabe jugar con los tiempos, epatando al espectador cada vez que acomete una elipsis, por el mero procedimiento de cambiar de plano (nada de transiciones en negro o cortinillas). Las parejas, de la edad que sea, son intercambiables. Para que luego digan que Nueva York es la cima de la modernidad. Desatados los lazos familiares, las personalidades se encuentran perpetuamente insatisfechas, o cultivan el cortoplacismo. Pero aun estando así las cosas, los personajes son francos los unos con los otros. En realidad, la sinceridad parece un acto de terrorismo; cuando esta arranca, casi siempre es para atropellar a alguien. No obstante, como bien saben los habitantes de la película, y el espectador acaba por comprender, tener la piel dura es una cosa, y la insensibilidad otra muy distinta. Estos personajes basculan entre ambas posturas; todo es extremado en Texasville, las más de las veces por inoperativo. Subyace la frivolidad, en este sentido. Ese buscar -y no encontrar- el perfil ameno y desenvuelto de las comedias de antaño. Las que siempre perduran y no se petrifican en una determinada época o espacio. Sin embargo, uno no puede evitar pensar que, a pesar de resultar fallida, Texasville es una película mucho más arriesgada que otras más actuales con similar temática (incluyo las series sobre pueblos que se ahogan en su superficie). En su concepción de relato nihilista sobre la desilusión, resulta sin duda más entretenido y vistoso que La náusea (La nausée, 1938), del gurú Sartre (1905-1980). En esto, McMurtry lleva la delantera, a despecho de algún gag (el de los huevos que son arrojados a diestro y siniestro), más cercano a Porky’s (Íd., Bob Clark, 1981) que a Lubitsch (1892-1947). ¿Consecuencia de andar con las miras puestas en el intelectualoide y más funesto cine europeo?

Quizá por todo ello, como reflejo de ese estado de ánimo, que se completa con el regreso de Jacy a la localidad, no se sabe si de forma esporádica pero sí alteradora, después de andar residiendo durante décadas en Europa, Peter Bogdanovich convierte, o trata de convertir, el material, en comedia. Y algo de eso queda. Posiblemente, sea Texasville su película más abatida y deshilvanada, de entre su más que notable filmografía. Este perro es la única persona que me quiere de verdad, confirma Duane a Ruth Ropper, que ha venido siendo su secretaria.


La madurez trata de abrirse camino por entre los deseos más elementales, pero predomina la comedia de situación, el enredo sicológico que trata de desprenderse del fingimiento. Creo que el personaje emancipado y desenvuelto (a ratos cargante) de Jacy, camina por ahí, en clave de ingenio sofisticado de comedia clásica, pero sin alcanzar tal propósito. En el fondo, Jacy esconde el pesar por la pérdida de un hijo, en un estúpido accidente. En Texasville todo queda calculadamente esbozado, apenas entresacado de una conversación casual entre los protagonistas (uno de los aspectos más atractivos).

Y si mientras los personajes femeninos se activan, Duane, que es el masculino casi por omisión del resto (Lester Marlow [Randy Quaid] anda en crisis total y el pobre de Sonny ya está en manos más piadosas), permanece pasivo; o mejor dicho, pasivamente receptivo: la cámara nos lo muestra contemplando lo que sucede a su alrededor, en su familia y en el pueblo, sin apenas creer en lo que ve. Pese a ser parte integrante -o desintegrante- de los conflictos, da la sensación de que ha pasado demasiado tiempo tratando de consolidar y sacar su empresa adelante, con los quelque choses de rigor, en lugar de educando bien a sus descendientes, un atajo de malcriados insoportables del primero al último (el bebé se salva de momento, supongo), dentro de una más basta -con b- historia intrascendente de paletos.

Lo que queda claro es que no puede haber expiación sin clemencia, y eso parece que comienzan a entenderlo los protagonistas.

Si no estoy mal informado, Texasville sufrió del mismo mal que La última película y otras producciones de la historia del cine: en el momento de su estreno se estimó oportuno el recorte de una parte relevante de su metraje (al contrario de lo que sucede hoy en día, donde a muchas películas les sobra esa media hora por no aportar absolutamente nada). Tal vez con el montaje originalmente concebido, la narración de Texasville resultara más compensada, pero eso ya es algo que queda fuera de nuestro alcance.

Escrito por Javier Comino Aguilera

0 comentarios :

Publicar un comentario

¡Hola! Si te gusta el tema del que estamos hablando en esta entrada, ¡no dudes en comentar! Estamos abiertos a que compartas tu opinión con nosotros :)

Recuerda ser respetuoso y no realizar spam. Lee nuestras políticas para más información.

Lo más visto esta semana

Aviso Legal

Licencia Creative Commons

Baúl de Castillo por Baúl del Castillo se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported.

Nuestros contenidos son, a excepción de las citas, propiedad de los autores que colaboran en este blog. De esta forma, tanto los textos como el diseño alterado de la plantilla original y las secciones originales creadas por nuestros colaboradores son también propiedad de esta entidad bajo una licencia Creative Commons BY-NC-ND, salvo que en el artículo en cuestión se mencione lo contrario. Así pues, cualquiera de nuestros textos puede ser reproducido en otros medios siempre y cuando cuente con nuestra autorización y se cite a la fuente original (este blog) así como al autor correspondiente, y que su uso no sea comercial.

Dispuesta nuestra licencia de esta forma, recordamos que cualquier vulneración de estas reglas supondrá una infracción en nuestra propiedad intelectual y nos facultará para poder realizar acciones legales.

Por otra parte, nuestras imágenes son, en su mayoría, extraídas de Google y otras plataformas de distribución de imágenes. Entendemos que algunas de ellas puedan estar sujetas a derechos de autor, por lo que rogamos que se pongan en contacto con nosotros en caso de que fuera necesario retirarla. De la misma forma, siempre que sea posible encontrar el nombre del autor original de la imagen, será mencionado como nota a pie de fotografía. En otros casos, se señalará que las fotos pertenecen a nuestro equipo y su uso queda acogido a la licencia anteriormente mencionada.

Safe Creative #1210020061717