Para el sábado noche (CXIV): Tron, de Steven Lisberger

02 marzo, 2022

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Hoy los chiquillos juegan con sus móviles. En aquellos tiempos había que ir a los salones recreativos, un lugar de encuentro para jóvenes bulliciosos. Por supuesto que los sigue habiendo, como entonces podíamos jugar y maravillarnos en nuestras casas con la llegada del ordenador personal. Pese al tiempo transcurrido, recuerdo muy bien aquella época y aquellas sensaciones coloristas.

Tron (Íd., Walt Disney Productions, 1982) fue algo destronada por la crítica cinematográfica; no por los espectadores, principalmente los más jóvenes. De la secuela nada tengo que decir porque no la he visto, y en honor a la verdad, como casi todo el cine posterior a los años noventa, me interesa bastante poco. Por aquel entonces, lo que se temía, era que los efectos especiales acabaran por comerse, como el Pac-Man, el correcto desarrollo y plasmación visual de un guión; incluso, la forma clásica de narrar. No fue así. Aún habrían de transcurrir algunos años para que esto sucediera (no en todos los casos).

Eran, de momento, unos temores infundados, puesto que la película estaba muy bien, y la esencia del cine de ficción no se vio comprometida hasta la masiva llegada del irregular empleo de los efectos digitales, a veces, más fríos y adocenados que el cartón piedra de antaño, con detrimento del desarrollo psicológico de los personajes. Los presupuestos se abarataron, pero también la dimensionada escritura y el encanto de las bandas sonoras acabó por desaparecer. Con no muchas excepciones (Space Cowboys [Íd., Clint Eastwood, 2000], Misión a Marte [Mission to Mars, Brian de Palma, 2000]…).

Siempre me parecen ridículos y lamentables los comentarios que se refieren a unos “efectos especiales envejecidos”. No son cinematográficos. Y en esta revista electrónica procuro serlo. Es una forma de replicar y enfrentarse al lugar común, a la tiranía de la novedad. Aparte de que, por la misma “regla de tres”, es decir, si por naturaleza todo va a quedar trasnochado, lo que ahora contemplamos carece de valor (cinematográfico, se entiende).

Motos de luz versus el Ordenador Central. Esa parece la quintaesencia de la sorprendente Tron. El hombre frente a la máquina, aunque auxiliado por dicha máquina, es decir, haciendo buen uso de la misma. Así lo recuerdo y me resulta ahora, al volver a verla con objeto de efectuar este comentario conmemorativo. La premisa sigue siendo muy atractiva: ¿y si los personajes de los videojuegos fueran reales, y tuvieran una personalidad? (la que nosotros les transferimos, pero no por ello menos real).


Sark, al que el propio cerebro del ordenador describe como innecesariamente sádico (la elección del actor inglés David Warner [1941] es oportuna), actúa a modo de defensor autoritario de un sistema cuyo objetivo “oficial” es controlar las partidas ilegales (los hackers, aquí contemplados en sentido heroico). El villano Sark se dispone, una vez más, a interceptar un programa pirata que amenaza la hegemonía del Control Central. Los organismos que intervienen en la dinámica, auténtica inteligencia artificial, poseen sus capacidades y, como digo, su propia personalidad, en función de quien los ha creado. Ejemplo de ello son Crom (Peter Jurasik) y Ram (Daniel Shor), que aseguran al recién llegado -creado- Clu (Jeff Bridges), que cuando no sirves para nada más, te envían a los videojuegos; para ser destruido, en lo que es un claro y atractivo émulo de los antiguos juegos romanos, et alii. De ello se encargan los bits y unos “reconocedores” que son como los anticuerpos. Sin duda, unas asociaciones muy sugerentes, que no acaban aquí: el Control Central es el Gran Hermano.

En estas estamos, cuando el programador de ordenadores Kevin Flynn (Jeff Bridges), actuando como hacker, se cuela en el sistema, literalmente (es introducido, sería lo preciso). Los antivirus se ponen en marcha, solo que, en este caso, están liderados por el citado Sark, y un Control Central, que haciendo honor a su nombre, lo domina todo. De esta manera, el señor Ed Dillinger, ex ingeniero de computadoras y ahora director general de la compañía Encom, también posee su correlato en el mundo virtual (Sark). Dillinger se apropió del trabajo de Flynn, y este trata ahora de hallar la prueba que demuestre su autoría desde los propios entresijos. Una metáfora bien entretejida. El entorno Encom se nos muestra como un CERN a lo bestia. Haciendo acopio de los efectos especiales, a los que más tarde me referiré, la película muestra, precisamente, el peligro de una vida -las nuestras- controlada por los ordenadores. De lo que no se derivó el colapso del cine, que aquí aún se controla con sabiduría. Basta apreciar la puesta en escena y el desarrollo de la planificación y el montaje orquestados por un notable equipo, liderado por el nobel realizador -e ideólogo- Steven Lisberger (1951).

Junto a Flynn y su remedo Clu, coexisten otros personajes reales y virtuales. Así, el empleado de Encom Allan Bradley (Bruce Boxleitner) ha desarrollado el Proyecto Tron, un novedoso programa de seguridad, ajeno al poder del Control Central (o CCP). Un Control Central con delirios de grandeza, y megalómano como Colossus (Joseph Sargent, 1970). Pese a todo, los seres humanos siguen llevando la batuta (dentro y fuera de la pantalla). Pero, ¿por cuánto tiempo? La tecnología molecular traslada al principal protagonista al interior del ciber espacio, donde le esperan los émulos de los antedichos personajes.


De esta guisa, el profesor Walter (Barnard Hughes) y la joven Joey (Cindy Morgan), que trabajan en la idea de un transportador (como los de Star Trek [1966-1969] o La mosca [The Fly, Kurt Neumann, 1958]), esto es, en el traslado de la materia, también disponen de sus alter egos. El borrado del sistema es la muerte en este mundo virtual. Pero, ¿quién aprieta el botón, el usuario o el programa? A este respecto, Allan asegura que algunos programas comenzarán a pensar muy pronto. La interferencia de Allan en su trabajo es con Flynn, que fue despedido meses atrás, tras haberle sido arrebatado su trabajo, y que se afana en entrar en el sistema, aunque no de la forma en que va a hacerlo. Cuando Flynn se introduce finalmente en el mismo, el objetivo será conseguir el archivo que demuestre su aportación. En un simpático y referencial comentario, Allan asegura que a veces me gustaría volver a mi garaje. Su émulo Tron lucha por la libertad de los programadores, y consecuentemente, de sus criaturas, en la línea de Espartaco (Spartacus, Stanley Kubrick, 1960).

El escenario es un mundo cibernético indudablemente sugestivo y totalmente plausible, cuyos peligros habrá que sortear hasta llegar a la meta (los hay en forma de “pelota vasca” o con vehículos sobre una rejilla de competición). Esta pesadilla en forma de videojuego es auténtica: Flynn y sus colegas no humanos pueden morir. Y cuando digo no humanos no me refiero a carentes de humanidad. Pero el CCP se pasará de listo introduciendo al enemigo en casa.

En este factor humano ha de ver la música. Al frente de ella, Disney tuvo el acierto de poner a Wendy Carlos (1939), que proporcionó unas adecuadas sonoridades electrónicas sin perder de vista el elemento emotivo y sustancial. Una música que no renuncia a su parte orquestal, para una película muy especial y de significado a largo plazo. Carlos ya era conocido por sus trabajos para Stanley Kubrick (1928-1999). En las notas que acompañan a la banda sonora (CBS, 1982; Walt Disney Records, 2003), la compositora afirma que, frente a la idea de usar la orquesta para el mundo real y los sonidos sintetizados para el mundo virtual, se decidió por combinarlos, con lo que coros y sintetizadores fueron ensamblados, combinando novedosa y subliminalmente ambos espacios.

De este modo, la banda sonora es lo suficientemente estimulante y personal como para quedar en la retina y el oído. A ello añadimos momentos de realización inolvidables como la presencia de Walter / Dumont, el Guardián de la Torre (Input-Output), o la incorporación del elemento líquido, esa agua que sirve como recarga o alimento energético a los protagonistas.


La compañía Disney apostó por un proyecto tan innovador como arriesgado (no otra Guerra de las galaxias, para entendernos; esto ya lo había hecho con la simpática El abismo negro [The Black Hole, Gary Nelson, 1979]). Lisberger, creador de su propio estudio y pionero en los anuncios comerciales con efectos y animación, contó con la ayuda de profesionales como Syd Mead (1933-2019), Peter Lloyd (-) y la colaboración de Jean Giraud, Moebius (1938-2012) en el guión gráfico, el vestuario y el diseño de la aerodinámica nave solar. La proyección de contrastes (en fotografía original en blanco y negro), o las veinticuatro transparencias, y otros trucajes, para cada segundo de película con fotomontaje, dan una idea del enorme esfuerzo y tesón en la realización de esta película. Lo que conlleva mucho trabajo a mano, y no tan solo gráficos por ordenador. Un esfuerzo ímprobo… y una ímproba imaginación. Pero Tron deviene en hito, en un año mágico (1982), no solo por estas circunstancias técnicas, sino porque es capaz de demostrar que la emoción no está sujeta a limitaciones. Sí, el mundo puede que haya avanzado tecnológicamente, pero en una actual época de remakes inútiles, nuevos inquisidores (principalmente anglosajones), que deciden qué películas clásicas censurar (cancelar) y por qué motivos, y aparatosas urdimbres cortocircuitadas con superhéroes que sufren horrores, predomina una clara invitación a volver a acercarse a películas de rabiosa actualidad, a la esencia del cine más humano. Dentro del cual enmarcamos el género de ciencia ficción.

En este sentido, Tron es capaz de convertir la moderna tecnología en emoción y aventura. De igual modo que sabe combinar la acción por computadora con la animación más clásica. Y como antes especificaba, la planificación tradicional queda al servicio de una trama, seguramente sencilla (aunque no tanto como aparenta), destinada a un mundo fascinante que se nos abría. Un seductor recorrido y viaje alucinante al interior de un organismo que ya forma parte de nuestras vidas.

Escrito por Javier Comino Aguilera


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