Clásicos Inolvidables (CLXVIII): Tartufo, de Molière

19 marzo, 2022

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La hipocresía. Reviste distintas formas, pero casi siempre encuentra un caldo de cultivo en el que germinar y aposentarse. Se llama ignorancia y desinformación. Lo que conlleva el peligro de quedar encallados en algoritmos más propios de una secta que de una saneada democracia, y en brazos de una ingeniería social amparada por el capital de las dictaduras, cuya sombra cubre desde organismos mediáticos a cantautores con pretensiones cantamañaneras. Ya saben, información sexual, éxito garantizado. Y conservación del puesto también.

Y es que aquí se plantea un grave problema. ¿Cómo descubrir la falsedad que habita en forma de verdad, sin los suficientes elementos de juicio? Si la información se nos oculta o tergiversa, ¿cómo ver la luz al final de cada túnel? La respuesta parece clara, no profesando ciegamente en dicha Verdad. Con mayúsculas, y en oposición a la que se escribe con minúsculas, de la que cada uno de nosotros somos portadores. Una verdad esta más accesible y menos difícil de determinar. Leer ayuda.


El teatro era la diversión de moda en el siglo XVII. A veces se contaba con la protección de algunos nobles. Pero quien cortaba el bacalao solía ser el autor. Ya he comentado en otras ocasiones cómo no debemos poner como excusa el hecho de que un artista vea mermadas sus posibilidades por el hecho de estar al servicio de un mecenas o patrón (o estudio cinematográfico).

El año en que se hace actor, Jean-Baptiste Poquelin (1622-1673) adopta el sobrenombre de Molière. A partir de ahí comienza su andadura personal en lo que Calderón (1600-1681) definió como el Gran Teatro del Mundo. Valiéndose de su experiencia actoral y empresarial, por lo general itinerante, pronto desarrolla el joven Molière un nuevo tipo de comedia satírica. Algo de lo que hizo su “fuerte” profesional, por encima de la representación de obras con acento más trágico. Otras compañías las representaban con ahínco (muchas de ellas, por cierto, extraídas de muchos argumentos de autores españoles). De este modo, se cumplía con el axioma clásico de que hacer reír es más difícil y saludable que hacer llorar. De la comedia a la italiana, Molière pasa a la sátira. De este modo, los vicios y las máscaras quedan pronto expuestos cual vergüenzas para deleite y estupefacción de propios y extraños, habitantes de cualquier siglo. Aquello que se oculta detrás de la retórica, política sin ir más lejos. O mejor aún, propagandística. Qué actual nos resulta.

Molière leyendo Tartufo, de N. A. Monsiau
Tartufo (Tartuffe, Cátedra, letras universales, 2000) es una de las obras más representativas de Molière. Compuesta y estrenada en 1664, no será hasta cinco años más tarde que se podrá representar con total libertad y sin cortapisas ideológicas. Como antes he anticipado, manejo la traducción y edición de Encarnación García Fernández (-) y Eduardo J. Fernández Montes (-) para Cátedra, pero existen otras, imagino que igualmente recomendables.

Los posibles modelos y situaciones que derivaron en Tartufo y pudieron inspirar a Molière, quedan muy bien expuestos en la introducción de la edición que comentamos (en el apartado Los devotos y el Tartufo). Con ello define y compone nuestro autor un personaje-tipo que en la actualidad ha pasado de los altares de la religión a los altares de la política. Exacerbado reflejo de algunas de las malas costumbres de la época y, por consiguiente, de cualquier época. En su obra, Molière gusta de juzgar a las personas por sus actos, no por sus ideas, aun siendo muy consciente de que dichas ideas determinan los actos. Sincronicidad. Su crítica se dirige a los falsos devotos de cualquier ámbito, en este caso, los rigoristas de la religión, o aquellos que se aprovechan de su cargo para su egoísta beneficio social y económico. Un tema que será recurrente en la historia de la literatura bajo mil y un ropajes, en su condición de espejo atemporal donde se mira el ser humano (sin apenas reconocerse).


Los personajes principales de la obra quedan como sigue. El cabeza de la familia protagonista es el burgués Orgón, siendo Elmira su segunda y actual esposa, y Cleanto el hermano de la primera (se supone que fallecida). La madre de Orgón es la rígida madame Pernelle, poco menos que conservada en alcanfor. Los hijos del primer matrimonio, Damis y Mariana. Valerio, el prometido de la chica, y Dorina, la espabilada e intuitiva doncella. Queda el elemento ajeno, extra familiar, Tartufo, amigo y consejero de Orgón, al que este ha instalado en su propia casa, casi diríamos que en su corazón. Tras un primer acto de presentación y ubicación, Orgón determina casar a su hija con Tartufo, al que cree libre de polvo y paja, honesto y leal (Acto II: escena I). Hasta que Elmira le pone una trampa al entrometido y oportunista Tartufo, en lo que podemos considerar la pièce de resistance de la obra (III: III). De hecho, Orgón le ha venido dando al arribista todo lo que ha pedido (III: VII), bajo la coartada de una ideología y el temor a su incumplimiento. Lo que poco menos equipara a Orgón con un obcecado votante a pie de urna.

En este sentido, el puntal de la familia parece mentalmente anulado, precisamente por someterse a aquello que ve. Y lo que cree, en función exclusivamente de lo que ve: una sutil dependencia estructural, bajo el andamiaje del cristianismo o, insisto, cualquier otra ideología de corte más materialista. En efecto, Orgón apenas posee intuición. Así lo detecta Cleanto en la primera escena del acto quinto. Sin embargo, lo patético se entrelaza con lo cómico en los sucesivos actos de la obra. Al igual que en la vida. El desenmascaramiento del impostor (IV: V y VI), será para Orgón toda una revelación. Como una epifanía.

No obstante, en el referido quinto y último acto, Tartufo parece disponer de un as en la manga. Del que parece formar parte la abducción de la señora mayor de la casa, madame Pernelle. En su defensa ciega de Tartufo, insiste en que morirán los envidiosos, jamás la envidia, feliz aserto, sino fuera porque lo dirige hacia los demás y no a sí misma.

Representación de la obra
Nada más peligroso que el advenimiento de un falso mesías. Según hace ver madame Pernelle desde un principio, Tartufo se encuentra allí para enderezar nuestras almas descarriadas, en un sentimiento de culpa original (I: I). Como réplica, el personaje de Cleanto reflexiona de cara a los espectadores y concluye que los hombres, en su mayoría, están hechos de extraña manera (I: V).

Buen golpe de escena es el hecho de que se comience a hablar de Tartufo en la obra, de su naturaleza y visibles intenciones (también de las invisibles, por parte de Cleanto, Dimas y Mariana), mucho antes de que este aparezca en escena. Se ha creado una inquietud y expectación por conocer a dicho personaje, todo un rey de Roma que por la puerta grande asoma.

Incómoda pieza maestra que seguirá teniendo vigencia mientras existan los rigoristas y falsos devotos, hombres de mala fe, sea cual sea su creencia e ideología, como advierten con acierto los editores (Introducción), Tartufo acomete este striptease del buenismo bajo el signo imperecedero del humor, esa sátira a la que antes aludíamos y que cuando está bien entretejida, nunca resulta tan grotesca como la realidad. Por algo, los hombres han necesidad de diversión, como reclama el propio Molière desde el prefacio de su obra.

Escrito por Javier Comino Aguilera


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