El autocine (XCV): Solo ante el peligro, de Fred Zinnemann

12 marzo, 2022

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Que a una persona la pueden dejar aislada resulta algo plausible. Y curiosamente, a un nivel de colectivo más que de individuos, puesto que el comportamiento replegado de unos convecinos, puede dar lugar a un miedo tan cerril como grupal, es decir, amparado en los otros.

También es irrefutable el hecho de que existen monomaniacos, personalidades alteradas que, de forma no menos sorprendente, se las apañan para acabar casi siempre dentro del ámbito de la política, atalaya desde la cual se puede dominar a los demás. Cumplir con la ley sigue siendo una entelequia tácita: cuando algo no conviene al desaprensivo, la ley se cambia. Pero existe otra ley natural, dependiendo de los redaños, que es aún más difícil de sobrellevar, la que atañe a uno mismo (por no irnos a otras alturas menos tangibles). A eso es a lo que se enfrenta Gary Cooper (1901-1961) en Solo ante el peligro (High Noon, United Artist, 1952).

La película, una producción del avezado Stanley Kramer (1913-2001), con actores sobresalientes, es una ventajosa adaptación por parte de Carl Foreman (1914-1984), del relato The Tin Star (1947), obra de John W. Cunningham (1915-2002). Recordemos que Foreman es responsable, así mismo, de los libretos de El ídolo de barro (Champion, Mark Robson, 1949), El puente sobre el río Kwai (The Bridge on the River Kwai, David Lean, 1957), junto a Michael Wilson (1914-1978), o Los cañones de Navarone (The Guns of Navarone, J. Lee Thompson, 1961).

La adaptación cinematográfica cuenta, además, con la fotografía del veterano Lloyd Crosby (1899-1985) y una edición ejemplar a cargo de Elmo Williams (1913-2015); y no me refiero solo al hecho de que estemos ante una producción de modesto presupuesto. Ello no implicaba el hacer un mal trabajo con dicha fotografía y montaje. La música ya era otro cantar, aunque aquí resulta igual de memorable, al encargarse de ella Dimitri Tiomkin (1894-1979). La balada central, interpretada por Tex Ritter (1905-1974) se hizo muy conocida en todo el mundo, como, pongo por caso, la composición de Victor Young (1900-1956) para Johnny Guitar (Íd., Nicholas Ray, 1954). No me abandones, debo enfrentarme a un hombre que me odia. No habrá paz hasta que haya matado a Frank Miller, reza la letra de la canción.

Así, una comunidad apacible puede verse perturbada por partida doble, por unos matones y por su propia cobardía. No basta con santiguarse y esgrimir aquello de el Señor proveerá. Lo quiera o no, conviene saber defenderse. Lo estamos viendo a nivel de naciones (lo que incluye la heroicidad de otros grupos mucho más resueltos y con las ideas no embadurnadas). De hecho, la paz siempre suele ser relativa, o como dijo Winston Churchill (1874-1965), consecuencia de la guerra. Para Miguel de Cervantes (1547-1616), las armas tienen por objeto y fin la paz, que es el mayor bien que los hombres pueden desear en esta vida (Don Quijote de la Mancha, I: XXXVII). De modo que hay que saber preservarla con algo más que bellas palabras, ya que, de lo contrario, esta se convierte en mero espejismo y decadencia. Acostumbrarse a vivir bien resulta deseable y hasta inevitable, pero puede hacernos perder de vista esta verdad incómoda acerca del ser humano. Por eso, la película dirigida por Fred Zinnemann (1907-1997), que sabía bien de traslados y ostracismos, continúa siendo tan moderna.


Es el día de la boda del sheriff de Hanleyville (en realidad marshal, pues posee una mayor autoridad, al menos de iure), Will Kane (Gary Cooper, soberbio como siempre en su apostura minimalista), con Amy Fowler (Grace Kelly). Los contrayentes se ven prontamente separados, por las circunstancias y, en consecuencia, la postura que adopta cada uno.

En efecto, este feliz acontecimiento coincide con la incursión en el pueblo de unos renegados que esperan la llegada de su líder. Y como las desgracias no vienen solas, también con la jubilación de Will de su cargo (a partir de ahora se dispone a regentar una tienda).

Ciertamente, a todos nos ha de llegar la hora, pero mejor es decidirlo uno mismo que los demás, si tal es el caso. Sobre todo, si se trata de desalmados.

La cuestión es que la ley ha indultado al matón Frank Miller (Ian McDonald), y este se dirige de nuevo al pueblo, donde ha dejado huellas de todo tipo, físicas y sentimentales. Se le espera en el tren de las doce. En la estación le aguardan sus secuaces Pierce (Robert J. Wilke), Colby (Lee Van Cleef), y su hermano Ben (Sheb Wooley). Will Kane fue quien lo envió a prisión. Indultado no se sabe cómo (ejemplos no faltan en la actualidad), el marshal tan solo cuenta con la potencial ayuda de su subalterno Harvey (Lloyd Bridges), que se muestra desdeñoso por no haber sido designado para ocupar el puesto de su jefe, ahora que este lo dejaba.

Will puede eludir su responsabilidad. Se acaba de casar y se dispone a partir con Amy. Pero a la salida del territorio que ha protegido hasta entonces no se muestra muy satisfecho; está preocupado. Yo jamás he huido ante nadie, declara a Amy. Ella no le apoya. Al estilo de las damas pusilánimes casadas con policías que ponen como excusa el trabajo de su marido y el peligro que conlleva, como si este no fuera lo bastante heroico (uno de los recursos de guión más habituales y chapuceros). Pero en este ejemplo, veremos que Amy posee sus propias razones, que habrá de permutar casi sobre la marcha.


El guion está modélicamente hilvanado. Transcurre a tiempo real. Poco más de una hora es lo que resta para la llegada del tren, ergo de Frank Miller. Para Will, ser un héroe consiste en cumplir con su responsabilidad (gran lección), como trata de explicarle a la afligida -pero pertinaz- consorte. El individuo frente a la fuerza bruta de la manada y la cobertura que proporciona el repliegue del colectivo. Los caracteres quedan muy bien expuestos por Carl Foreman. Sortea los estereotipos. Buen ejemplo de ello es la dueña del salón, Helen Ramírez (Katy Jurado), personaje con fuerza, determinación y atractivo. Todos los personajes son portadores de una historia, incluso la joven Amy.

Entre tanto, Will trata de conseguir ayuda. No lo logra. Esa voluntad y arrojo no la muestra el ayudante Harvey, escocido, como se ha dicho, por no haber sido elegido para ocupar el espacio profesional y social de Will, y sentirse un segundón incluso en su relación con Helen (antes pareja de Will). No quiero comprar tu ayuda, le dice el marshal. Incluso el juez de Hanleyville (Otto Kruger) se marcha. Mientras, los facinerosos esperan ansiosos en la estación de tren. Estos delincuentes resultan ser bastante populares entre algunos miembros de la población, como los comerciantes. Por paradójico que pudiera resultar, no sería la última vez que esto pasara.

De este modo, para un número de personas, el enfrentamiento en ciernes es poco menos que un espectáculo digno de verse. Como estar delante del televisor o el móvil. Los sermones entonados en la iglesia resultan más hipócritas que de costumbre (la doble moral protestante), propios de una comunidad enfocada exclusivamente a lo práctico: el punto de vista crematístico. Sus cantos son un bálsamo falso. De hecho, el pastor (Morgan Farley) recrimina a Will el no haberse casado en su iglesia. Al punto de organizarse un debate en el recinto sagrado (¿violado?), donde el mayor daño lo hace el demagogo de turno, que no en vano, es el alcalde de la localidad, Jonas Henderson (Thomas Mitchell). Los parroquianos se pasan el muerto unos a otros. Solo que el muerto aún no lo está.


Pero el que no perdona es el tiempo, que aunque suele pasar volando, a veces pesa como una losa, por corto espacio que sea. A Will solo le procuran ayuda el adolescente Johnny (Ralph Reed) y un viejo tullido, Jimmy (William Newell). El asistente Herb (James Millican), que se ofreció el primero, dará marcha atrás ante la posibilidad real de verse vestido con madera de pino. La charla de Will con su mentor en el cargo, Martin (Lon Chaney Jr.), en su casa, es ilustrativa a este respecto. Como lo es la imagen de un Harvey que, sentado en un bar, contempla a Will avanzar con decisión por la arteria principal de Hanleyville. Solo ante el peligro lega, además, otras imágenes y situaciones admirables, como el momento en el saloon donde ante la pregunta qué respondéis, que Will lanza a sus conciudadanos, estos guardan un elocuente silencio. Ello conlleva el darse cuenta de quiénes son los que hasta ahora han pasado por tus amigos. Una oportuna caída del caballo.

Podemos añadir, como curiosidad, la breve intervención de Jack Elam (1920-2003) como el borracho del pueblo, que rumia su mona en el interior de una celda. Y por supuesto, el plano con grúa que ilustra la soledad de Will, justo antes del enfrentamiento final, estupendamente filmado.

Si todo esto no conforma una obra notable, no sé qué puede hacerlo. La película fue despreciada por algunos realizadores afines al género. No comprendo qué les pudo molestar en realidad. Que el protagonista solicitara ayuda y no se enfrentara solo a los malhechores desde un principio. Que finalmente quedara solo. O que alguien tuviera una buena idea y ensanchara los límites del género. Lo que para mí queda claro es que Solo ante el peligro es el excelente western de un director menospreciado, y de un equipo artístico y técnico magnífico. Y ya que de coexistencia hemos hablado, no veo por qué Solo ante el peligro no ha de convivir en el olimpo de las demás piezas maestras del género.

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