De entre todas las adaptaciones de la novela de Julio Verne (1828-1905) Viaje al centro de la Tierra (1864), la presente sigue siendo la mejor, lo que demuestra por enésima vez que disponer de medios digitales no es garantía intrínseca de un buen resultado cinematográfico.
Dejando al margen la entrañable y más que curiosa versión llevada a cabo por nuestro Juan Piquer Simón (1935-2011), lo cierto es que continua siendo muy grato volver a ver Viaje al centro de la Tierra (Journey to the centre of the Earth, 1959) de Henry Levin (1909-1980), realizador que suele recordarse casi exclusivamente por esta obra, aunque fuera responsable de otros trabajos tan apreciables como El maravilloso mundo de los hermanos Grimm (The wonderful world of the Brothers Grimm, 1962) o Genghis Khan (1965). Más prestigio tiene el director de fotografía Leo Tover (1902-1964), firmante de títulos como La melodía de la vida (Symphony of six million, 1932), La octava mujer de Barbazul (Bluebeard’s eighth wife, 1938), Si no amaneciera (Hold back the down, 1941), Callejón sin salida (Dead reckoning, 1946), Una mujer en la playa (The woman on the beach, 1947), La heredera (The heiress, 1949), Ultimátum a la Tierra (The day the Earth stood still, 1951), Los implacables (The tall men, 1955) o Fiesta (The sun also rises, 1957), más la presente Viaje al centro de la Tierra. No está pero que nada mal.
La acción de la novela se traslada al bello Edimburgo de 1880. Los pocos cambios efectuados no alteran el espíritu del original de Julio Verne. El más vistoso se refiere a la incorporación del –inevitable- personaje femenino en la trama, aquí la resuelta Carla Göteborg, encarnada estupendamente por Arlene Dahl. Su personaje es interesante, porque además de añadir unas notas divertidas sobre la “lucha de sexos”, se trata de la reciente viuda de un rival del profesor Lindenbrook (espléndido James Mason, como de costumbre).
Este Lindenbrook -en su grafía del inglés de Escocia-, es impulsivo, no posee un excesivo don de gentes, aunque se muestra coqueto, es abstraído y está fatalmente interesado por todo aquello que lo rodea; más que por los asuntos domésticos (lo que parece incluir a su sobrina). Entiende de química, y al igual que el Lidenbrock del libro, habla varias lenguas.
El profesor es recibido al son del Gaudeamus Igitur (Alegrémonos pues), el himno universitario por antonomasia, tras recibir el honor de una encomienda. Este reconocimiento de alumnos y colegas (¡sin dedicarse a la política!), certifica su dedicación y entusiasmo por las disciplinas que imparte (para entendernos, se trataría de un gran especialista en la materia, además de un buen docente, cualidades no tan fáciles de encontrar). Pues bien, será en este momento cuando el profesor reciba el más extraordinario regalo de la mano de un aventajado -y algo pelotillero- alumno, Alec (Pat Boone): un singular fragmento de lava.
De ese modo, junto a Alec, el profesor viajará acompañado de Carla y de un fiel guía islandés, Hans (Peter Ronson), que al igual que en el original, se dedica al comercio de plumas de ave. Proponiendo una bien sostenida trama “policiaca”, los exploradores serán seguidos muy de cerca por un descendiente del explorador Arne Saknussem, el conde Saknussem (avieso Thayer David), lo que proporciona el divertido episodio del secuestro de Lindenbrook y su alumno, en el que el profesor podrá ejercer sus dotes como políglota. Más tarde, en inolvidable ritual, los exploradores podrán iniciar su descenso por el volcán Sneffels Yokul de Islandia, el último día de mayo.
Gracias al empleo del scope, se extrae el mejor partido a unos decorados notables, y se proporciona un sentido físico al encuadre. Por ejemplo, cuando Alec toma el camino equivocado. Y es que el decorado ha de ser necesariamente un protagonista fundamental del relato. La aparición de formas geológicamente caprichosas, los pozos fosforescentes o los abismos insondables, son el anticipo de otros momentos maravillosos, como el descubrimiento de los restos de la Atlántida (el otro gran “añadido” de la película), el bosque de setas o el mar subterráneo, que alberga la unión de fuerzas magnéticas que indican el centro de la tierra.
Y como señales del paso del hombre por ese otro mundo, las muescas del explorador Saknussem acompañan a estos nuevos habitantes prácticamente desde el inicio del viaje.
Como muchos aficionados saben, la película se beneficia de una memorable partitura del gran Bernard Herrmann (1911-1975), que emplea el arpa y el órgano (en el episodio de Atlantis), para ofrecer uno de sus más estimulantes trabajos.
Entre lo momentos anteriormente señalados, no podemos pasar por alto una imagen convertida en icónica por el posterior Indiana Jones, pero que tiene su antecedente aquí: la de los personajes huyendo de una gran piedra rodante. Por no hablar de la loable labor de los técnicos, convirtiendo unos lagartos en dimetrodones, e insertándolos en la imagen, con el mayor realismo que les era posible.
Dejando al margen la entrañable y más que curiosa versión llevada a cabo por nuestro Juan Piquer Simón (1935-2011), lo cierto es que continua siendo muy grato volver a ver Viaje al centro de la Tierra (Journey to the centre of the Earth, 1959) de Henry Levin (1909-1980), realizador que suele recordarse casi exclusivamente por esta obra, aunque fuera responsable de otros trabajos tan apreciables como El maravilloso mundo de los hermanos Grimm (The wonderful world of the Brothers Grimm, 1962) o Genghis Khan (1965). Más prestigio tiene el director de fotografía Leo Tover (1902-1964), firmante de títulos como La melodía de la vida (Symphony of six million, 1932), La octava mujer de Barbazul (Bluebeard’s eighth wife, 1938), Si no amaneciera (Hold back the down, 1941), Callejón sin salida (Dead reckoning, 1946), Una mujer en la playa (The woman on the beach, 1947), La heredera (The heiress, 1949), Ultimátum a la Tierra (The day the Earth stood still, 1951), Los implacables (The tall men, 1955) o Fiesta (The sun also rises, 1957), más la presente Viaje al centro de la Tierra. No está pero que nada mal.
La acción de la novela se traslada al bello Edimburgo de 1880. Los pocos cambios efectuados no alteran el espíritu del original de Julio Verne. El más vistoso se refiere a la incorporación del –inevitable- personaje femenino en la trama, aquí la resuelta Carla Göteborg, encarnada estupendamente por Arlene Dahl. Su personaje es interesante, porque además de añadir unas notas divertidas sobre la “lucha de sexos”, se trata de la reciente viuda de un rival del profesor Lindenbrook (espléndido James Mason, como de costumbre).
Este Lindenbrook -en su grafía del inglés de Escocia-, es impulsivo, no posee un excesivo don de gentes, aunque se muestra coqueto, es abstraído y está fatalmente interesado por todo aquello que lo rodea; más que por los asuntos domésticos (lo que parece incluir a su sobrina). Entiende de química, y al igual que el Lidenbrock del libro, habla varias lenguas.
El profesor es recibido al son del Gaudeamus Igitur (Alegrémonos pues), el himno universitario por antonomasia, tras recibir el honor de una encomienda. Este reconocimiento de alumnos y colegas (¡sin dedicarse a la política!), certifica su dedicación y entusiasmo por las disciplinas que imparte (para entendernos, se trataría de un gran especialista en la materia, además de un buen docente, cualidades no tan fáciles de encontrar). Pues bien, será en este momento cuando el profesor reciba el más extraordinario regalo de la mano de un aventajado -y algo pelotillero- alumno, Alec (Pat Boone): un singular fragmento de lava.
De ese modo, junto a Alec, el profesor viajará acompañado de Carla y de un fiel guía islandés, Hans (Peter Ronson), que al igual que en el original, se dedica al comercio de plumas de ave. Proponiendo una bien sostenida trama “policiaca”, los exploradores serán seguidos muy de cerca por un descendiente del explorador Arne Saknussem, el conde Saknussem (avieso Thayer David), lo que proporciona el divertido episodio del secuestro de Lindenbrook y su alumno, en el que el profesor podrá ejercer sus dotes como políglota. Más tarde, en inolvidable ritual, los exploradores podrán iniciar su descenso por el volcán Sneffels Yokul de Islandia, el último día de mayo.
Gracias al empleo del scope, se extrae el mejor partido a unos decorados notables, y se proporciona un sentido físico al encuadre. Por ejemplo, cuando Alec toma el camino equivocado. Y es que el decorado ha de ser necesariamente un protagonista fundamental del relato. La aparición de formas geológicamente caprichosas, los pozos fosforescentes o los abismos insondables, son el anticipo de otros momentos maravillosos, como el descubrimiento de los restos de la Atlántida (el otro gran “añadido” de la película), el bosque de setas o el mar subterráneo, que alberga la unión de fuerzas magnéticas que indican el centro de la tierra.
Y como señales del paso del hombre por ese otro mundo, las muescas del explorador Saknussem acompañan a estos nuevos habitantes prácticamente desde el inicio del viaje.
Como muchos aficionados saben, la película se beneficia de una memorable partitura del gran Bernard Herrmann (1911-1975), que emplea el arpa y el órgano (en el episodio de Atlantis), para ofrecer uno de sus más estimulantes trabajos.
Entre lo momentos anteriormente señalados, no podemos pasar por alto una imagen convertida en icónica por el posterior Indiana Jones, pero que tiene su antecedente aquí: la de los personajes huyendo de una gran piedra rodante. Por no hablar de la loable labor de los técnicos, convirtiendo unos lagartos en dimetrodones, e insertándolos en la imagen, con el mayor realismo que les era posible.
Escrito por Javier C. Aguilera
0 comentarios :
Publicar un comentario
¡Hola! Si te gusta el tema del que estamos hablando en esta entrada, ¡no dudes en comentar! Estamos abiertos a que compartas tu opinión con nosotros :)
Recuerda ser respetuoso y no realizar spam. Lee nuestras políticas para más información.