En Brooklyn, Nueva York, el día de Nochebuena de 1880 no es muy feliz para Ceddie Errol, de nueve años (Freddie Bartholomew), porque su padre acaba de morir, dejando a la esposa en una delicada situación económica. Pero la suerte, o el destino, no le ha dado la espalda del todo al joven Ceddie; eso sí, a cambio de algún que otro sacrificio personal que, pese a todo, el muchacho sabrá sobrellevar con buen espíritu y alegría de vivir.
La oportunidad consiste en marchar a Inglaterra, donde el abuelo de Ceddie, el conde de Dorincourt (C. Aubrey Smith), se ha quedado sin herederos directos -sus hijos-, razón por la que lo reclama para convertirlo en todo un caballero, siendo el único descendiente que le queda. En efecto, la madre del muchacho, apodada Dearest (Dolores Costello Barrymore), se casó con uno de los hijos del actual y anquilosado conde. El marido ejerció con honores la milicia, pero el enlace fue enteramente desaprobado por el abuelo, que siempre ha mostrado prejuicios contra los norteamericanos, y piensa que los nobles han de casarse con sus iguales. De este modo, la única condición para que el chico se beneficie de las ventajas de un estatus y cultura elevados -aparte del título de lord-, será que la madre permanezca al margen, viviendo en una casa apartada del castillo. Sabiendo de las necesidades que se les vienen encima, y el provecho que esta coyuntura inesperada puede deparar a Ceddie, la madre acepta el trato en dichos términos. Lo hará a través del abogado del conde, el señor Havisham (Henry Stephenson), un personaje contemplado con buena disposición dentro de la trama.
Esta es la base argumental de El pequeño Lord (Little Lord Fauntleroy, United Artist, 1936), realización de John Cromwell (1886-1979), un estupendo director, escasamente divulgado, en torno a un famoso libro de la literatura anglo-estadounidense (1885; Edival-Juventud, 1977; Clásicos juveniles, 1984; Espuela de plata, 2015) escrito por Frances Hodgson Burnett (1849-1924); algo así con lo que sucede con Los chicos del ferrocarril (The Railway Children, 1906) de Edith Nesbit (1858-1924). El contenido fue adaptado por el novelista inglés Hugh Walpole (1884-1941) y la estupenda partitura se debe a Max Steiner (1888-1971).
Las cosas no permanecerán inalterables. La actitud del abuelo irá cambiando conforme se beneficie de esta relación simbiótica, es decir, de la compañía del chaval. Será la primera vez que se sienta querido por alguien. Es, como se suele decir, el mundo contemplado a través de los ojos de un niño, lo que recupera el amargado y estricto conde. A partir de que esta relación se desarrolla, el entorno también se irá revistiendo con sentimientos hace tiempo olvidados.
Antes de marchar a Inglaterra, la madre de Ceddie, en connivencia con la doméstica Mary (la personalísima Una O’Connor), le había regalado una bicicleta al chico (como contraste al hecho de que, poco después, este va a disponer de todo cuanto quiera). Pero no tarda Ceddie en toparse con un grupo de trapaceros que la toman con él y con la bici. A su ayuda acude el limpiabotas Dick (Mickey Rooney), uno de sus mejores amigos. Cromwell resuelve la pelea con gracia, sin eternizarse en añadidos o subrayados. Como cuando Ceddie decide, antes de partir, ofrecer una generosa suma de dinero -que el conde ha dispuesto para él- a la hermana de Mary, Bridget (Lilyan Irene), que está pasando por serias dificultades. Y si antes mencionábamos los prejuicios antiamericanos del conde, la contrapartida en Nueva York la ofrece el tendero Hobbs (Guy Kibbee), buen amigo de Ceddie, pero que detesta a la aristocracia, convirtiendo la política en una bandera maniquea. Por descontado que ambas posturas se verán matizadas al final del relato.
Una vez instalados en la campiña inglesa, madre e hijo se pueden ver, pero no coincidir en el castillo de Court Cottage. Pero como una cosa es el mantenimiento de las tradiciones y otra el estancamiento -raíz de la novela de Burnett-, la pompa y circunstancia que adornan -afean- la conducta clasista del conde, mutará de la prepotencia a la comprensión, el cariño y la reparación de situaciones mal avenidas, como ha venido sucediendo con su hermana, lady Lorridaile (Constance Collier).
Desde su punto de vista, a Ceddie le trae sin cuidado llegar a ser conde en un futuro, él ya se ha criado en otro tipo de sociedad, sin dejar por eso de agradecer los honores y títulos. Pero eso pertenece al futuro, en el presente, el chico anhela más el cariño y afinidad con su entorno. Hasta ahora, su mundo ha sido Brooklyn. En este sentido, es bonito el momento en el que se incorpora a la banda sonora la tonada (típica de Fin de Año) Auld Lang Syne, durante la despedida de Ceddie y el señor Hobbs.
No se esconde el hecho de que el personaje del conde sea un remedo del míster Scrooged dickensiano; que padece de gota, para colmo. Menos mal que Ceddie lleva la espontaneidad y desinteresada sinceridad de los niños a los ásperos muros del castillo. Hasta el conde -como Scrooged- recupera cierto sentido del humor (el que, por otra parte, dicen que proporcionan los nietos: a veces con estos se reparan errores y carencias tenidas con los hijos). Ceddie lo hace “relajando” los defectos del abuelo, mostrándoselos a través de su candidez, de forma inconsciente pero no desprovista de sensatez. A veces pienso que eres el único niño que he tenido, se sincera el conde, cuyas malas relaciones con sus descendientes, que sirvieron para desheredar a uno de sus hijos y no reconocer al nieto, han sido algo palpable y recíproco (salvo, tal vez, en el caso del padre de Ceddie).
Producción de David O. Selznick (1902-1965) para United Artist, El pequeño Lord es otra pequeña joya que merece ser redescubierta y que se beneficia, además, de un excelente diseño de producción, o para decirlo menos fino, de los decorados; inolvidable es el recibidor y, sobre todo, la extraordinaria biblioteca del castillo.
La historia se repite en la versión dirigida por Jack Gold (1930-2015), esta vez en color, lo que ayuda a exhibir algunos bonitos paisajes de la campiña inglesa. Gold no ha sido un cineasta muy relevante -mucho menos que Cromwell- pero algunos recordamos con agrado algunos de sus títulos, como Católicos (Conflict, 1973), Who (Who, 1973), El funcionario desnudo (The Naked Civil Servant, 1975), Ases del cielo (Aces High, 1976) y El toque de la medusa (The Medusa Touch, 1978). En el reparto, rostros característicos, como iremos viendo, y en la música, un inspirado, aunque no muy conocido compositor estadounidense, Allyn Ferguson (1924-2010). De la adaptación se ocupó Blanche Hanalis (1915-1992).
Como sabemos, nuestro relato da comienzo en un barrio de marginados en el corazón de Brooklyn, Nueva York. Aquí, hace algún tiempo que el cabeza de la familia Errol falleció, con lo que se incrementa la condición de huérfano del joven Ceddie (Ricky Schroder). La puesta en escena es fluida, como cuando el señor Hobbs (Colin Blakely) despotrica de los aristócratas, moviéndose por su tienda de ultramarinos mientras charla con Ceddie.
Su abuelo no le negará nada que el dinero pueda comprar, asegura el abogado, señor Havisham (Eric Porter) a la señora Errol, Dearest (Connie Booth). Otro personaje permanece, el del limpiabotas Dick (Rolf Saxon), que junto al señor Hobbs, y como sucedía en la anterior versión cinematográfica, acabarán viajando hasta el castillo del conde de Dorincourt para pasar una temporada con Ceddie, y librarle de la amenaza de un falso heredero al título. Aunque el episodio está resuelto con más prestancia en la versión precedente, sirve para hacer notar el hecho de que, ahora que el conde tiene este problema a cuestas, se da cuenta de las nimiedades que le enemistaron con su hermana, lady Lorradaile (Rachel Kempson). Asimismo, también la empleada Mary (Carmel McSharry) viaja con ellos. Como en el caso anterior, es definida como alguien de la familia más que como una sirvienta.
El conde está interpretado por el excelente Alec Guinness (1914-2000). El castillo de Court Cottage es magnífico, y está regentado por Dawson (Antonia Pemberton), el ama de llaves. También en esta ocasión la madre de Ceddie tiene que guardar las distancias. Pero el chico pronto se hace amigo incluso del perro del conde, de aspecto fiero. Con los equinos ocurre lo mismo, tal y como comprueba el encargado de las caballerizas Wilkins (Patrick Stewart).
Estando en compañía de este último, Ceddie ayuda al lisiado Georgie (Dicon Murray), un muchacho de su edad. Una actitud que casa con otra que vendrá a continuación, por la que, junto a su abuelo, el chico dispone de un sitio específico en la Iglesia.
Destacarse merece la chispeante y estupenda conversación a la fuerza que mantienen la señora Errol y el conde (un saludable duelo de esgrima verbal). Tras los jugosos preparativos de la fiesta de presentación que se va a dar en el castillo, se produce la reparación de la referida falta de entendimiento con la hermana del conde y su marido, sir Harry (Ballard Berkeley).
El balance de El pequeño lord (Little Lord Fauntleroy, Rosemont Productions, 1980) es también muy positivo, y cuenta con una coda final de marcado acento navideño. Da fe de este proceso esa larga mesa en la que se escenifica la inicial incomunicación entre el conde y su nieto.
Lo cierto es que no sé si es bueno que el hombre esté solo, pero sí que se sienta solo. El arrendatario irá poco a poco suavizando su carácter hosco y posición férrea. A los pies del castillo se hallan las casas de los más desfavorecidos, los aparceros del conde, como primero comprueba la señora Errol y, más tarde, el propio conde en compañía de Ceddie (es la parte más esquemática, pero no deja de ser efectiva). Precisamente, la imagen del castillo proporciona otro buen momento, al aparecer al fondo del plano, cuando el pequeño y su abuelo llegan a la casa donde ha sido alojada -relegada- la madre. Es tan solo una cuestión de tiempo que todos estos elementos formen una unidad. Lo confirma el mejor regalo que Ceddie podía esperar, y que se dispone debajo del Árbol de Navidad.
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