El autocine (LXXXIII): La reina de África, de John Huston

12 marzo, 2021

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Rose Sayer (Katharine Kepburn) y su hermano Samuel (Robert Morley) son ingleses, de las Midlands, según comentan, y llevan diez años en el continente africano dedicados a una esforzada labor apostólica (del cristianismo protestante). En concreto, profesan el metodismo, y son tan austeros y púdicos como representan. No obstante, sienten un respeto evidente hacia los nativos. Creen en lo que están haciendo. De forma que, en la maravillosa La reina de África (The African Queen, Romulus-Horizon / Independent Films, 1951), los personajes principales resultan siempre fieles a su esencia. Una naturaleza que bascula entre lo indómito y la entrega a los demás. Son personajes puros, en este sentido.

El sector en el que se encuentran Rose y Samuel es el este del África germana, y la fecha, septiembre de 1914. Acaba de estallar la Primera Guerra Mundial (1914-1918), y lo que parece un entorno tranquilo va a sufrir pronto los embates periféricos del conflicto. Esto no sucede de un día para otro, puesto que ya existe un puesto de vigilancia ante un río que los protagonistas deberán sortear, y se habla del incremento de los destacamentos militares, pero sí es cierto que en cuestión de veinticuatro horas, la vida -o la visión de la vida- de estos personajes va a cambiar sustancialmente. Van a ser desalojados e impelidos. Pero a una gran pérdida suele seguir un correspondiente hallazgo, que se encuadra en esa naturaleza humana cuya fortaleza permanecía arrinconada o adormecida, como temerosa de quedar expuesta ante los otros.

A Rose y Samuel los ha venido visitando con cierta asiduidad el propietario de un barquito llamado La Reina de África. Se trata de Charlie Allnut (un espléndido Humphrey Bogart). Él es el único contacto de los dos misioneros con el mundo exterior; es decir, con las noticias novedosas y algunos “chismes” moderadamente desenfadados. Charlie les proporciona el correo y otros utensilios y encargos, junto a esa relación con el exterior, esencial para quienes han decidido ofrecer un servicio quedando en buena medida aislados. No deja de ser mordaz, dadas estas circunstancias, que una sonada cacofonía se eleve a los cielos por parte de los indígenas durante el servicio religioso, al tratar de entonar un himno. El humor va a estar presente a lo largo de toda la película, en sus muchas facetas; aquí, la ironía es palmaria.


De este modo, el cántico sacro va a ser interrumpido de manera (in)oportuna por el más “armónico” e “insustancial” sonido del silbato de la embarcación, al acercarse Allnut al poblado. Un contrapunto que, más que romper, acompasa. Allnut es canadiense, y me he permitido señalar las distintas nacionalidades no por capricho, sino porque a través de este dato, el magnífico realizador John Huston (1906-1987) enhebra un relato poblado de sus típicos perdedores, no apátridas, cuya conducta precisamente patriótica los redefine y redime. Diríamos que son perdedores de cara a la sociedad, pero no ante sí mismos. Seres tocados, pero nunca hundidos.

Continuamente interesado en las adaptaciones cinematográficas, Huston abordó aquí la traslación de una novela de Cecil Scott Forester (1899-1966), publicada en 1935, de igual título que la película, aunque de resolución más pesimista (si bien se contemplaron ambos finales: quien no haya visto la versión cinematográfica no tendrá dificultad en averiguar a qué me refiero). De la revisión definitiva de un guión original firmado por Huston y el malogrado James Agee (1909-1955), se encargó Peter Viertel (1920-2007), siendo el conjunto llevado a buen puerto por el meritorio productor Sam Spiegel (1901-1985; aquí, bajo el sobrenombre de S. P. Eagle, que pronto abandonó). La fotografía corrió a cargo del extraordinario Jack Cardiff (1914-2009), y buena parte del elenco y equipo técnico fue inglés, debido a la asociación de Spiegel con productoras de aquel país. La fotografía de Cardiff no es meramente preciosista. Resulta material, psicológica y de tonos bien contrastados gracias al expresivo tecnicolor. Hablamos de un tiempo en que la labor de un director de fotografía dotaba de alma a una película.


La embarcación porta todo tipo de suministros, pese a su aspecto desvencijado. Parece que nada tenga que hacer frente al destructor alemán Luisa, que deambula por el Lago Albert (Uganda).

Sin embargo, como comenta Samuel a su hermana, hasta para ti tiene Dios una misión. Poco más tarde declarará la propia Rose, ante Charlie, que pocas veces he experimentado una emoción así. En efecto, la sensación de una experiencia física, y no solo espiritual, resulta novedosa para ella (aunque no sea ajena al trabajo físico en el campamento indígena). Luego vendrá el contacto íntimo con Allnut, que al fin revela su nombre de pila: Charlie. En realidad, La Reina de África es una historia de amor, que se desarrolla en la pequeñez de un transporte, pero en la inmensidad de un escenario histórico-natural. El ritmo es sostenido, y el contexto exótico. Con sus peligros, como pueda ser el ataque virulento de un cúmulo de mosquitos. Retos ante los que solo cabe la fuerza antropocéntrica de voluntad. La aventura es, por lo tanto, tan exterior como interior. Como bien muestran las imágenes de Rose y Charlie reparando la hélice y el eje de la barcaza bajo el agua, compartiendo destino. A ello se añade el esfuerzo de atravesar un tupido cañaveral, con el peligro añadido de quedar definitivamente atrapados. El empeño físico y emocional se traduce en el aspecto fatigado de los protagonistas. Este vínculo creciente ilustra una relación que se basa en el respeto mutuo y el mantenimiento de los buenos principios y modales. Ambos actores centrales están magníficos. Y la dirección de Huston, lejos de toda pretenciosidad. Sus imágenes, expuestas sin tapujos, están al servicio de la narración. Y deparan momentos tan poéticos y trascendentales como la plegaria de Rose, que da paso a un plano con (pseudo) grúa que revela al fin la salida del cañaveral, que los personajes no pueden distinguir aún. De hecho, parece cosa de la intercesión divina que la Reina de África pueda escapar de allí, mecida por una naturaleza en su expresión más amplia, a modo de fenómeno natural, o extranatural revestido de natural. Próximos al final, tanto Rose como Charlie podrán ver naufragar sus recursos, pero nunca sus esperanzas.


Samuel, Rose, Charlie… ponen pasión y convicción a la adversidad, ante unas estructuras que se desploman, en un tiempo de amargos conflictos. Pero las estructuras están para ser reformadas, reenfocadas y saneadas (no destruidas, como tanto presumen los que tienen una idea de la continuidad dañina y desbocada). Este es un pilar básico de La Reina de África, aventura filmada prioritariamente en escenarios naturales, con algunos interiores fotografiados en los Estudios Isleworth, de Londres. Acompañados por una música de Allan Gray (1902-1973), con buenos pasajes descriptivos, aunque aún deudora de las orquestaciones de la pasada década.

Del barro, las privaciones y las adversidades, emerge el perfil mítico de los protagonistas. Ella es misionera; él mecánico transportista. Dos extracciones sociales y dos culturas diferentes. Pero un único cariño. Más allá de las circunstancias colectivas. Qué más se puede pedir cuando se va de viaje por el mundo.

Escrito por Javier Comino Aguilera





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