Mucho se ha hablado sobre cómo aquello que proyectamos sobre la realidad que nos rodea acaba por moldearla. Para ello, desde la psicología se han analizado estos comportamientos y se han acuñado términos como el de profecía autocumplida o el denominado efecto Pigmalión. Estas cuestiones siempre han sido tanteadas desde el arte, especialmente desde la literatura, que permitía explorar a partir de sus personajes la compleja psique humana.
Uno de los autores más talentosos y encumbrados de la literatura española es Benito Pérez Galdós (1843-1920), capaz precisamente de retratar a partir de sus personajes los distintos caracteres de la sociedad que le rodeaba. No solo abordó problemáticas sociales de calado, como la precariedad, el cada vez más poderoso dominio de las apariencias frente a la realidad o la hipocresía social, que bien reflejó en obras como Miau (1888), La de Bringas (1884) o Tormento (1884), sino que también exploró en esas y otras obras todos los conflictos que guardamos en nuestro interior, ya fuera desde la mirada infantil del Luisito hasta la vejez sombría de su abuelo Villaamil, ambos personajes de Miau. No en vano, su Fortunata y Jacinta (1886-7) es una de las obras imprescindibles en este sentido, de la misma forma que a través de sus Episodios Nacionales desarrolló toda una serie de personajes entrecruzados que representaban las preocupaciones y características de todo un país. A veces, también se alejaba de los grandes hitos históricos y de las calles madrileñas para adentrarse en el terreno rural, más bucólico a la par que embrutecido. Ese es el caso de Marianela (1878).
Aunque ha sido habitual referirse al enfrentamiento entre barbarie y civilización dentro del esquema global de la literatura hispanoamericana, lo cierto es que es un enfrentamiento que se encuentra presente más allá de ese territorio, incluso podemos destacar el ejemplo que nos legó Pérez Galdós en este melodrama. Así pues, al empezar la novela nos adentramos en el terreno rural a través de los ojos de un científico, Teodoro Golfín, más acostumbrado a la ciudad, que atraviesa el terreno desconocido y solo gracias a una joven pueblerina, Marianela, consigue llegar a su destino, el pueblo ficticio de Socartes, hogar de su hermano. Se trata de una tierra baldía del norte de España en el que los campesinos sobreviven gracias a las minas, mientras un grupo reducido de personas, principalmente niños o gente acomodada, pueden disfrutar regodeándose del entorno bucólico que les rodea. Así pues, retomando el inicio de la obra, una joven analfabeta es capaz de guiar a un reputado doctor perdido en la naturaleza, en lo que es ya una ironía inicial que se hace aún más dramática cuando tenemos en cuenta que la llegada de este doctor y de su cura milagrosa dará al traste con la vida de nuestra peculiar lazarilla.
Fotograma de la adaptación cinematográfica de 1972 dirigida por Angelino Fons |
En realidad, la trama central la descubriremos posteriormente, cuando se nos revele el statu quo de nuestros protagonistas, los jóvenes Pablo y Marianela. Ambos pertenecen a mundos distintos, Pablo es de una familia acomodada, mientras que Marianela es huérfana, dependiente de la caridad de sus convecinos; sin embargo, él es ciego y para conocer el mundo que le rodea solo dispone de las lecturas de su padre y de los paseos que hace junto a Nela, como la llama cariñosamente, quien no duda en describirle lo que ella ve a su alrededor. Esta relación se alimenta de las fantasías pueriles de ambos personajes, incapaces de prosperar por sus limitaciones, pero en sus conversaciones descubrimos un cariño auténtico y cándido. Mientras que para el resto de personas, Marianela es un estorbo o una joven lastimera y fea, para Pablo es necesaria y hermosa, por la forma en que le trata, en que le admira y en que le enseña el mundo con su manera peculiar de hacerlo.
Gran parte de la novela se desarrolla entre sus conversaciones, mostrándonos la inocencia de ambos personajes, sus creencias y un amor que se basa en promesas frágiles. Como si fueran Adán y Eva, la tentación viene en forma de ciencia y saber, cuando Golfín se presente para sanar la ceguera de Pablo. Aunque sea un motivo de alegría generalizado, Nela empieza a percatarse de que podría ser el fin de su fantasía, sobre todo cuando comprenda que Pablo pronto podrá verla como la ven los demás, y que ella tampoco puede rivalizar con la angelical Florentina, la prima con la que la familia quiere comprometer a Pablo.
Fotograma de la adaptación cinematográfica de 1940 dirigida por Benito Rojo |
A pesar de lo dicho, el auténtico triángulo primordial de personajes no lo encontramos en los jóvenes Pablo, Nela y Florentina, dado que, en realidad, Pérez Galdós nos subraya la amabilidad de estos tres personajes entre sí, aunque para Marianela la presencia de Florentina suponga un jarro de agua fría a sus expectativas. Por contra, la presencia de Teodoro Golfín sí que supone un auténtico triángulo, ya que él es el encargado de romper la relación de nuestros protagonistas, aunque no sea de forma intencional. Curiosamente, como acostumbraba a hacer Pérez Galdós, su nombre ya nos revela su naturaleza y su rol en la novela: Teodoro es "regalo de Dios", el regalo que va a recibir Pablo. Este personaje es bastante peculiar, porque representa los mejores atributos de la ciencia, con un positivismo optimista, capaz de lograr lo imposible para el resto de los mortales, aunque debido a ello será capaz de destruir lo que la naturaleza había unido. Golfín es un hombre de ciencia y mundo, no afectado por la petrificación del pueblo minero, lo que provoca que también sea una persona con cierta conciencia moral, capaz de percibir la belleza de Nela más allá de la mera apariencia y, por tanto, uno de los pocos personajes que se compadezca de la joven.
Como apuntábamos, el romanticismo de Pablo y Nela es destruido con la llegada de la ciencia, que representa Golfín, y, también, del mundo real y cruel, en el que dominan las apariencias y la ceguera moral impera sobre la ceguera física. A fin de cuentas, los personajes se mienten a sí mismos. La novela es un cruel relato de las expectativas, las ilusiones y su contraste con el mundo real. La unión de Marianela con su amado es solo posible en la ensoñación de ambos, fuera de la realidad cruel e hipócrita. Después de todo, la ceguera de Pablo le permitía acercarse a la verdad, mientras que la recuperación de su vista le arroja a ser uno más de los videntes materialistas que le rodean. No obstante, aunque pueda parecer brusco el cambio de Pablo, ya durante la novela se percibía y adelantaba que los argumentos y las palabras de amor del ciego eran, en realidad, pura ensoñación vacía, falta de la experiencia real frente a los libros que su padre le leía. Era fácil realizar promesas cuando su mundo era reducido, pero cuando su horizonte se abre, aquel sueño de Nela queda atrás, como quedará el propio pueblo minero.
Las ruinas de Eldena, de Caspar David Friedrich (1825) |
En relación al propio pueblo, cabe destacar cómo Pérez Galdós presenta una visión crítica de la pobreza pueblerina, en que los más fuertes se aprovechan de los débiles, como Sofía con Nela al pedirle que rescate a su perro y luego preocuparse más por el perro que por la muchacha. No está lejos de lo que un siglo más tarde recogería otro gran narrador, Miguel Delibes, en Los santos inocentes (1981). Es decir, nos muestra y ahonda en el exagerado contraste entre pobres y ricos dentro del mundo rural en el que viven los personajes. Incluso plantea la hipocresía de una solidaridad mal entendida, como sucede con la familia que tiene acogida a Marianela y que tan solo la ven como un estorbo o una molestia.
En definitiva, una novela que acoge un mundo de contrastes, una tierna historia de romance pueril e inocente que se fragmenta por la ciencia, sin que por ello la ciencia sea observada como un elemento negativo. Pérez Galdós nos regala una obra donde el auténtico gris está en la actitud generaliza de los personajes al aceptar una vida pétrea, inmóvil, ajustada a sus parámetros inamovibles; una vida que ahoga las ilusiones y esperanzas de los más débiles.
Escrito por Luis J. del Castillo
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