El autocine (LXXXII): 1997, Rescate en Nueva York, de John Carpenter

11 febrero, 2021

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Solos en el toque de queda. Así andamos. No ya en la ciencia ficción, sino en la vida real. Mucho menos acompasada y estructurada que en la invención, no me cabe duda. Será por eso que la gente con la imaginación escuálida me deprime. Y del conocimiento para qué hablar. Las personas parecemos disponer de una propensión al suicidio intelectual pavorosa. De este modo, se está perdiendo la relación lector-libro, como obra cinematográfica-espectador (y recalco obra cinematográfica y no película, si bien las empleo como sinónimos en este artículo, ya que lo segundo se suele referir más a un producto de consumo que se ve y desecha, en lugar de a un objeto artístico perdurable). Más aún, ¿la sociedad nace o se hace? Lo que parece cierto es que, con alguna frecuencia, se deshace. Con lo que la película que hoy comentamos no podía ser más oportuna. Nos habla del final de una hegemonía. Y cuestiona las estructuras sin necesidad de renegar de ellas. No confunde la amistad con el amiguismo.

Al comienzo de 1997, Rescate en Nueva York (Escape from New York, AVCO Embassy-Universal, 1981), un rótulo situado en un 1988 alternativo, nos avisa de que el índice de criminalidad en los EEUU ha crecido hasta un cuatrocientos por ciento, y de que Nueva York ha sido destinada a macro-prisión de máxima seguridad. En torno a Manhattan, y todo el restante perímetro, se ha erigido un muro de quince metros, en permanente vigilancia, al igual que los ríos y puentes, que además han sido minados. Como Alcatraz, pero con los contornos de todo un estado.

Saltamos a 1997, en esta ucronía revestida de thriller futurista de acción. Un ataque terrorista pone al presidente del país -o lo que queda de él- en suelo vetado, después de hacer alarde de toda la pirotecnia verbal anticapitalista de rigor (Carpenter no se corta un pelo en ridiculizar esta vertiente de hipnotismo ideológico: sus puyas no se detienen en la ridiculizada figura de poder presidencial encarnada por el estupendo Donald Pleasence [1919-1995]).


Ahora bien, ante todo, John Carpenter (1948) se debe a su maestría como narrador, él tiene una cita en primer lugar con los recursos del arte cinematográfico. De tal manera que, haciendo siempre acopio de un estilo personal, la cámara se va deslizando por el espacio de control de seguridad ubicado en Liberty Island. Allí tiene su sede un destacamento policial, comandado por el Jefe de Policía Hauk (el veterano Lee Van Cleef). La narración es precisa, por medio de planos largos y expresivos fundidos a negro, marca de la casa. De hecho, John Carpenter proporciona en Rescate en Nueva York una filmación efectuada con su habitual limpieza (clásica). Planos estables, nada caóticos, sin estridencias visuales. El realizador no precisa de esto último, como tampoco de inundar con palabras malsonantes sus diálogos para resultar creíble. Alicientes de un guión firmado al alimón con Nick Castle (1947), pero que luego hay que saber poner en escena.

Total, el Air Force One en el que viajaba el mandatario, camino de una conferencia de alto interés (el macguffin de la historia, representado por una cinta grabada del presidente que debe ser recuperada, junto al líder, si es posible), ha sido estrellado contra uno de los edificios emblemáticos de ciudad. Pero el presidente ha sobrevivido gracias a una cápsula de salvamento. Pese a todo, quedar con vida en semejante barrio-metrópoli no es un buen negocio, y el presidente se ve en manos del Duque (Isaac Hayes), el líder callejero con más predicamento -y luces- del baqueteado entorno. En suma, el escenario es un lugar sin normas establecidas, más que sin “ley”: la que impera es la que los reclusos han establecido. Es decir, poca.


Para ejecutar -tal me parece que sería la palabra- el rescate, se recurre al mercenario Plissken, apodado Serpiente. Un teniente de las “Fuerzas Especiales” que se ha echado a perder (John Carpenter señalaba en una entrevista que Plissken había sido condenado por el intento de atraco a un banco, pero que este primer tercio de la película fue sacrificado del montaje final porque ralentizaba la acción principal). Plissken se ve forzado a aceptar el encargo, además de quedar sometido a un horario. Si no cumple con su misión en veinticuatro horas -en realidad algo menos-, que es el tiempo dispuesto para volver a celebrar la conferencia –siquiera de forma telemática-, el aguerrido rescatador morirá, merced a dos cápsulas microscópicas pero letales. De esta guisa, Plissken alcanza Nueva York con ayuda de un planeador, que posa sobre uno de los desvencijados edificios del World Trade Center.

Estupendas imágenes de un Nueva York abandonado, despoblado solo en apariencia, y poligonero, se alternan con la llegada del protagonista (muchas de las escenas fueron filmadas en San Louis, tras un incendio). Un suburbio toda ella, en Nueva York pululan convictos y gentes que antes habían sido personas. Son las hordas del subsuelo.

Esperando la señal (GPS) que le conduzca al presidente, Plissken recorre la antaño glamurosa Calle 42, o la biblioteca pública, en compañía de un taxista, “Cabbie” (Ernest Borgnine), Harold Heyman, apodado “Cerebro” (Harry Dean Stanton), que es mano derecha del Duque, y la novia de Harold, Maggie (Adrienne Barbeau). A su vez, el Duque dispone de su propio séquito, y hasta de un bufón llamado Romero (Frank Doubleday). 

Plissken es un héroe maltrecho por fuera y por dentro. Las instituciones han colapsado por su propia endogamia, y la naturaleza humana… bueno, como descubre nuestro protagonista, sigue siendo asunto de destreza individual y no de sometimiento comunal. Una lección bien aprendida de los clásicos por John Carpenter, o que también forma parte de la naturaleza del realizador (y razón por la que actualmente se trata -sin lograrlo- de denigrar dichos clásicos por los colectivistas del pensamiento único, en esta realidad tan rara y coercitiva que nos ha tocado vivir, más cercana a la distopía que la presente ficción).


Así, al igual que su autor, Plissken no se debe a nadie. Puede ayudar a los demás, pero responde ante sí mismo. Por eso, es el único en la película con un código de honor. Como sucede con muchos de los llamados anti héroes. Esos con los que resulta fácil identificarse.

Sátira política, e incluso policial, la corrupción campa a sus anchas en los entresijos de Rescate en Nueva York. Solo que lo hace en apuntes tan escuetos como certeros. El humor -bien dosificado- reviste el escepticismo de fondo, en un alarde de lucidez.

Casi toda la película se desenvuelve a través de una cuidada iluminación nocturna, proporcionada por el magnífico Dean Cundey (1946). Maqueta del perfil de la ciudad incluida, cuyas líneas rojas en realidad estuvieron pintadas de verde, y después filmadas, en admirativo trabajo de John Wash (-), un incipiente James Cameron (1954), y otros colegas del nutrido departamento de efectos visuales.

Epígono de la generación de los grandes narradores, ya desaparecidos entonces o inactivos -como por otra parte le sucede ahora al propio Carpenter-, del excelente director y compositor queda su dominio de los recursos expresivos (un dominio que conlleva la medida, a diferencia de tantos de los realizadores de nuestra atribulada actualidad). Con el western por bandera, toda una filosofía de la vida, o una mítica, en palabras de Jorge Luis Borges (1899-1986), John Carpenter no solo pone en solfa los valores de la sociedad norteamericana, como tanto se quiso manifestar en el estreno de la película, sino de toda sociedad que vende al Estado su innata libertad a cambio de una quejumbrosa y especular seguridad.




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