Desde luego que el realizador británico Peter Yates (1929-2011) intentó hacer de todo. Y con honestidad. Desde la excepcional Bullit (Id., Warner Bros., 1968) -ya había dirigido antes- pasando por la amena y sugestiva Abismo (The Deep, Columbia Pictures, 1977), hasta la ejecución de dos obras diametralmente opuestas, estupendas las dos, en un solo año, La sombra del actor (The Dresser, Columbia Pictures, 1983) y Krull (Id., Columbia Pictures, 1983; en realidad, esta se filmó en 1982, pero fue estrenada al año siguiente). También guardo un especial recuerdo de Sospechoso (Suspect, Columbia Pictures, 1987), por haberla visto en el cine, y por repescarlas después, de la magnífica El confidente (The Friends of Eddie Coyle, Paramount, 1973) y la vitalista El relevo (Breaking Away, Fox, 1979). Una filmografía que no se suele destacar, pero que contiene trabajos altamente estimables; sobre todo, conforme ha ido pasando el tiempo.
Tal es el caso del trabajo al que hoy me voy a referir. No se trata de una obra maestra, pero al menos El ojo mentiroso (Eyewitness, Fox, 1981) se beneficia de su falta de pretensiones autorales de tipo megalomaniaco (ahora, cada película parece ser “lo definitivo” o “el último grito” en cuanto a la narración), proponiendo una trama distraída y asequible al mismo tiempo. En suma, en su responsable moderación, estamos ante una película tan bien filmada como comprensible (nada menos).
Se narra lo siguiente: en un edifico de oficinas sito en el distrito de Manhattan, en Nueva York (EEUU), trabaja un empleado de mantenimiento, conserje y supervisor, Daryl Deever (William Hurt), concienzudo y, como la mayoría de los solitarios, bastante observador. Daryl tiene un compañero, Aldo Mercer (el estupendo James Woods), pero este ha sido despedido por haberle contestado de mala manera a uno de los residentes, el empresario señor Long (un siempre eficaz Chao Li Chi), que tiene tan poco sentido del humor como cabe esperar.
Al aparecer Long asesinado en su oficina, todas las sospechas recaen sobre Aldo, que parece arrastrar tras de sí todo un alboroto continuado, como bien observan los detectives Black (Morgan Freeman) y Jacobs (Steven Hill). En efecto, parece que Aldo va pidiendo a gritos que lo detengan: pero las cosas no son tan sencillas.
Además del mantenimiento del edificio, que incluye la incineración de los desperdicios, Daryl aparenta encontrarse feliz viviendo solo, con la única compañía de su perro, ya que las relaciones familiares son de todo menos fluidas; sobre todo, con su padre, el señor Deever (el característico Kenneth McMillan).
Con quien sí parece mantener una “relación”, como tantas veces sucede, de forma virtual, es con la reportera de un noticiario, Tony Sokolow (la estupenda Sigourney Weaver). De formación y familia exquisita, Tony toca el piano y monta a caballo; lo que contrasta con su labor como presentadora de noticias callejeras. No incide Peter Yates en un exceso de ambición por parte de este personaje. Por el contrario, Tony se nos muestra como una profesional, aprovechada y vivaz como lo pueda ser cualquiera.
No obstante, lo más singular de la película se encuentra, precisamente, en la interactuación entre los personajes. Las relaciones son oblicuas, indirectamente afectuosas. Por parte de Daryl, ya hemos constatado la pésima correspondencia que mantiene con su familia, la tensa amistad con el venido a menos y grandilocuente Aldo, con quien comparte su pasado como ex marine, y su “encaprichamiento” hacia Tony (que, pese a todo, se resolverá con nobleza). Lo mismo puede decirse de Joseph, el amigo de la familia Sokolow, prometido y hasta protector de Tony. Que el personaje esté encarnado por Christopher Plummer (1929) es definidor. El actor canadiense ya había mostrado una eficaz faceta a la hora de interpretar personajes especialmente tortuosos o con doblez, caso de la excelente Testigo silencioso (The Silent Partner, Daryl Duke, 1978).
Si por un lado están las relaciones sentimentales, por otro, están las laborales. Daryl emprende su jornada durante la noche, o bien entrada la tarde, que es cuando comienza su turno. William Hurt (1950) sabe proporcionar a su protagonista un carácter ciertamente psicopático, aunque grato y afable, por incongruente que esto pueda parecer. Como el náufrago de una isla desierta que, tal y como sucede aquí, está densamente poblada. Su fijación por Tony lo asevera, aunque se camufle de historia de amor: amor como posesión mental. Daryl conoce a Tony, la sigue, atesora sus fotografías… Nada que nos chirríe en la actualidad.
La rica y el menesteroso, y entre medias, el afecto, y también Joseph. Nosotros no podemos detenernos, declara el pretendiente ante un público de potenciales benefactores, entre los que se encuentran los padres de Tony. El fin es recaudar sumas de dinero para rescatar a judíos eslavos que aún están en difícil situación; algunos de ellos, retenidos como rehenes. Rusia nos dio la vida, América esperanza, e Israel una razón para vivir, concreta Joseph con emocionada asertividad.
Y si para Daryl, las relaciones con el padre no son buenas, lo mismo le va a suceder a Tony conforme se vaya adentrando en los entresijos del crimen que indaga. No existen los compartimentos estancos.
Luego está la interacción a través de las máquinas: contestadores, grabadoras, cámaras, micrófonos -ocultos o al descubierto-… El título en español no está mal escogido. El ojo que miente puede ser el de una cámara o el de las personas, de forma consciente o inconsciente. Por otra parte, o abundando en lo mismo, dónde están los límites. Aunque las causas que se persigan sean beneficiosas, la falta de escrúpulos puede dar al traste con las más altruistas aspiraciones, mezcladas con el ámbito de la venganza personal, que en esta ocasión, se refiere a la pérdida del objeto deseado (puede que incluso amado).
Tras el interludio amoroso, el suspense se reabre en el último tercio de la película. Una trama que puede costar la vida de Daryl, Tony, y demás implicados. No está mal, teniendo en cuenta que, en los momentos más intrincados, el ser humano se conduce con particular heroicidad, o repugnante sumisión (a la vista de todo tipo de ojos está).
Producida y dirigida por Peter Yates, El ojo mentiroso contó con una música “camerística” del poco prolífico Stanley Silverman (1938), la fotografía del destacable Matthew F. Leonetti (1941), y un guión de Steve Tesich (1942-1996). Con ambos había Yates colaborado en El relevo, siendo asimismo Tesich el firmante de Georgia (Id., Arthur Penn, 1981). A veces la trama puede parecer previsible (en su función de whodunit), pero la ambigüedad psicológica de los personajes y la grisura de las relaciones disfrazada de relato de género hace que, en conjunto, la película resulte bastante entretenida, en el sentido más ilustre del término, con ayuda de unos actores sólidos y una atmósfera bien establecida (simpático es el hecho de que nadie acuda a la policía para resolver sus dificultades, como si estos fueran unos sujetos marginales).
A su vez, como muestra de eficacia por parte del realizador, nada artificioso, insisto, señalaría el misterioso sonido repetitivo que antecede al descubrimiento del cuerpo sin vida del señor Long. Al personaje le robaron y asesinaron, y en averiguar la razón se afanan Tony y Daryl, aun a riesgo de su propia vida y, lo que es peor, de descubrir la verdad, y qué papel desempeña cada uno dentro de la misma.
Escrito por Javier Comino Aguilera
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