Adaptaciones (XXVIII): Río de sangre, de Howard Hawks

07 agosto, 2014

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Cartel del film
Río de sangre (exagerado título en español del original, The big sky, RKO, 1952), es una excelente lectura de la novela de A. B. Guthrie, Jr. (1901-1991) que reseñamos con anterioridad, Bajo cielos inmensos (1947), y no porque adapte, como se suele decir, fielmente, el original literario, sino por haber sabido extraer de forma amena el espíritu que anima la novela, el de esos “grandes primeros hombres”, trabajo atribuible al gran guionista Dudley Nichols (1895-1960); además de por constituir en sí misma una evidente muestra de talento cinematográfico (lenguaje diferente al literario, algo que algún que otro despistado aún no parece haber comprendido). 

Entre el inspirado grupo de grandes profesionales que tomó parte en la producción, junto al realizador Howard Hawks (1896-1977), destacamos la fotografía de Russell Harlan (1903-1974) y una acertada música de Dimitri Tiomkin (1894-1979). Tanto el escenario como parte del hilo argumental no varían (lo que falta no se cambia, solo se omite, y el interesado puede completarlo o contrastarlo con la novela). De ese modo, seguimos la ruta que va desde San Luis a Montana por el noroeste.

Estamos en 1832, y ya desde el comienzo hace su aparición la camaradería hawksiana, durante la presentación de dos de los tres personajes principales, Jim Deakins (Kirk Douglas) y el más joven e impetuoso Boone Caudill (Dewey Martin: conocemos las circunstancias de Boone, aunque no se hayan mostrado explícitamente, están ahí).

El punto de vista en esta primera secuencia, que es de Jim, pasará a serlo de los tres personajes fundamentales, ya que el trío se completa con el tío de Boone, Zeb Calloway (un extraordinario Arthur Hunnicut), que en el original literario tenía poca presencia física, aunque sí cierta resonancia “mítica”. De hecho, Zeb Calloway es realmente la encarnadura de otro personaje más relevante de la novela, el trampero Dick Summers.


Por descontado que hay otros cambios (que para nada menguan el interés cinematográfico de la película), como el hecho de que Boone haya logrado, según nos cuenta, recuperar el rifle familiar de quien se lo robó; también se le provee de la muerte de un hermano a manos de los indios, para tratar el aspecto del racismo (o del odio al otro, que es lo mismo).

Junto a la citada camaradería, evidente a lo largo de todo el recorrido, forma parte del relato el humor, prácticamente ausente en la novela de Guthrie, excepción hecha del pasaje de los chistes con las armas, que Dudley retoma de forma espléndida en las anécdotas que Calloway narra a Jim, durante un campamento nocturno (y que se fusionan con otro capítulo del libro: el relato de Boone a los hijos de su hermano, casi al final de la novela). También será este humor un elemento que impregne toda la película. De hecho, todas las películas de Howard Hawks.

Hasta un suceso de consecuencias infortunadas, como es la “picadura” que ocasiona el roce de un arbusto venenoso, se convierte en un episodio inolvidable, en el que el estoicismo abnegado da paso al jolgorio más agradecido. Todo ello, sin olvidar la “mítica” original, retratada por medio de bellas estampas, entre las que sobresale la imagen nocturna del río Missouri con la ciudad de San Luis al fondo.


De igual modo, para los personajes de la película, las ciudades son como hormigueros. Solo en el horizonte existe la verdadera libertad, razón por la que, una vez establecido el contacto comercial con los indios, el grupo de expedicionarios decide regresar –revivir la experiencia- cada año, al menos, mientras las grandes compañías se lo permitan y puedan seguir sorteando la “enfermedad blanca” de la ambición, consistente en tomar más de lo que se necesita. Esta es la reflexión de tío Zeb durante el referido campamento nocturno, que incluye un expresivo travelling de acercamiento al narrador.

Hawks sabe emplear –significar- con la elipsis cuando conviene. Por ejemplo, cuando Jim conoce a una chica en el saloon de San Luis. O a lo largo de la extenuante travesía, por medio del encadenado de planos generales. Toda esta sensación de movimiento queda reflejada en la imagen de la barca primero, y el barco después, deslizándose entre la niebla, a su salida del puerto de San Luis. O cuando se hace necesario ir arrastrando el citado barco desde la orilla.


Así mismo, no podemos dejar de destacar la imagen de la india “Ojos de garza” (Elizabeth Threatt) abrazando a Jim para proporcionarle calor durante su convalecencia. O la del refugio tras la catarata (equivalente al refugio invernal durante el restablecimiento de Jim, en el libro).

La soltura y dinamismo del realizador se plasman, igualmente, en la estupenda secuencia del enfrentamiento con los hombres de la compañía peletera. Y en su final bellísimo, en el que la embarcación -que bien podría haberse llamado Argos, en lugar de Mandam-, regresa por donde vino, aunque sabemos que volverá.

La libertad expuesta por Howard Hawks no es egoísta sino consecuente, personal pero presta a la fraternidad.

Escrito por Javier C. Aguilera



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