A veces resulta desconcertante comprobar cómo lectores empedernidos no saben dónde ubicar un género con tan escasa tradición en España como es el de la ciencia ficción (eso cuando muestran algún interés y no la desdeñan), incluso pese a devorar otros géneros, caso de la novela negra, que del mismo modo que la ciencia ficción, también presenta sus “luces y sombras” (entre estas últimas, los cansinos clichés de comisarios venecianos y la pesantez de las apesadumbradas tramas nórdicas, muy alejadas ya, me temo, de las espléndidas novelas de Per Wahlöö y Maj Sjöwall).
Aparte de los gustos que cada cual tenga, parece claro que la ciencia ficción, como literatura de género, está compuesta por creaciones sublimes, regulares e intrascendentes (por no decir malas). Con frecuencia, existen obras tildadas de “menores” por la tiranía del vox populi, al margen de que también puedan agradarnos por otros motivos extraliterarios.
Pero a diferencia de lo que puedan hacernos pensar, y dejando al margen si un autor acertó o no con los –presumibles- contenidos científicos del libro, creo que algunos títulos –insisto, no necesariamente los más renombrados-, han venido ganando con el tiempo. Este es el caso de la excelente El tiempo de la noche (To walk the night, 1937, Minotauro, 1996).
Su autor, William Sloane (1906-1974), que ejercía sobre todo labores como editor, tiene una obra tan escasa como interesante. Este “caminar la noche” que propone la novela, es un asomarse a las fronteras entre lo psíquico y lo físico, a un mundo de “posibilidades que todavía no son científicas”.
Se trata de una obra realmente atmosférica, que toma como base el relato de “aparecidos” con ribetes mitológicos y el asunto de la reencarnación, bajo un trasfondo de cientifismo. La estructura se corresponde a la de un suspense clásico –en su definición más noble, al modo policiaco-, por la cual un personaje narra a otro las vicisitudes de un tercero; los hechos, en definitiva. En este caso, el narrador es el joven Berkeley M. Jones, y el receptor, el veterano doctor Lister, padre de su amigo Jerry. El escenario donde se desvelan los sucesos es una casa solitaria en las costas de Long Island. Tanto en esta, como en el paisaje urbano o desértico donde transcurre, a modo de flashback, el grueso de la trama, está siempre la noche formando parte del “cuadro”.
Pintura de Lewis Barrett Lehrman |
Entre estos tres, se solapa otro protagonista esencial, tal y como anticipábamos: la noche. Confidente, apacible, amiga, inquietante, misteriosa, cercana o lejana, aunque presente “desde la noche de los tiempos”, nos hace comprender que a veces, es mejor no saber. Y es que la noche es aquí símbolo de una vastedad universal, cósmica, y queda encarnada bajo los rasgos de una misteriosa mujer.
A este otro protagonista, que parece surgir de la nada (en el sugerente escenario de un observatorio astronómico), le proporciona el autor un momento espléndido, relacionado con el poder evocador de un relato de Anderssen, La sirenita, que el personaje hace suyo…
Es el relato dentro de otro relato, narrado, como queda dicho, en flashback, pero sin que medie un narrador “interpuesto” en tiempo pasado: el pretérito es un presente histórico. De hecho, en cierta ocasión de su charla con Lister, Berkeley se pregunta ¿por qué hablo en pasado? No todo en esta historia ha dejado de ser… (pg. 41). Tiempo después, al sentirse excluido por la “extraña pareja”, añadirá que “Jerry ya era parte de mi pasado, y no del presente” (pg. 191).
Al comienzo de su narración, Berkeley advierte al doctor para que “no aplique a mis palabras su lógica científica (…) la respuesta no guarda relación con algo que usted o yo sepamos, sino quizá, con algo que ignoramos”. Es toda una declaración de intenciones por parte del autor.
Destaquemos –sin destapar el misterio-, otros momentos. Por ejemplo, la inquietante charla del joven Jones con el comisario Parsons, un personaje que, por fortuna, no es descrito como el arquetípico estúpido o como un prepotente con placa. O ese magnífico momento-secuencia, en el que, durante la asistencia a una competición deportiva en un estadio por parte de los dos jóvenes amigos, se pone de manifiesto una corriente oculta que afecta al público, a la masa. Una “sensación” que nos recuerda al Hombre de la multitud de Poe, trasmutada en este caso en los “hombres de la multitud”, en el sentido de que lo enigmático se agazapa entre lo cotidiano insospechadamente. Por otra parte, no se me ocurre idea más transgresora que el hecho de que sea posible la perduración de una amistad, aunque no se comprendan o se compartan los actos del amigo.
En efecto, el otro escenario de la novela es interior, y es la amistad. Los dos universitarios recientemente graduados, Jerry y Berkeley, forman una hermandad tan sólida que el estar atado a un trabajo “constituía un acto de bigamia” (pg. 63).
Una vez que el elemento disgregador y de naturaleza mítica ha roto esa comunión, aparece el hastío (la referencia a ese “vacío del domingo” (93), junto a una curiosa digresión acerca de las relaciones y el lenguaje -206-) Es la “clásica” separación de dos personas afines, unidas hasta la aparición de una tercera.
Pero este otro componente disgregador es un personaje tan tocado por la fatalidad y tan desvalido como el resto: Selena queda definida desde el principio por el tipo de ropa que usa –un elemento en absoluto arbitrario-, y por hacer gala de una franqueza poco corriente (178). Los ojos de Berkeley añaden que no tiene ningún sentido del humor y que es aséptica (le sorprende que no sepa quién es Gertrude Stein). De este modo, “las palabras revelan tanto lo que se dice como lo que no” (180), junto con las diferencias entre lo que realmente se siente o se querría decir. ¿Será entonces todo el producto de unos celos subconscientes de Berkeley Jones?
Sloane se nos muestra como un escritor fantástico, que junto a bellas imágenes, como esas “lágrimas de luz” (153), o una “eléctrica luz crepuscular” (116), acompaña la descripción de la naturaleza de Selena, de una reflexión general sobre el paso del ser humano por el tiempo; transmitido en pensamientos como “en aquella despedida había habido algo de final” o “la noche envejecía sobre nosotros” (204).
En El tiempo de la noche late un temor ancestral, la evidencia de que el universo es mucho más de lo que percibimos con nuestros sentidos, con todo lo que eso conlleva de vulnerabilidad del ser humano, armonizando misterio con posibilidades científicas.
Merece la pena recuperar esta recomendable narración en forma de thriller sobrenatural de William Sloane, la compañera ideal para estas noches de verano.
Escrito por Javier C. Aguilera
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