La guerra ha sido una temática frecuente en las artes desde la antigüedad. En España ha sido un tema muy fructífero el relativo a la guerra civil que comenzó en 1936 y provocó el fin de la Segunda República para imponer la dictadura franquista desde 1939 hasta 1975. Entre las obras narrativas de los últimos años que han tomado mayor relevancia encontramos el conjunto de cuatro relatos que publicó Alberto Méndez (1941-2004) bajo el nombre de Los girasoles ciegos, apenas unos meses antes de su fallecimiento. Esta obra le valió varios premios, algunos de ellos póstumos, y un cierto reconocimiento para este redactor, guionista y editor madrileño.
Sin duda alguna, este libro es una obra desde la visión del derrotado, así los propios cuentos que recopila se titulan de forma doble: Primera derrota: 1939 o Si el corazón pensara dejaría de latir, Segunda derrota: 1940 o Manuscrito encontrado en el olvido, Tercera derrota: 1941 o El idioma de los muertos, Cuarta derrota: 1942 o Los girasoles ciegos.
Podemos apreciar ya desde estos títulos la intención del autor y, sobre todo, un estilo expresivo de corte romántico. Méndez, realmente, nos ofrece cuatro relatos desaforados en el sufrimiento de la derrota a la que son conducidos sus personajes, con cuadros no descriptivos, sino completamente explicativos. Con una narrativa que emplea varias recursos, como los cambios de voz narrativa, el estilo indirecto libre o el uso de diferentes recursos tipográficos, como la cursiva o la negrita, se centra especialmente en mostrar el dolor y lo turbio de los acontecimientos descritos, aunque cae en ocasiones en el maniqueísmo.
Las portadas de Los girasoles ciegos, la segunda corresponde a la adaptación cinematográfica |
"[...] ellos quieren regresar a sus hogares adonde no llegarán como militares victoriosos sino como extraños de la vida, como ausentes de lo propio, y se convertirán, poco a poco, en carne de vencidos" (Si el corazón pensara dejaría de latir)
En Si el corazón pensara dejaría de latir, se nos ofrece la historia de un miembro del ejército nacional, Carlos Alegría, con apellido irónico, que deserta el día anterior al fin de la guerra, entregándose al bando republicano. De esa forma, el personaje pierde su lugar en el mundo, pues ni los soldados republicanos ni los sublevados después se interesarán por él, salvo para tacharlo de traidor e intentar matarlo tras uno de tantos juicios sumarísimos. El autor emplea toda una serie de recursos para convencernos del valor moral de Carlos Alegría, el capitán rendido que descubrió que las guerras no tenían sentido ya que, al final, todos eran derrotados. A diferencia de La cabeza del cordero (1949), donde Francisco Ayala atraviesa el conflicto desde sus inicios de una manera sutil y simbólica con un relato como El mensaje, Méndez es más directo y se extiende bastante en este primer relato en defender una idea que pretende que resulte clara y cristalina para sus lectores. Aunque la acción de este capitán sea interesante, que no original (la idea del soldado desertor por una cuestión moral ha sido empleada anteriormente), podemos percibir que, como el protagonista del segundo relato, se trata de alguien que ha renunciado a la vida y se ha resignado a la derrota. Una derrota digna, que, por ejemplo, le impedirá desvelar la identidad de quienes le ayudaron para que no se vean afectados por la represión.
Aprovechando la mención a la obra de Ayala, quisiéramos comentar que son bastante semejantes en su contenido: son cuentos o relatos breves, la acción se sitúa generalmente fuera de la guerra, ya sea en hechos anteriores o, sobre todo, posteriores, y algunos elementos están presentes en ambas obras, como el cuaderno escrito con palabras inventadas los mensajes ininteligibles o la situación de los conocidos como "topos". No obstante, les diferencia algo radical: el carácter de los relatos de Ayala se centra en personajes con un dilema interno, que trasmiten la angustia, el arrepentimiento sin perdón o la desdicha de una guerra sin verse en la obligación de subrayar en exceso el factor de la derrota o el contenido más emocional que sí está presente en la narrativa de Méndez.
Miguel Hernández en el frente |
"He perdido. Pero pudiera haber vencido. ¿Habría otro en mi lugar? Voy a contarle a mi hijo, que me mira como si me comprendiera, que yo no hubiera dejado que mis enemigos huyeran desvalidos, que yo no hubiera condenado a nadie por ser sólo un poeta." (Manuscrito encontrado en el olvido)
En Manuscrito encontrado en el olvido, se realiza una escritura similar al de un artículo de estudio de un manuscrito, añadiendo notas a pie de página y aclaraciones a una libreta encontrada en un refugio dantesco: en manos de un cadáver que sujetaba los restos de un bebé y junto a los huesos de una vaca. Las circunstancias históricas de esta escena nos las podremos imaginar como lo que sucedió tras el final de este relato, en el que repasaremos el cuaderno de un joven poeta que huía junto a su novia del país por su afinidad al derrotado ejército republicano.
El cuaderno está escrito con un tono melancólico, pesimista y apesadumbrado, con ecos propios del Romanticismo más desgarrado. Un relato que ahonda en la resignación dentro de la derrota. En su confesión, nuestro desvalido poeta no actúa, sino que parece dejarse llevar por las circunstancias adversas. No hubo una convicción fuerte por parte del protagonista, sino muchas dudas e indecisiones que le llevaron a su funesto final, aunque el relato nos conduzca continuamente hacia la derrota bélica como motor de su destino, cuando realmente es su causa. Por otra parte, podemos entender al personaje como un reflejo, salvando las distancias, de Miguel Hernández (1910-1942). Algunos fragmentos resultan conmovedores y escalofriantes para el lector, a pesar de que podamos localizar alguna contradicción.
La mejor narración (que no historia) del libro llega en El idioma de los muertos, que llega a combinar adecuadamente el uso del estilo directo con un estilo indirecto libro. En este relato encontramos a un derrotado que conoce su destino: él ya sabe que está muerto, como ocurría alrededor de Santiago Nasar en Crónica de una muerte anunciada (Gabriel García Márquez, 1981) o el joven Seita en La tumba de las luciérnagas (Isao Takahata, 1988). Méndez se empeña en seguir resultando demasiado excesivo en sus explicaciones, ahondando aún más en la llaga, pese a que la situación de Juan Senra es deplorable sin necesidad de ofrecer mayores rodeos. Cabe mencionar que en este relato se introducen algunas referencias literarias y encontramos también la escritura de una carta que, en cierto fragmento, recuerda al cuaderno de palabras inventadas de La vida por la opinión, de Ayala.
El protagonista, encarcelado y siendo juzgado para una muerte segura, logra alargar su vida inventando una amistad que nunca existió con el hijo de uno de sus jueces. Alrededor de él, el autor nos describirá el lamentable estado de los presos y la brutalidad de los carceleros. En este relato, encontraremos por primera y única vez el dolor del bando contrario, representado en la esposa del juez, aunque esta se alimenta de una mentira, de una imagen idealizada de su hijo muerto en guerra. Como sucedía con el capitán Alegría, Senra es un derrotado que mantiene su dignidad y que a partir de esa dignidad es donde consigue su victoria. No es de extrañar, por tanto, que sea en esta tercera historia donde encontremos narrado el destino de Carlos Alegría. Su rol en este relato es alentar aún más la pesadumbre y la determinación final del nuevo protagonista.
"Reverendo padre, estoy desorientado como los girasoles ciegos. A pesar de que hoy he visto morir a un comunista, en todo lo demás, padre, he sido derrotado y por ello me siento sicut nubes..., quasi fluctus..., velut umbra..., como una sombra fugitiva." (Los girasoles ciegos)
Los girasoles ciegos, título del último relato y de la obra entera, surgido de la metáfora de entender la confusión en que viven los personajes, como estas flores que, siguiendo siempre al sol, no son ahora capaces de encontrarlo, cierra el libro de Alberto Méndez. Sin duda, es uno de los relatos más elaborados, con una división tripartita entre los narradores: la carta del hermano Salvador en cursiva, a modo de confesión, la voz de un Lorenzo adulto recordando su pasado en negrita y una narración en tercera persona, omnisciente, en letra redonda. Su historia nos traslada a la vida de una familia cuyo padre vive como un "topo", es decir, escondido en su propia casa, en un hueco, oculto por miedo a la represión del régimen franquista que pudiera sufrir por haber sido profesor. Es decir, por ideología sin más, que sería el triste precio de una dictadura.
La historia nos avisa de un trágico final con algunas pistas, algunas muy reveladoras según se acercan las últimas páginas, a la vez que nos muestra el creciente interés sexual del diácono Salvador, otro nombre irónico, entre constantes frases que parecen defender la creencia de haber sido un luchador por la paz y el restablecimiento de la moral. Resulta curioso que haber asesinado a hombres en una guerra le resulte fácilmente incuestionable y hasta justificado, pero que lo sucedido con esta familia le haya marcado y le haya permitido ver el horror de una muerte innecesaria. De nuevo, el bando victorioso cae derrotado por la dignidad del derrotado. En el fondo, las derrotas que Méndez ha narrado son dobles y vienen marcadas por la victoria de la dignidad de los vencidos frente al odio cuestionado y cuestionable de los vencedores.
"-Que alguien quiera matarme no por lo que he hecho, sino por lo que pienso... y, lo que es peor, si quiero pensar lo que pienso, tendré que desear que mueran otros por lo que piensan ellos. Yo no quiero que nuestros hijos tengan que matar o morir por lo que piensan." (Los girasoles ciegos)
En este relato se remarcan sobre todo la represión escolar y, por tanto, la del futuro de los jóvenes, el poder de la curia tras la guerra civil y el deseo de los exiliados (aunque fuera un exilio interior y secreto) de un mundo armónico futuro donde nadie es asesinado por un ideal. Se une a estas cuestiones el hastío de Ricardo, el padre de Lorenzo, ante su obligado encierro, especialmente al ver la tranquilidad de las calles y la manera en que todo ha recuperado su curso aceptando una nueva realidad impuesta. El ambiente de posguerra es retratado desde las acciones de la madre para conseguir dinero y comida, los recuerdos de infancia de Lorenzo alrededor de su barrio y de sus amigos y las escenas represivas sufridas por la madre tanto por militares que inspeccionan la casa como por la obsesión del hermano Salvador.
Un relato bien ejecutado, pero que mantiene el escollo de una narrativa, la referente al diácono, excesivamente maniquea, especialmente ante el lamento final en comparación a su desarrollo, provocando que la carta de Salvador pierda el sentido de la continuidad con el inicio del mismo. Como detalle, se menciona que la hija mayor de esta familia se había marchado junto al joven poeta protagonista del segundo relato, adivinando así su futuro.
En conclusión, cuatro relatos que muestran la derrota desde diferentes prismas, aunque todos concluyan también en una derrota física, cierta visión maniquea y un afán por explicar sobre narrar, especialmente en el primer relato. Aunque se intenta dar una continuidad mediante los personajes entrelazados, se nota cierta diferencia de escritura entre los cuatro relatos, debido seguramente al tiempo en que fueron siendo escritos. Es decir, estamos ante una obra rica en recursos, pero que podría haber sido aún más pulida. No obstante, contiene relatos testimoniales duros y emotivos, novelando las historias de sufrimiento de los derrotados en la guerra civil española de una manera estremecedora.
Escrito por Luis J. del Castillo
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