Adaptaciones (XXIX): Muerte en el Nilo, de John Guillermin

11 agosto, 2014

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Una vez, en el Expreso de Oriente, investigué un asesinato. Había desaparecido un kimono, y sin embargo, debía estar en el tren. Lo encontré en mi propia maleta cerrada con llave. ¡Fue una verdadera impertinencia!” (Poirot en Poirot en Egipto).

La acción de Muerte en el Nilo (Death on the Nile, EMI-Universal, 1978) nace en un pueblecito inglés y fluye continuamente, sin detenerse, hasta desembocar en un último plano con las aguas del río Nilo.

Adaptación de la novela Poirot en Egipto (1937), de Agatha Christie (1890-1976), a cargo de Anthony Shaffer (1926-2001), con dirección del interesante John Guillermin (1925), un diseño de producción de Anthony Powell (1935), que le valió un Oscar, fotografía del gran Jack Cardiff (1914-2009) y una excelente partitura de Nino Rota (1911-1979), Muerte en el Nilo presenta una dramaturgia de la mirada, o sobre el mirar, elemento cinematográfico por antonomasia.


Cuando el joven, guapo y adinerado matrimonio Doyle, formado por Linnet (Lois Chiles) y Simon (Simon McCorkindale), logra alcanzar la cima de una de las pirámides de la meseta de Guiza, cree que se encuentra solo, pero la realidad es otra. Poco después, ya con los pies “en la tierra”, el celebérrimo detective Hercules Poirot (encarnado aquí con gran soltura y sentido del humor por Peter Ustinov), escucha a los recién casados y observa. Se halla precisamente sentado bajo la Esfinge, y como los de esta, son los suyos “unos ojos que lo ven todo”. O al menos, que parecen alcanzar más allá del “espectro visible”. Esta facultad trasciende cualquier formalismo rutinario; podría decirse que los de Poirot son los ojos de la psicología.

Esa noche, en el hotel, todas las miradas convergen en la afortunada pareja. De hecho, la presencia del resto de invitados parece obedecer a una particular atracción hacia esta. Y es que formando parte de esa visión mistérica, en Egipto también actúa el destino, cuyas aguas surcará el vapor Karnak, conduciendo a los pasajeros hacia su particular estrella.


Estas miradas son producto de la influencia, y la influencia la proporciona el poder. En este caso, la “víctima colateral” de tanta dicha es Jacqueline de Bellefort (Mia Farrow), que padece el despecho de haber sido abandonada (el realizador lo muestra por medio de una elipsis temporal que es un encadenado visual y sonoro). A tal punto que cuando Poirot le aconseja que “entierre a sus muertos”, ésta solo piensa en el disfrute de la venganza.

Por su parte, Linnet atesora la influencia de una persona sobre las otras. En resumen, el dinero de la clase “alta” representada por la heredera, sobrepasa al joven contestatario Ferguson (en el libro, otro enojado chico de familia bien; Jon Finch), a una escritora hiperbólica (estupenda Angela Lansbury) y su apocada hija (Olivia Hussey), a un apoderado de parte de los bienes de Linnet Doyle (George Kennedy), a la doméstica de los Doyle (Jane Birkin), a un doctor de carácter sanguíneo (Jack Warden), a una anciana rica y su dama de compañía y enfermera (respectivamente, Bette Davis y Maggie Smith), y en fin, a un amigo del detective, el coronel Race (David Niven: como vemos, el reparto es de categoría).

Pero el cliché de la rica prepotente sirve a la escritora para jugar (o para alterar el juego). En el caso de Linnet Doyle, el dinero y la clase son algo otorgado aleatoriamente (por herencia), y la belleza también. Pero a esta concepción prototípica, la genial autora le dará la vuelta. Belleza, dinero y amor son esgrimidos casi a modo de una burla del destino, tal y como pueden percibirlo el resto de pasajeros. Todo ello, hasta desembocar en unos Romeo y Julieta completamente pervertidos. “¡Cuántos enemigos debes tener, Linnet!”, le comenta Jacqueline (pg. 11; la edición que manejo es la de Molino, 1985).


Esto es lo que algunas personas no quieren hacer. Conciben una hipótesis y quieren que todo encaje en ella. Si algún dato o pormenor no encaja en la hipótesis, lo rechazan. Pero siempre los hechos que no encajan son los significativos(pg. 190).

El juego pasa entonces a formar parte de la representación, ya que Muerte en el Nilo es la puesta en escena de una puesta en escena.

Así sucede con la piedra que alguien arroja, en el Templo de Asuán, y cuya “disposición” había de conocerse de antemano (lo corrobora el plano subjetivo del causante). Del mismo modo ocurre cuando la acción se traslada a una parte del barco, la banda de estribor, mientras la otra queda libre: nadie escucha el disparo que causa una muerte (a este respecto, resulta esclarecedor el plano con la disposición de los camarotes que aparece, al menos, en la referida edición. Además, en la película se han eliminado, o mejor dicho, se han amalgamado, con buen criterio, algunos personajes).

A ello se añade el juego con el tiempo. La esencia del whodunit (“quién mató a quién”), incluye un mcguffin: la desaparición de un collar de perlas. Como en una estructura de cajas chinas, los distintos puntos de vista del incidente en el salón del barco, expuestos por Poirot, son la visualización de todo un abanico de posibilidades. Como si el asesinato fuera, ciertamente, una cuestión de puntos de vista, de oportunidades perdidas, buscadas o encontradas. A Poirot le compete dilucidarlo.


Es horriblemente fácil matar a la gente (El asesino en Poirot en Egipto).

La cuestión de quién arrojó el pedrusco que a punto estuvo de acabar con los Doyle, queda mejor aclarada en el original (pg. 210; el incidente se produce desde un acantilado y no en el Templo de Karnak; así mismo, queda anotada la procedencia rústica de Simon Doyle), pero ello no quita para que Muerte en el Nilo sea una más que disfrutable representación del mismo, que incluso añade algún detalle (como la toalla empapada de sangre). Una vez que, como suele decirse, se precipitan los acontecimientos, la resolución es la misma -lógicamente-, aunque varíe la puesta en escena (no la relativa al crimen, o al hecho de que a Poirot le guste disponer de público cuando procede al esclarecimiento de un caso).

Agatha Christie retuerce la sentencia holmesiana de que una vez eliminado lo imposible, lo que quede, por increíble que parezca, debe de ser la verdad. Y cómo no, en ese proceso, el lenguaje también tendrá su importancia en la consecución y posterior resolución del lance: lo sobreentendido se suma al empleo de una determinada forma verbal. No en vano, la autora aseguraba que “las conversaciones siempre son peligrosas si se quiere esconder alguna cosa”.

Escrito por Javier C. Aguilera


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