Mucha gente, que presumo joven, suele dejar escritas reseñas -parece que es una necesidad imperiosa- en las distintas páginas donde se procura información de películas. Generalmente vacías de contenido, donde se esgrimen ideas como que no-está-mal-para-su-época. Lo que me lleva a preguntarme si estas criaturas realmente piensan que en los años ochenta vivíamos en la Edad de Piedra. Cuando no hace su aparición el típico latiguillo de que se adelantaron a su tiempo. Como si el cine no fuera una cuestión de presente histórico, o algo alejado de la innovación y el avance, por mucho que refleje una época, o sea heredero de los efectos especiales disponibles en cada momento. Lo cual se magnifica en el muy apreciado, aunque no siempre respetado -por sus propios responsables-, género de terror y ciencia ficción.
Lo digital
ha abaratado los costes, pero también la suspensión de la credibilidad cinematográfica,
y el sustancial poso filosófico; ha despersonalizado el aspecto argumental, supeditado
a la tiranía de lo tecnológico. Vamos dando tumbos. Sin embargo, personajes, narrativa,
fotografía, vestuario, moda de todo tipo, música, edición, son los mejores
aliados del cine con afán –a veces inconsciente- de perdurar. Lo que llamamos
clasicismo.
El grueso de películas que hoy en día merecen la pena y han burlado el transcurrir del tiempo, es anterior a los años noventa, abarcando, por supuesto, el cine silente. Dicho de otro modo, para el buen cine no existe edad.
Para adentrarnos
en la Calle del Olmo, también quisiera tener en cuenta lo siguiente. Por dónde
nos movíamos, en una etapa donde el principal material de referencia era proporcionado,
aparte de por las salas comerciales, por aquel invento maravilloso de los videoclubs.
Junto con los salones recreativos, epítomes y receptáculos de la cultura
popular (pop), y poco menos que nuestro
hogar. Lo que conllevaba, además, la magia de no tenerlo todo a golde de clic, sino de tener que bregar, en mayor
o menor medida, por las cosas que deseábamos (fuera una película, un tebeo o un
L.P.). Y no estoy dispuesto a conceder que
esto no tuvo un valor. El objeto más anhelado después del balón -en mi caso, ni
eso-, era la cinta de video, instrumento para apresar en imágenes todo lo que quisieras. Con frecuencia, la cinta
beta, con la que empecé, o VHS,
con la que medié y terminé, procuraban un buen programa doble. Era lo más
parecido a las sesiones continuas. Nuestros capturados
quedaban a nuestra merced, casi para siempre (muchos de ellos ahí siguen, como
genios en sus lámparas). Todos estos recuerdos se pueden medir y pesar, poseen
la materialidad que define el arte pop. No forman parte de ninguna nube.
Dicen los especialistas que no se puede vivir sin soñar. Moriríamos intoxicados. Con lo que, que le priven a uno de los sueños que, exceptuando las pesadillas, pueden constituir una zona de confort alternativa, donde no existe el tiempo, y el espacio se bifurca, es una crueldad máxima. La forma más indirecta e implacable de acabar con alguien. El argumentario es, cuando menos, inquietante. Una tercera parte de nuestra vida la pasamos durmiendo. Aunque como digo, lo fundamental para nuestra supervivencia no es dormir, sino soñar. Momento en que nuestro inconsciente queda libre, lo que viene a ser, nuestros temores y pasiones. El gran Carl Gustav Jung (1875-1961) amplió el espectro al añadir a la individualidad, la figura del arquetipo universal, como expresión de un inconsciente colectivo, portador de un lenguaje común a todos, atemporal y adscrito al transcurrir de las diversas culturas. Una entrada al mundo de los espíritus desde la antigüedad. Aspecto que dejaba la puerta abierta a la visita de seres queridos… o no. Coexistentes en otra dimensión. Es decir, que se abraza la idea de un visitante durante el sueño. Generalmente, un guía benéfico. Telepatía, premonición, son otras expresiones que se dejan sentir durante el sueño. Todos ellos, son los ingredientes que aderezan la potencia argumental y visual de Pesadilla en Elm Street (cuyas siglas en español se corresponden, curiosamente, con la P.E.S.: percepción extrasensorial). ¿Pueden explicarse todas estas manifestaciones desde el punto de vista del inconsciente? Las películas de la serie Elm Street contestan con un rotundo no.
Imaginemos un sueño donde el psiquismo no se relaja. Esto es una pesadilla. Dar vueltas en la cama, vivir otras historias desde la angustia. Un tema, el de la enajenación, por un lado, y la convivencia con alternativos apartados de la realidad -no de la mente, aunque la realidad depende de lo que observamos con nuestro entendimiento-, por otro, que ya había aparecido en títulos precedentes o coetáneos, no tan renombrados, pero sí de efectiva singularidad, que los merodeadores de videoclub conocimos bastante bien. Por ejemplo, Pesadillas de una mente enferma (Nightmare, Romano Scavolini, 1981), Pesadillas (Nightmares, Joseph Sargent, 1983), o la más destacable de todas, La gran huida (Dreamscape, Fox, 1983), de Joseph Ruben (1950). Por no irnos al cine clásico o de corte psicoanalítico.
Lacerar
adolescentes se convirtió en una práctica habitual (en la ficción). En los años
setenta fueron las consolas Atari 2600, ponerlos a bailar en las discotecas y
regalarles relojes de pulsera digitales; en los ochenta, masacrarlos. Para
compensar, imagino.
En esas
estábamos, cuando el género de terror sufrió el auge y la caída del slasher. Aun bebiendo de esas moribundas
fuentes, en las que sobrevivir a la graduación académica era ejemplo de
malabarismo milagroso, algo muy distinto nos ofrecían personalidades
cinematográficas del carácter de John Carpenter
(1948), Joe Dante (1946), David Cronenberg (1943) o el mismo Stanley Kubrick (1928-1999). El escritor y realizador
Wes Craven (1939-2015) ha contado en algunos documentales, incluidos los de la
edición integral de la serie en blu-ray,
cómo la idea de Pesadilla en Elm Street
(A Nightmare on Elm Street, New
Line-Fox, 1984), se le ocurrió a finales de los
años setenta, cuando tuvo noticia, a través de los periódicos, de una serie de
hechos anormales relacionados con los trastornos del sueño en un adolescente
con pasado traumático. En puridad, una premonición que se habría de
materializar, fatalmente, durante la narcosis.
La idea
encaja como un guante, y es precisamente este el punto de partida de la
narración. Lo primero que hace el antagonista de nuestro relato, en las
primeras imágenes de la película, es confeccionar un arma en forma de guantelete.
Tan solo queda establecer el marco de los asesinatos: el de los sueños. Siempre
en difícil distinción con la realidad.
Esta secuencia
de apertura prosigue con los típicos sustos, donde el criminal acecha o
persigue a una nena (con cada víctima juega de un modo distinto). Lo cual está
bien pergeñado, porque el resto de la película va a ser el dinamitado y
cuestionamiento de esa forma básica de plasmar el terror, poniendo en escena la
distorsión de la narrativa habitual de lo pesadillesco. Es decir, se va a
marcar una frontera, dentro y fuera de la propia película, entre lo que ha sido
y va a ser el entendimiento del mundo de los sueños. Una nueva dimensión del
terror.
Esta
primera escena no es, por consiguiente, gratuita, sino una primigenia toma de
contacto con la realidad del otro lado que, además, nos procura alguna
información fragmentada del origen siniestro del asesino y su hiriente arma.
A esta sinuosa zona de indefinición quedamos emplazados. Pero en lo que llamamos la vida real, el escenario es un espacio residencial de apariencia agradable, con hermosos jardines, bulliciosas universidades y amplias aceras flanqueadas por robustos árboles. Sin embargo, el mal conoce cada refugio, y esta vez, ataca de la forma más perturbadora posible: adentrándose en nuestro yo. Lo corroboran los desgarros en el camisón de Christine Gray, Tina (Amanda Wyss), cuando despierta agitada. Más tarde, en el instituto, le comenta a su amiga Nancy Thompson (Heather Langenkamp), tú has soñado con el mismo hombre que yo. Ambas muchachas tienen más en común: la pertenencia a una familia desestructurada. Lo intuimos cuando Tina regresa de su primera pesadilla, y en el caso de Nancy, al sernos presentados, por separado, sus progenitores, March (una espléndida Ronee Blakley), y el teniente de la policía Doc (el estupendo John Saxon).
El novio de
Tina, Rod Lane (Nick Corri, alias de Jesús García), también es un marginado.
Queda Glen Lantz (el incipiente Johnny Depp), que trata de escapar a un exceso
de protección por parte de sus padres (tampoco excesivo, es el personaje más
equilibrado, en este sentido), aunque acaba igualmente en las garras de un
enemigo más atroz.
El segmento
en el Katja Institute, para los trastornos del sueño, es otro momento clave y revelador
de la película. Un trastorno que, en el caso de Nancy, registran los aparatos.
En esta secuencia no somos testigos de la pesadilla, Wes Craven la articula desde
el punto de vista de los adultos --los no creyentes-, pero sí constatamos el
terror de su manifestación a través de los efectos: los citados registros y la
evidencia física de una prenda que se materializa a este lado. De este modo, el
trauma de los padres (que lo tienen) se traslada y corporiza en los hijos
(preferencia desprevenida de Freddy). Los asesinatos se revisten de un ajuste
de cuentas desde el más acá.
Respecto al punto de vista de la puesta en escena existe otra idea sugerente: el sótano de los Thompson, en sueños, comunica de forma directa con las calderas de la fábrica donde trabajaba Freddy Krueger (siempre interpretado por Robert Englund), que es, por así decir, su refugio y guarida, antes de asaltar la casa de Elm Street. Un enlace directo entre ambos tiempos y espacios, a razón de un asesinato –el de Freddy-, o asesinatos, en referencia a los cometidos por Freddy en el pasado.
Los límites
entre realidad y pesadilla son intencionadamente difusos en la secuencia final,
donde queda involucrada la policía en el hogar de Nancy. Hasta que la muchacha se
ve capaz de dar, literalmente, la espalda al miedo. Otros buenos detalles nos aguardan,
como la figura de un tipo misterioso en la calle, cuando Nancy se dispone a
acudir de nuevo al instituto, que luego resultará ser un agente de policía de
incógnito.
Freddy
representa el intrusismo en los dormitorios. Lo más íntimo de nuestra
personalidad antes de disponer del conjunto de una vivienda. Vasija de nuestros
secretos más ocultos (algo cada vez más difícil de experimentar, teniendo en
cuenta el nivel de visualización de cualquier aspecto de la vida en las redes).
Con lo que, cual ente omnipresente, sea con ánimo de aterrorizar como de
arrogancia, el propio Freddy compara su diabólica arma con Dios ante Tina (This is God); a sí mismo, en el doblaje
en español (Yo soy Dios). A lo que se
suma otro hecho relevante que quisiera ahora destacar. Fue a partir de los años
noventa que la cámara comenzó a mentir, a no mostrar la realidad tal cual es
–en todas sus facetas-, no resultando un amigo fiable. Por supuesto que, con
anterioridad, ya se habían realizado sugestivos experimentos en este sentido,
pero me refiero de un modo grupal y no aislado. A partir de entonces, para bien
y para mal, fuimos más conscientes de esta mentira, o cuando menos desconfianza
–de la que se ha abusado- con la que sorprender, sobre todo, dentro del ámbito
de terror. Lo cual lleva parejo que el arte de asustar sea cada vez más
improbable. Entonces no: éramos más receptivos al hecho de que la cámara
mostraba la perversa y cruda realidad. Sin cortapisas intelectualoides ni
experimentos críticos con el espacio-tiempo (ejercicios argumentales y visuales
siempre los ha habido, insisto).
Pesadilla en Elm Street dio
a Wes Craven una merecida popularidad y reputación como cineasta a tener en
cuenta, aunque esta no era de lejos su primera película. El éxito económico
impuso las progresivas secuelas. De las que, si tuviera que definir un estrecho
vínculo, más allá de la participación del asesino Freddy Krueger, diría que
reside en la materialización de la recién adquirida responsabilidad por parte de
los protagonistas jóvenes, como un arma arrojadiza y liberadora. El hecho de responder
de forma autónoma, sabiéndose enfrentar a nuestros miedos, como contrincantes
dignos, es lo que los define. Aunque ello implique, por otra parte, no ser
capaz de ayudar a quienes te rodean, amigos y familiares.
El caso es que
la presencia del abusador y asesino de niños Freddy Krueger, ha pervivido como
una impregnación en la susodicha casa, a la que se ha mudado la familia Walsh
tras permanecer seis años deshabitada. Como tal posesión, no me parece en
absoluto aberrante que Freddy se manifieste en el plano de la realidad cuando
ataca a los muchachos en la fiesta de Lisa Webber (muy bien Kim Myers), como
tanto se ha denostado. De hecho, me resulta una consecuencia lógica. Al fin y
al cabo, es el plano habitual en el que se desenvuelve Jesse Walsh, el
protagonista y objeto de la posesión (Mark Patton). Aunque cabe la posibilidad
de que la referida escena se enclave en el reino del duermevela (como el
enfrentamiento final a tres bandas, entre Lisa y Freddy-Jesse, en la factoría).
Tampoco me molesta el bailecito que se marca el chico en su dormitorio, porque
lo entiendo como un momento de desahogo tras ese anhelado descanso,
continuamente interrumpido por noches espantosas, y porque el chaval me agrada y
lo que haga me parece bien. Por cierto, que su look en el interior del autocar que lo lleva al instituto se me
antoja un remedo de la apariencia que lucía el gran Conrad Veidt (1893-1943) en
El gabinete deldoctor Caligari (Das cabinet
des dr. Caligari, Robert Wiene, 1920).
Jesse está
en una edad difícil. Por aquello de la identidad y encaje en un nuevo lugar. Una
idiosincrasia de la que sabe sacar provecho Freddy. Te necesito, Jesse, tienes que ayudarme a hacer un trabajo, le
dice. A su vez, este le comenta a su reciente amigo Ron Grady (Robert Rusler), estoy hecho un lío. Siento que me estoy volviendo loco. Jesse se siente algo
desclasado. En el plano físico, hasta conduce un coche destartalado. ¿Por qué no se puede despertar Jesse como
todo el mundo?, pregunta, no sin sentido del humor, su hermana pequeña Angie
(Christie Clark). Está claro que el joven lo está pasando mal. Sale, o tiene
por amiga y confidente, a Lisa. Su progresiva amistad con Ron también le hará
enfrentar los castigos del entrenador Schneider (Marshall Bell). Una magnífica
idea de guión, debido a David Chaskin (-), es el diario de Nancy, antigua
inquilina de la casa, y que es hallado en el dormitorio de Jesse -de Nancy-, por
Lisa.
El calor es otro de los elementos llamativos que denotan la presencia de Freddy Krueger en esta segunda parte; como sucedía en la perspicaz muestra de cine negro Fuego en el cuerpo (Body Heat, Lawrence Kasdan, 1981). Cuando el mal se manifiesta, los contornos se difuminan. Ciertamente, el chico mata, aunque lo visualicemos a través de la figura de Freddy, pero no es menos cierto que no por su gusto, sino por mandato del avieso demoñuelo, a causa de esa maléfica posesión. La impregnación –incluso violación de la intimidad- conlleva el desbarajuste de lo físico, y una pesarosa resistencia que entronca con la confusión netamente adolescente: ¿qué me pasa? ¿por qué actúo así? Llevada a sus límites consecuencias, claro está.
Recuerdo
que la secuela fue muy bien recibida en España. No tanto en otras latitudes. Al
punto de enfrentar a artífices con un sector abotargado del público. Se puede
decir que el guionista pretendía una cosa, pero resulta que salió otra más
interesante durante el proceso. Deriva que agradezco, porque confiere a Pesadilla en Elm Street 2: la venganza de
Freddy (A Nightmare on Elm Street 2:
Freddy’s Revenge, New Line-Warner Bros.,
1985), una novedosa significación. Ahora bien, sin sacar las cosas de quicio. Verdad
es que la sensibilidad hacia las minorías aún estaba en construcción en aquellos
años (suponiendo que haya de prevalecer la lectura gay de la jugosa pieza),
pero eso no ha de impedirnos disfrutar del espectáculo, sin focalizar en
exclusiva tal vertiente de la película. La intrahistoria no puede devorar la
historia. Pesadilla en Elm Street 2
está elaborada, gracias a la labor en la dirección de Jack Sholder (1945), con
el primor de lo apenas velado. Una característica que se ha venido perdiendo en
los pliegues de lo explícitamente correcto.
Jesse es, a
su modo, un outsider, alguien al
margen. Descubrimos en su mesilla de noche un ejemplar de En el camino (On the Road,
1951; publicada en 1957), obra contumaz de Jack Kerouac (1922-1969). En su
tribulación, no puede hacer el amor con su novia (Lisa). Pero esto confiere al
personaje un matiz netamente humano; último vestigio de lo que se le quiere
arrebatar.
En relación con la película primigenia, en la secuela pasamos de la coincidencia -entre personajes- a la correspondencia -entre Jesse y Freddy-. Una aportación más perturbadora de lo que parece a primera vista, y que por lo general ha sido ninguneada. Ahí radica, para mí, el atractivo principal de dicha secuela.
Tal y como Jesse
lee en el diario que Nancy dejó olvidado
en la casa, los hechos anteriores tuvieron lugar hace más de cinco años. Si
tomamos la fecha de producción de Pesadilla
en Elm Street 2, 1985, esto sitúa la acción anterior en 1979 u 80. Es
posible, ciertamente, y da tiempo a que las distintas piezas del puzle
dramático se observen con la debida distancia. Se trata de un salto temporal con gancho: la vivienda ha necesitado
todo ese tiempo para poder ser alquilada.
Por otra
parte, la realización de la película es limpia, igual que en el caso de Craven,
es decir, sin marear al personal con
la cámara ni aturdirlo en exceso con una sobrexposición de efectos visuales y
sonoros. La puesta en escena es clásica. Apabullante por estar siempre bajo
control.
Y luego
están las bandas sonoras. Las partituras de la saga -o franquicia- muestran un
nivel de calidad evidente. Siendo las dos primeras de altas capacidades. Aun resultando muy distintas en su elaboración y
ejecución. La primera de ellas fue confeccionada por Charles Bernstein (1943;
no ha de ver con el genial Elmer), poco menos que con palos y piedras, con un indiscutible nivel de exigencia y
creatividad. La segunda ya pudo recurrir a cierta holgura instrumental, y
pertenece a ese personalísimo y evocativo, en los límites del minimalismo, compositor
que es Christopher Young (1958). En las mismas afueras que los trabajos más
intimistas de Howard Shore (1946). Después encontramos nombres tan señeros como
los de Angelo Badalamenti (1937) o Brian May (1934-1997).
En
cualquier caso, valga mi comentario para revalorizar una secuela que, por norma
general, ha sido injustamente infravalorada. Y a veces por los motivos más
peregrinos y abyectos.
También
aquí se nos proporciona una referencia temporal. La propia Nancy (de nuevo
Heather Langenkamp), especialista y líder de los recluidos, nos dice que su
ataque se produjo hace seis años, lo que concuerda con lo expuesto en la
segunda parte.
Dejando
aparte a Freddy, el mayor enemigo de los chicos en esta entrega son los médicos
que lo racionalizan todo. La psiquiatría no basta. Tras contar con la ayuda del
doctor Neil, Nancy llega a pedir a la doctora Elizabeth Simms (Priscilla
Pointer), que olvide los libros –lo establecido- y confíe en su testimonio.
Esta inutilidad de lo científico, entendido como cortapisa racionalista, me
parece que es la idea más brillante de Pesadilla
en Elm Street 3, allende la puesta en escena de los distintos asesinatos. También
la experimentación oblicua con la droga Hypnocil, capaz de mantener despierto
al más recalcitrante.
Otra enriquecedora perspectiva radica en el hecho de que la joven interna Kirsten Parker (Patricia Arquette), posea la facultad de atraer e introducir a los demás miembros del grupo en sus sueños. Una pesadilla compartida por todos. De la que nadie escapa, y en la que cada uno está involucrado, pudiendo, eso sí, interactuar. Un juego que debe estimular mucho a Freddy Krueger, siendo Kirsten el nexo de unión.
Es cierto
que Pesadilla en Elm Street 3 se
apoya más en la fantasía que en lo truculento, pero no por ello deja de ofrecer
una digna alternativa a través de todos estos giros argumentales, que se van
incorporando y enriqueciendo la saga. Es a partir de ahora que comenzamos a
conjurar el miedo disfrazándonos de Freddy Krueger…
Bien. Si
las dos primeras películas operaban, y operan, de forma independiente, a partir
de la tercera, las narrativas se encadenan. En un encadenado más convertido en
encadenamiento, es decir, no siempre emancipado y propio. La representación y
estructura comienzan a repetirse de forma pavorosa en Pesadilla en Elm Street 4: el maestro del sueño (A Nightmare on Elm Street 4: The Dream
Master, New Line, 1988).
Ejemplo de ello son, además de la retahíla de asesinatos de rigor, la necesidad
de resucitar a Freddy Krueger cada vez, como al Drácula de la Hammer, de las
maneras más peregrinas. Procurando una sucesiva encarnación. Misma idea,
visualizada, eso sí, con mejores medios. Aquí, desenterrando sus huesos
consagrados. Impidiendo a todo el mundo -incluido Freddy- tener la fiesta en paz. El grupo anterior, el
del sanatorio, se ha disgregado. Kirsten (ahora Tuesday Knight) ha vuelto al
instituto y dormida la amenaza, su vínculo de amistad permanece en estado
latente. Teniendo en cuenta que sus compañeros, nuevos y de antaño, caen como moscas, ¡sin que se interrumpa el
ritmo de las clases en el instituto!, esto sí que ha de ser terrorífico.
La idea más
original tiene que ver con Freddy. Ya no solo se alimenta del miedo, sino de
las almas de sus víctimas. Lo sostienen en pie, podríamos decir. Él mismo queda
convertido en Purgatorio, o más adecuadamente, en receptáculo infernal (del que
se puede escapar) para las almas extraviadas. No está mal filmada la idea, aunque
en su conjunto, la película resulta sosa. A pesar de su desaforada tendencia a
ofrecer un espectáculo de neón y sonido. Al frente de ello, el director Renny
Harlin (1959), procura cierta ambientación que rememora el estilo de los años
cincuenta, por ejemplo, en el bar donde trabaja Alice (Lisa Wilcox), o en un
cine… Una pesadilla kafkiana no exenta de simpatía, como el comentario de Rick
(Andras Jones) a Debbie (Brooke Theiss), cuando este le dice que las series acabarán contigo. Empero, sin
que podamos escapar a la sensación de que nos están ofreciendo más de lo mismo.
Como el propio Freddy asegura, refiriéndose a sus jóvenes torturados, se trata
poco más que de carne fresca.
La idea de Freddy como padre no es mala, teniendo en cuenta que él mismo fue engendrado por tropecientos lunáticos, según se nos narra en la tercera parte (que debió haber sido la última). Retomando el hilo de esta idea, se planifica Pesadilla en Elm Street 5: el niño de los sueños (A Nightmare on Elm Street 5: The Dream Child, New Line, 1989), dirigida por Stephen Hopkins (1958).
Se
solidifica el planteamiento de la casa de Elm Street como centro de operaciones
de Freddy, un escenario del que ya nos sentimos algo hastiados. Volver a
mostrarlo era innecesario. Pero toda la película lo es. En este sentido, la visualización
de la historia resulta más rocambolesca y burlesca que terrorífica, maligna tendencia instaurada en la
tercera parte: allí estaba bien, más allá de ella, constituye un parto en sí mismo.
No quisiera
pasar por alto, sin embargo, algunos aspectos positivos. Los chicos están bien,
y la realización es oportuna, aunque el conjunto resulta insuficiente. La idea
de la madre (Alice) luchando por la supervivencia y bienestar de su hijo, no
está exenta de mordiente. Como la pesadilla convertida en un cómic. Así mismo, la
imagen del psiquiátrico abandonado, en plano general, que semeja un castillo
gótico.
Suma y
sigue. Pesadilla final, la muerte de
Freddy (Freddy’s Death: The Final
Nightmare, New Line, 1991),
de Rachel Talalay (1958), es tan fantasiosa como las precedentes, pero resulta
más imaginativa y sugestivamente cruel (como cruel es borrar el recuerdo de las
víctimas en los vivos: hay gobiernos que hacen lo mismo). Una fantasía menos
estereotipada, si queremos verlo así. El barrio de Springwood, que contiene a
Elm Street, en el Estado de Nueva York, es ahora una especie de pueblo de los malditos o Hobb’s End. Allí se las verán la
psicóloga terapeuta Maggie (Lisa Zane), y un grupo de jóvenes con tendencias suicidas,
con Freddy Krueger, dispuesto a dar el salto a la realidad (aquello que se
criticó tontamente en la segunda parte), por confusa que esta sea, en otro de
los estados. Será su salida del armario
definitiva -entiéndase como triunfo-, según se nos adelanta.
El último
tercio del relato transcurre en 3-D.
La edición en blu ray de que dispongo
(integral de la serie), no respeta esta condición, pero nos hacemos cargo. La
película se beneficia, además, de contar con un actor tan sólido como Yaphet
Kotto (1939-2021). Siempre tuve debilidad por él, más allá de Alien (Íd., Ridley Scott, 1979).
La última vuelta de tuerca de la saga la propuso el fundador de la misma. Wes Craven volvió a la palestra de la dirección tras la primera entrega y la co-escritura de la tercera, con La nueva pesadilla de Wes Craven (Wes Craven’s New Nightmare, New Line, 1994). A esas alturas, el realizador ya disponía de una apreciable carrera, incluidos sus trabajos para televisión, y podía permitirse el adornar sus títulos con su firma, al igual que antes habían hecho Frank Capra (1897-1991), Francis Ford Coppola (1939), o el citado John Carpenter. No es un recurso egocéntrico, sino más bien una forma de anunciar la personalidad y novedad de esta -se supone- que definitiva propuesta. Y una manera de distinguirla de las previas, sin dejar de enlazar con ellas. Como agua volviendo a su cauce, aun respetando los afluentes.
Realidad y
ficción se dan la mano enguantada en La
nueva pesadilla de Wes Craven. El argumento y su plasmación plantea
preguntas interesantes. ¿Qué pasa con los actores después de una película?
(traumática o no; el de Mark Patton -segunda parte- es buen ejemplo de ello). A
veces tienen sus propias pesadillas. Incluso con una feliz carrera. Así, los
personajes de ficción quedan convertidos en entes reales. Y viceversa. Segunda
cuestión, ¿cómo le afectan al actor dichos personajes, con los que va a ser invariable
e inevitablemente relacionado? ¿Hasta qué punto, nosotros, como seres reales,
somos protagonistas de una película -el gran teatro del mundo-, que no
controlamos? Cuestiones intrigantes más
en teoría que en la práctica. Al menos, en el caso que nos ocupa, ya que se
repiten ideas del modo más exagerado, con el concurso de los nuevos efectos
digitales, en pleno y desatado auge. Lo que hace que las imágenes resulten menos
creíbles, para mí.
En
definitiva, que la ubre ya no daba
más. Y lo más irónico, es que la historia del hijo poseído por Freddy, semeja horrores la idea central de la tan
rechazada, por los padres fundadores, segunda parte. Por contra, La nueva pesadilla que se muerde la cola
demuestra ser, a veces, incongruente, sin garra,
aunque sobre el papel proponga la vuelta al terror más íntimo, menos
“apocalíptico” de las últimas entregas. Un ímpetu que se distorsiona durante el
proceso, confundiendo en ocasiones intimidad con estatismo, y porque carece de
lo que sí disponía a borbotones la primera parte: personalidad. La escena del
funeral es buena prueba de ello: los invitados son mera comparsa, apenas interactúan
entre sí, pese a contar con la agraciada idea de estar conformados por miembros
de las anteriores películas. Poca perturbación, frente a un chaval (Miko Hughes)
que no para quieto, con su ya su aburrida cantinela (la dichosa tonada infantil
que estructura la banda sonora y podemos considerar el tema de Freddy). Incluidos
unos insertos retrospectivos virados de azul, absolutamente innecesarios, y un
escenario final entre lo simbólico y lo grecorromano, con un excesivo empleo de
planos; algo que nunca le había pasado a Craven en la primera parte. Mientras
el espectador espera un verdadero escalofrío capaz de arañar la realidad. Definitivamente,
y sumando las últimas entregas, disponer de más medios no es la solución.
En el apartado salvífico, cuenta la buena intervención de ese gran característico que fue John Saxon (1936-2020). Al igual que Fran Bennett (1937-2021) en su rol de doctora. O la sorprendente y poco convencional conversación entre Heather (Heather Langenkamp) y Wes (Wes Craven): ambos se interpretan a sí mismos. Pero un buen cimiento no hace una casa, y menos en Elm Street.
En conclusión, no podemos dejar de reivindicar, a la par de añorar, aquellos espacios originarios donde la narrativa cinematográfica constituye el mensaje, y no al revés. Y es que para determinar lo que es o no un clásico, el tiempo se las pinta solo.
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