El autocine (CIII) Para Halloween II: Pesadilla en Elm Street y secuelas, de Wes Craven, Jack Sholder y otros

28 octubre, 2022

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Mucha gente, que presumo joven, suele dejar escritas reseñas -parece que es una necesidad imperiosa- en las distintas páginas donde se procura información de películas. Generalmente vacías de contenido, donde se esgrimen ideas como que no-está-mal-para-su-época. Lo que me lleva a preguntarme si estas criaturas realmente piensan que en los años ochenta vivíamos en la Edad de Piedra. Cuando no hace su aparición el típico latiguillo de que se adelantaron a su tiempo. Como si el cine no fuera una cuestión de presente histórico, o algo alejado de la innovación y el avance, por mucho que refleje una época, o sea heredero de los efectos especiales disponibles en cada momento. Lo cual se magnifica en el muy apreciado, aunque no siempre respetado -por sus propios responsables-, género de terror y ciencia ficción.



No existe tal adelanto en el tiempo; lo que existió fue un notable aprovechamiento de las posibilidades técnicas, en una época de fulgurante creatividad -al margen o frente a los distintos problemas sociales-, y una gente muy inventiva, a veces con escaso presupuesto -aunque no debemos tomar este parámetro como categoría de calidad de una película, en modo alguno-, capaz de convertir la necesidad en virtud y dar forma a los sueños cinematográficos. Una comunicación que no se ha interrumpido desde entonces, pues dichas formas –musicales, cinematográficas, literarias…-, nos siguen hablando en 2022. Algunos productos se quedaron por el camino, pero casi todo lo relacionado con los años setenta y ochenta –huelga mencionar lo previo-, se ha revalorizado por un motivo evidente: era auténtico. La feliz conjunción entre ordenador y efectos artesanales, sumada a unos guiones novedosos, aún en sus retruécanos, con una envoltura visual atractiva, bellamente fotografiados en la mayoría de los casos, en imágenes no adocenadas o de luminosidad clínica, como suele ser lo digital, y con una banda sonora distintiva, tuvo como consecuencia la definición de una época, una etapa palpitante y enérgica, con la que poder identificarse, lo mismo que sucede con los años veinte, treinta, cuarenta, etc. Es decir, un periodo con personalidad. Se haya vivido o no.

Lo digital ha abaratado los costes, pero también la suspensión de la credibilidad cinematográfica, y el sustancial poso filosófico; ha despersonalizado el aspecto argumental, supeditado a la tiranía de lo tecnológico. Vamos dando tumbos. Sin embargo, personajes, narrativa, fotografía, vestuario, moda de todo tipo, música, edición, son los mejores aliados del cine con afán –a veces inconsciente- de perdurar. Lo que llamamos clasicismo.


El grueso de películas que hoy en día merecen la pena y han burlado el transcurrir del tiempo, es anterior a los años noventa, abarcando, por supuesto, el cine silente. Dicho de otro modo, para el buen cine no existe edad.


 

Para adentrarnos en la Calle del Olmo, también quisiera tener en cuenta lo siguiente. Por dónde nos movíamos, en una etapa donde el principal material de referencia era proporcionado, aparte de por las salas comerciales, por aquel invento maravilloso de los videoclubs. Junto con los salones recreativos, epítomes y receptáculos de la cultura popular (pop), y poco menos que nuestro hogar. Lo que conllevaba, además, la magia de no tenerlo todo a golde de clic, sino de tener que bregar, en mayor o menor medida, por las cosas que deseábamos (fuera una película, un tebeo o un L.P.). Y no estoy dispuesto a conceder que esto no tuvo un valor. El objeto más anhelado después del balón -en mi caso, ni eso-, era la cinta de video, instrumento para apresar en imágenes todo lo que quisieras. Con frecuencia, la cinta beta, con la que empecé, o VHS, con la que medié y terminé, procuraban un buen programa doble. Era lo más parecido a las sesiones continuas. Nuestros capturados quedaban a nuestra merced, casi para siempre (muchos de ellos ahí siguen, como genios en sus lámparas). Todos estos recuerdos se pueden medir y pesar, poseen la materialidad que define el arte pop. No forman parte de ninguna nube.

 

Dicen los especialistas que no se puede vivir sin soñar. Moriríamos intoxicados. Con lo que, que le priven a uno de los sueños que, exceptuando las pesadillas, pueden constituir una zona de confort alternativa, donde no existe el tiempo, y el espacio se bifurca, es una crueldad máxima. La forma más indirecta e implacable de acabar con alguien. El argumentario es, cuando menos, inquietante. Una tercera parte de nuestra vida la pasamos durmiendo. Aunque como digo, lo fundamental para nuestra supervivencia no es dormir, sino soñar. Momento en que nuestro inconsciente queda libre, lo que viene a ser, nuestros temores y pasiones. El gran Carl Gustav Jung (1875-1961) amplió el espectro al añadir a la individualidad, la figura del arquetipo universal, como expresión de un inconsciente colectivo, portador de un lenguaje común a todos, atemporal y adscrito al transcurrir de las diversas culturas. Una entrada al mundo de los espíritus desde la antigüedad. Aspecto que dejaba la puerta abierta a la visita de seres queridos… o no. Coexistentes en otra dimensión. Es decir, que se abraza la idea de un visitante durante el sueño. Generalmente, un guía benéfico. Telepatía, premonición, son otras expresiones que se dejan sentir durante el sueño. Todos ellos, son los ingredientes que aderezan la potencia argumental y visual de Pesadilla en Elm Street (cuyas siglas en español se corresponden, curiosamente, con la P.E.S.: percepción extrasensorial). ¿Pueden explicarse todas estas manifestaciones desde el punto de vista del inconsciente? Las películas de la serie Elm Street contestan con un rotundo no.



Imaginemos un sueño donde el psiquismo no se relaja. Esto es una pesadilla. Dar vueltas en la cama, vivir otras historias desde la angustia. Un tema, el de la enajenación, por un lado, y la convivencia con alternativos apartados de la realidad -no de la mente, aunque la realidad depende de lo que observamos con nuestro entendimiento-, por otro, que ya había aparecido en títulos precedentes o coetáneos, no tan renombrados, pero sí de efectiva singularidad, que los merodeadores de videoclub conocimos bastante bien. Por ejemplo, Pesadillas de una mente enferma (Nightmare, Romano Scavolini, 1981), Pesadillas (Nightmares, Joseph Sargent, 1983), o la más destacable de todas, La gran huida (Dreamscape, Fox, 1983), de Joseph Ruben (1950). Por no irnos al cine clásico o de corte psicoanalítico.


Lacerar adolescentes se convirtió en una práctica habitual (en la ficción). En los años setenta fueron las consolas Atari 2600, ponerlos a bailar en las discotecas y regalarles relojes de pulsera digitales; en los ochenta, masacrarlos. Para compensar, imagino.


En esas estábamos, cuando el género de terror sufrió el auge y la caída del slasher. Aun bebiendo de esas moribundas fuentes, en las que sobrevivir a la graduación académica era ejemplo de malabarismo milagroso, algo muy distinto nos ofrecían personalidades cinematográficas del carácter de John Carpenter (1948), Joe Dante (1946), David Cronenberg (1943) o el mismo Stanley Kubrick (1928-1999). El escritor y realizador Wes Craven (1939-2015) ha contado en algunos documentales, incluidos los de la edición integral de la serie en blu-ray, cómo la idea de Pesadilla en Elm Street (A Nightmare on Elm Street, New Line-Fox, 1984), se le ocurrió a finales de los años setenta, cuando tuvo noticia, a través de los periódicos, de una serie de hechos anormales relacionados con los trastornos del sueño en un adolescente con pasado traumático. En puridad, una premonición que se habría de materializar, fatalmente, durante la narcosis.


La idea encaja como un guante, y es precisamente este el punto de partida de la narración. Lo primero que hace el antagonista de nuestro relato, en las primeras imágenes de la película, es confeccionar un arma en forma de guantelete. Tan solo queda establecer el marco de los asesinatos: el de los sueños. Siempre en difícil distinción con la realidad.


Esta secuencia de apertura prosigue con los típicos sustos, donde el criminal acecha o persigue a una nena (con cada víctima juega de un modo distinto). Lo cual está bien pergeñado, porque el resto de la película va a ser el dinamitado y cuestionamiento de esa forma básica de plasmar el terror, poniendo en escena la distorsión de la narrativa habitual de lo pesadillesco. Es decir, se va a marcar una frontera, dentro y fuera de la propia película, entre lo que ha sido y va a ser el entendimiento del mundo de los sueños. Una nueva dimensión del terror.


Esta primera escena no es, por consiguiente, gratuita, sino una primigenia toma de contacto con la realidad del otro lado que, además, nos procura alguna información fragmentada del origen siniestro del asesino y su hiriente arma.



A esta sinuosa zona de indefinición quedamos emplazados. Pero en lo que llamamos la vida real, el escenario es un espacio residencial de apariencia agradable, con hermosos jardines, bulliciosas universidades y amplias aceras flanqueadas por robustos árboles. Sin embargo, el mal conoce cada refugio, y esta vez, ataca de la forma más perturbadora posible: adentrándose en nuestro yo. Lo corroboran los desgarros en el camisón de Christine Gray, Tina (Amanda Wyss), cuando despierta agitada. Más tarde, en el instituto, le comenta a su amiga Nancy Thompson (Heather Langenkamp), tú has soñado con el mismo hombre que yo. Ambas muchachas tienen más en común: la pertenencia a una familia desestructurada. Lo intuimos cuando Tina regresa de su primera pesadilla, y en el caso de Nancy, al sernos presentados, por separado, sus progenitores, March (una espléndida Ronee Blakley), y el teniente de la policía Doc (el estupendo John Saxon).


El novio de Tina, Rod Lane (Nick Corri, alias de Jesús García), también es un marginado. Queda Glen Lantz (el incipiente Johnny Depp), que trata de escapar a un exceso de protección por parte de sus padres (tampoco excesivo, es el personaje más equilibrado, en este sentido), aunque acaba igualmente en las garras de un enemigo más atroz.


El segmento en el Katja Institute, para los trastornos del sueño, es otro momento clave y revelador de la película. Un trastorno que, en el caso de Nancy, registran los aparatos. En esta secuencia no somos testigos de la pesadilla, Wes Craven la articula desde el punto de vista de los adultos --los no creyentes-, pero sí constatamos el terror de su manifestación a través de los efectos: los citados registros y la evidencia física de una prenda que se materializa a este lado. De este modo, el trauma de los padres (que lo tienen) se traslada y corporiza en los hijos (preferencia desprevenida de Freddy). Los asesinatos se revisten de un ajuste de cuentas desde el más acá.



Respecto al punto de vista de la puesta en escena existe otra idea sugerente: el sótano de los Thompson, en sueños, comunica de forma directa con las calderas de la fábrica donde trabajaba Freddy Krueger (siempre interpretado por Robert Englund), que es, por así decir, su refugio y guarida, antes de asaltar la casa de Elm Street. Un enlace directo entre ambos tiempos y espacios, a razón de un asesinato –el de Freddy-, o asesinatos, en referencia a los cometidos por Freddy en el pasado.


Los límites entre realidad y pesadilla son intencionadamente difusos en la secuencia final, donde queda involucrada la policía en el hogar de Nancy. Hasta que la muchacha se ve capaz de dar, literalmente, la espalda al miedo. Otros buenos detalles nos aguardan, como la figura de un tipo misterioso en la calle, cuando Nancy se dispone a acudir de nuevo al instituto, que luego resultará ser un agente de policía de incógnito.

 

Freddy representa el intrusismo en los dormitorios. Lo más íntimo de nuestra personalidad antes de disponer del conjunto de una vivienda. Vasija de nuestros secretos más ocultos (algo cada vez más difícil de experimentar, teniendo en cuenta el nivel de visualización de cualquier aspecto de la vida en las redes). Con lo que, cual ente omnipresente, sea con ánimo de aterrorizar como de arrogancia, el propio Freddy compara su diabólica arma con Dios ante Tina (This is God); a sí mismo, en el doblaje en español (Yo soy Dios). A lo que se suma otro hecho relevante que quisiera ahora destacar. Fue a partir de los años noventa que la cámara comenzó a mentir, a no mostrar la realidad tal cual es –en todas sus facetas-, no resultando un amigo fiable. Por supuesto que, con anterioridad, ya se habían realizado sugestivos experimentos en este sentido, pero me refiero de un modo grupal y no aislado. A partir de entonces, para bien y para mal, fuimos más conscientes de esta mentira, o cuando menos desconfianza –de la que se ha abusado- con la que sorprender, sobre todo, dentro del ámbito de terror. Lo cual lleva parejo que el arte de asustar sea cada vez más improbable. Entonces no: éramos más receptivos al hecho de que la cámara mostraba la perversa y cruda realidad. Sin cortapisas intelectualoides ni experimentos críticos con el espacio-tiempo (ejercicios argumentales y visuales siempre los ha habido, insisto).



Es curioso, se nos proporcionan datos interesantes -otros manidos y reiterativos- en los distintos documentales dedicados a la serie, pero no he encontrado ninguna información sobre la persona que elaboró los carteles originales, excelentes en las dos primeras entregas, bastante buenos en las demás, y tan fundamentales a la hora de vender una película independiente a un gran estudio, y llamar así la atención del potencial espectador. New Line Cinema lo hizo con Fox (en España) y Warner, antes de convertirse en un estudio sólido per se.


Pesadilla en Elm Street dio a Wes Craven una merecida popularidad y reputación como cineasta a tener en cuenta, aunque esta no era de lejos su primera película. El éxito económico impuso las progresivas secuelas. De las que, si tuviera que definir un estrecho vínculo, más allá de la participación del asesino Freddy Krueger, diría que reside en la materialización de la recién adquirida responsabilidad por parte de los protagonistas jóvenes, como un arma arrojadiza y liberadora. El hecho de responder de forma autónoma, sabiéndose enfrentar a nuestros miedos, como contrincantes dignos, es lo que los define. Aunque ello implique, por otra parte, no ser capaz de ayudar a quienes te rodean, amigos y familiares.


El caso es que la presencia del abusador y asesino de niños Freddy Krueger, ha pervivido como una impregnación en la susodicha casa, a la que se ha mudado la familia Walsh tras permanecer seis años deshabitada. Como tal posesión, no me parece en absoluto aberrante que Freddy se manifieste en el plano de la realidad cuando ataca a los muchachos en la fiesta de Lisa Webber (muy bien Kim Myers), como tanto se ha denostado. De hecho, me resulta una consecuencia lógica. Al fin y al cabo, es el plano habitual en el que se desenvuelve Jesse Walsh, el protagonista y objeto de la posesión (Mark Patton). Aunque cabe la posibilidad de que la referida escena se enclave en el reino del duermevela (como el enfrentamiento final a tres bandas, entre Lisa y Freddy-Jesse, en la factoría). Tampoco me molesta el bailecito que se marca el chico en su dormitorio, porque lo entiendo como un momento de desahogo tras ese anhelado descanso, continuamente interrumpido por noches espantosas, y porque el chaval me agrada y lo que haga me parece bien. Por cierto, que su look en el interior del autocar que lo lleva al instituto se me antoja un remedo de la apariencia que lucía el gran Conrad Veidt (1893-1943) en El gabinete deldoctor Caligari (Das cabinet des dr. Caligari, Robert Wiene, 1920).


Jesse está en una edad difícil. Por aquello de la identidad y encaje en un nuevo lugar. Una idiosincrasia de la que sabe sacar provecho Freddy. Te necesito, Jesse, tienes que ayudarme a hacer un trabajo, le dice. A su vez, este le comenta a su reciente amigo Ron Grady (Robert Rusler), estoy hecho un lío. Siento que me estoy volviendo loco. Jesse se siente algo desclasado. En el plano físico, hasta conduce un coche destartalado. ¿Por qué no se puede despertar Jesse como todo el mundo?, pregunta, no sin sentido del humor, su hermana pequeña Angie (Christie Clark). Está claro que el joven lo está pasando mal. Sale, o tiene por amiga y confidente, a Lisa. Su progresiva amistad con Ron también le hará enfrentar los castigos del entrenador Schneider (Marshall Bell). Una magnífica idea de guión, debido a David Chaskin (-), es el diario de Nancy, antigua inquilina de la casa, y que es hallado en el dormitorio de Jesse -de Nancy-, por Lisa.

 


El calor es otro de los elementos llamativos que denotan la presencia de Freddy Krueger en esta segunda parte; como sucedía en la perspicaz muestra de cine negro Fuego en el cuerpo (Body Heat, Lawrence Kasdan, 1981). Cuando el mal se manifiesta, los contornos se difuminan. Ciertamente, el chico mata, aunque lo visualicemos a través de la figura de Freddy, pero no es menos cierto que no por su gusto, sino por mandato del avieso demoñuelo, a causa de esa maléfica posesión. La impregnación –incluso violación de la intimidad- conlleva el desbarajuste de lo físico, y una pesarosa resistencia que entronca con la confusión netamente adolescente: ¿qué me pasa? ¿por qué actúo así? Llevada a sus límites consecuencias, claro está.


Recuerdo que la secuela fue muy bien recibida en España. No tanto en otras latitudes. Al punto de enfrentar a artífices con un sector abotargado del público. Se puede decir que el guionista pretendía una cosa, pero resulta que salió otra más interesante durante el proceso. Deriva que agradezco, porque confiere a Pesadilla en Elm Street 2: la venganza de Freddy (A Nightmare on Elm Street 2: Freddy’s Revenge, New Line-Warner Bros., 1985), una novedosa significación. Ahora bien, sin sacar las cosas de quicio. Verdad es que la sensibilidad hacia las minorías aún estaba en construcción en aquellos años (suponiendo que haya de prevalecer la lectura gay de la jugosa pieza), pero eso no ha de impedirnos disfrutar del espectáculo, sin focalizar en exclusiva tal vertiente de la película. La intrahistoria no puede devorar la historia. Pesadilla en Elm Street 2 está elaborada, gracias a la labor en la dirección de Jack Sholder (1945), con el primor de lo apenas velado. Una característica que se ha venido perdiendo en los pliegues de lo explícitamente correcto.


Jesse es, a su modo, un outsider, alguien al margen. Descubrimos en su mesilla de noche un ejemplar de En el camino (On the Road, 1951; publicada en 1957), obra contumaz de Jack Kerouac (1922-1969). En su tribulación, no puede hacer el amor con su novia (Lisa). Pero esto confiere al personaje un matiz netamente humano; último vestigio de lo que se le quiere arrebatar.



En relación con la película primigenia, en la secuela pasamos de la coincidencia -entre personajes- a la correspondencia -entre Jesse y Freddy-. Una aportación más perturbadora de lo que parece a primera vista, y que por lo general ha sido ninguneada. Ahí radica, para mí, el atractivo principal de dicha secuela.


Tal y como Jesse lee en el diario que Nancy dejó olvidado en la casa, los hechos anteriores tuvieron lugar hace más de cinco años. Si tomamos la fecha de producción de Pesadilla en Elm Street 2, 1985, esto sitúa la acción anterior en 1979 u 80. Es posible, ciertamente, y da tiempo a que las distintas piezas del puzle dramático se observen con la debida distancia. Se trata de un salto temporal con gancho: la vivienda ha necesitado todo ese tiempo para poder ser alquilada.


Por otra parte, la realización de la película es limpia, igual que en el caso de Craven, es decir, sin marear al personal con la cámara ni aturdirlo en exceso con una sobrexposición de efectos visuales y sonoros. La puesta en escena es clásica. Apabullante por estar siempre bajo control.


Y luego están las bandas sonoras. Las partituras de la saga -o franquicia- muestran un nivel de calidad evidente. Siendo las dos primeras de altas capacidades. Aun resultando muy distintas en su elaboración y ejecución. La primera de ellas fue confeccionada por Charles Bernstein (1943; no ha de ver con el genial Elmer), poco menos que con palos y piedras, con un indiscutible nivel de exigencia y creatividad. La segunda ya pudo recurrir a cierta holgura instrumental, y pertenece a ese personalísimo y evocativo, en los límites del minimalismo, compositor que es Christopher Young (1958). En las mismas afueras que los trabajos más intimistas de Howard Shore (1946). Después encontramos nombres tan señeros como los de Angelo Badalamenti (1937) o Brian May (1934-1997).


En cualquier caso, valga mi comentario para revalorizar una secuela que, por norma general, ha sido injustamente infravalorada. Y a veces por los motivos más peregrinos y abyectos.



Cuando la vi en el 87, me gustó. De hecho, hasta me sosegó respecto a la primera, bastante más escalofriante (ventajas de dar en el clavo de inmediato). Esto me hizo rescatar la segunda parte, que me había saltado, y que me gustó mucho más. Pero Pesadilla en Elm Street 3: los guerreros del sueño (A Nightmare on Elm Street 3: The Dream Warriors, New Line-Warner Bros., 1987), posee la particularidad de constatar cómo, en efecto, el espectro vivaz de Freddy Krueger se alimenta del miedo de sus víctimas. Por eso alarga teatralmente las pesadillas, merced a los efectos mecánicos, imaginativos y de alto rango, en una puesta en escena dislocada de la realidad. La confrontación entre los muchachos, típica de la adolescencia, pronto dará paso a una alianza y camaradería muy especiales. Sobre todo, teniendo en cuenta que se hallan excluidos e incomprendidos en un sanatorio, a cargo, menos mal, del benevolente psicoterapeuta Neil Gordon (Craig Wasson). Todo parece volverse contra ellos. En primer lugar, la difusa etiología de su mal. De raíces tanto psicológicas como materiales (algunos de ellos se auto mutilan). La película depara buenos logros de ambientación, donde sobresale esa torre de aspecto fantasmagórico en la que tuvo su origen Freddy; los espejos, como puertas y salidas de acceso, algo ya señalado en la precedente, o la enigmática presencia de la hermana María Elena (Nan Martin), a la que solo Neil ve. Por no olvidar el claro homenaje a Ray Harryhausen (1920-2013) en forma de esqueleto que se enfrenta a Neil y al teniente Thompson (recordemos, el padre de Nancy; John Saxon), en un cementerio de automóviles.


También aquí se nos proporciona una referencia temporal. La propia Nancy (de nuevo Heather Langenkamp), especialista y líder de los recluidos, nos dice que su ataque se produjo hace seis años, lo que concuerda con lo expuesto en la segunda parte.


Dejando aparte a Freddy, el mayor enemigo de los chicos en esta entrega son los médicos que lo racionalizan todo. La psiquiatría no basta. Tras contar con la ayuda del doctor Neil, Nancy llega a pedir a la doctora Elizabeth Simms (Priscilla Pointer), que olvide los libros –lo establecido- y confíe en su testimonio. Esta inutilidad de lo científico, entendido como cortapisa racionalista, me parece que es la idea más brillante de Pesadilla en Elm Street 3, allende la puesta en escena de los distintos asesinatos. También la experimentación oblicua con la droga Hypnocil, capaz de mantener despierto al más recalcitrante.



Otra enriquecedora perspectiva radica en el hecho de que la joven interna Kirsten Parker (Patricia Arquette), posea la facultad de atraer e introducir a los demás miembros del grupo en sus sueños. Una pesadilla compartida por todos. De la que nadie escapa, y en la que cada uno está involucrado, pudiendo, eso sí, interactuar. Un juego que debe estimular mucho a Freddy Krueger, siendo Kirsten el nexo de unión.


Es cierto que Pesadilla en Elm Street 3 se apoya más en la fantasía que en lo truculento, pero no por ello deja de ofrecer una digna alternativa a través de todos estos giros argumentales, que se van incorporando y enriqueciendo la saga. Es a partir de ahora que comenzamos a conjurar el miedo disfrazándonos de Freddy Krueger…

 

Bien. Si las dos primeras películas operaban, y operan, de forma independiente, a partir de la tercera, las narrativas se encadenan. En un encadenado más convertido en encadenamiento, es decir, no siempre emancipado y propio. La representación y estructura comienzan a repetirse de forma pavorosa en Pesadilla en Elm Street 4: el maestro del sueño (A Nightmare on Elm Street 4: The Dream Master, New Line, 1988). Ejemplo de ello son, además de la retahíla de asesinatos de rigor, la necesidad de resucitar a Freddy Krueger cada vez, como al Drácula de la Hammer, de las maneras más peregrinas. Procurando una sucesiva encarnación. Misma idea, visualizada, eso sí, con mejores medios. Aquí, desenterrando sus huesos consagrados. Impidiendo a todo el mundo -incluido Freddy- tener la fiesta en paz. El grupo anterior, el del sanatorio, se ha disgregado. Kirsten (ahora Tuesday Knight) ha vuelto al instituto y dormida la amenaza, su vínculo de amistad permanece en estado latente. Teniendo en cuenta que sus compañeros, nuevos y de antaño, caen como moscas, ¡sin que se interrumpa el ritmo de las clases en el instituto!, esto sí que ha de ser terrorífico.


La idea más original tiene que ver con Freddy. Ya no solo se alimenta del miedo, sino de las almas de sus víctimas. Lo sostienen en pie, podríamos decir. Él mismo queda convertido en Purgatorio, o más adecuadamente, en receptáculo infernal (del que se puede escapar) para las almas extraviadas. No está mal filmada la idea, aunque en su conjunto, la película resulta sosa. A pesar de su desaforada tendencia a ofrecer un espectáculo de neón y sonido. Al frente de ello, el director Renny Harlin (1959), procura cierta ambientación que rememora el estilo de los años cincuenta, por ejemplo, en el bar donde trabaja Alice (Lisa Wilcox), o en un cine… Una pesadilla kafkiana no exenta de simpatía, como el comentario de Rick (Andras Jones) a Debbie (Brooke Theiss), cuando este le dice que las series acabarán contigo. Empero, sin que podamos escapar a la sensación de que nos están ofreciendo más de lo mismo. Como el propio Freddy asegura, refiriéndose a sus jóvenes torturados, se trata poco más que de carne fresca.

 


La idea de Freddy como padre no es mala, teniendo en cuenta que él mismo fue engendrado por tropecientos lunáticos, según se nos narra en la tercera parte (que debió haber sido la última). Retomando el hilo de esta idea, se planifica Pesadilla en Elm Street 5: el niño de los sueños (A Nightmare on Elm Street 5: The Dream Child, New Line, 1989), dirigida por Stephen Hopkins (1958).


Se solidifica el planteamiento de la casa de Elm Street como centro de operaciones de Freddy, un escenario del que ya nos sentimos algo hastiados. Volver a mostrarlo era innecesario. Pero toda la película lo es. En este sentido, la visualización de la historia resulta más rocambolesca y burlesca que terrorífica, maligna tendencia instaurada en la tercera parte: allí estaba bien, más allá de ella, constituye un parto en sí mismo.


No quisiera pasar por alto, sin embargo, algunos aspectos positivos. Los chicos están bien, y la realización es oportuna, aunque el conjunto resulta insuficiente. La idea de la madre (Alice) luchando por la supervivencia y bienestar de su hijo, no está exenta de mordiente. Como la pesadilla convertida en un cómic. Así mismo, la imagen del psiquiátrico abandonado, en plano general, que semeja un castillo gótico.


Suma y sigue. Pesadilla final, la muerte de Freddy (Freddy’s Death: The Final Nightmare, New Line, 1991), de Rachel Talalay (1958), es tan fantasiosa como las precedentes, pero resulta más imaginativa y sugestivamente cruel (como cruel es borrar el recuerdo de las víctimas en los vivos: hay gobiernos que hacen lo mismo). Una fantasía menos estereotipada, si queremos verlo así. El barrio de Springwood, que contiene a Elm Street, en el Estado de Nueva York, es ahora una especie de pueblo de los malditos o Hobb’s End. Allí se las verán la psicóloga terapeuta Maggie (Lisa Zane), y un grupo de jóvenes con tendencias suicidas, con Freddy Krueger, dispuesto a dar el salto a la realidad (aquello que se criticó tontamente en la segunda parte), por confusa que esta sea, en otro de los estados. Será su salida del armario definitiva -entiéndase como triunfo-, según se nos adelanta.


El último tercio del relato transcurre en 3-D. La edición en blu ray de que dispongo (integral de la serie), no respeta esta condición, pero nos hacemos cargo. La película se beneficia, además, de contar con un actor tan sólido como Yaphet Kotto (1939-2021). Siempre tuve debilidad por él, más allá de Alien (Íd., Ridley Scott, 1979).



La última vuelta de tuerca de la saga la propuso el fundador de la misma. Wes Craven volvió a la palestra de la dirección tras la primera entrega y la co-escritura de la tercera, con La nueva pesadilla de Wes Craven (Wes Craven’s New Nightmare, New Line, 1994). A esas alturas, el realizador ya disponía de una apreciable carrera, incluidos sus trabajos para televisión, y podía permitirse el adornar sus títulos con su firma, al igual que antes habían hecho Frank Capra (1897-1991), Francis Ford Coppola (1939), o el citado John Carpenter. No es un recurso egocéntrico, sino más bien una forma de anunciar la personalidad y novedad de esta -se supone- que definitiva propuesta. Y una manera de distinguirla de las previas, sin dejar de enlazar con ellas. Como agua volviendo a su cauce, aun respetando los afluentes.


Realidad y ficción se dan la mano enguantada en La nueva pesadilla de Wes Craven. El argumento y su plasmación plantea preguntas interesantes. ¿Qué pasa con los actores después de una película? (traumática o no; el de Mark Patton -segunda parte- es buen ejemplo de ello). A veces tienen sus propias pesadillas. Incluso con una feliz carrera. Así, los personajes de ficción quedan convertidos en entes reales. Y viceversa. Segunda cuestión, ¿cómo le afectan al actor dichos personajes, con los que va a ser invariable e inevitablemente relacionado? ¿Hasta qué punto, nosotros, como seres reales, somos protagonistas de una película -el gran teatro del mundo-, que no controlamos?  Cuestiones intrigantes más en teoría que en la práctica. Al menos, en el caso que nos ocupa, ya que se repiten ideas del modo más exagerado, con el concurso de los nuevos efectos digitales, en pleno y desatado auge. Lo que hace que las imágenes resulten menos creíbles, para mí.


En definitiva, que la ubre ya no daba más. Y lo más irónico, es que la historia del hijo poseído por Freddy, semeja horrores la idea central de la tan rechazada, por los padres fundadores, segunda parte. Por contra, La nueva pesadilla que se muerde la cola demuestra ser, a veces, incongruente, sin garra, aunque sobre el papel proponga la vuelta al terror más íntimo, menos “apocalíptico” de las últimas entregas. Un ímpetu que se distorsiona durante el proceso, confundiendo en ocasiones intimidad con estatismo, y porque carece de lo que sí disponía a borbotones la primera parte: personalidad. La escena del funeral es buena prueba de ello: los invitados son mera comparsa, apenas interactúan entre sí, pese a contar con la agraciada idea de estar conformados por miembros de las anteriores películas. Poca perturbación, frente a un chaval (Miko Hughes) que no para quieto, con su ya su aburrida cantinela (la dichosa tonada infantil que estructura la banda sonora y podemos considerar el tema de Freddy). Incluidos unos insertos retrospectivos virados de azul, absolutamente innecesarios, y un escenario final entre lo simbólico y lo grecorromano, con un excesivo empleo de planos; algo que nunca le había pasado a Craven en la primera parte. Mientras el espectador espera un verdadero escalofrío capaz de arañar la realidad. Definitivamente, y sumando las últimas entregas, disponer de más medios no es la solución.



En el apartado salvífico, cuenta la buena intervención de ese gran característico que fue John Saxon (1936-2020). Al igual que Fran Bennett (1937-2021) en su rol de doctora. O la sorprendente y poco convencional conversación entre Heather (Heather Langenkamp) y Wes (Wes Craven): ambos se interpretan a sí mismos. Pero un buen cimiento no hace una casa, y menos en Elm Street.


En conclusión, no podemos dejar de reivindicar, a la par de añorar, aquellos espacios originarios donde la narrativa cinematográfica constituye el mensaje, y no al revés. Y es que para determinar lo que es o no un clásico, el tiempo se las pinta solo.


Escrito por Javier Comino Aguilera


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