Para el sábado noche (CXXII): Sueños de un seductor, de Herbert Ross, y ¿Victor o Victoria?, de Blake Edwards

02 noviembre, 2022

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Sueños de un seductor (Play It Again, Sam, Paramount, 1972) da inicio con un final. Una despedida, más propiamente. Y mítica. Se trata de las últimas imágenes de Casablanca (Íd., Michael Curtiz, 1942). Lo que tendrá su sentido visual y argumental, como comprobaremos a continuación.

 

De hecho, la dualidad, tamizada por el sentido del humor, parece ser la carta de naturaleza de esta espléndida película, basada en la pieza teatral de Woody Allen (1935). Puesta en imágenes por el notable -y escasamente recordado- realizador Herbert Ross (1927-2001).

 

En la propia película existe una doble vertiente, pudiendo distinguir dos niveles. En primer lugar, la fascinación por el cine, por quienes se dejan seducir por este grandioso arte, y contemplan las películas como entes reales, con vida propia, como sucede con las artes en general, pero en esta, de forma muy particular, porque compendia las demás. Es la identificación con un personaje o situación, saberse la película de memoria. Estar en sintonía con los protagonistas en la butaca de una sala de cine o en el hogar, y recitar los diálogos en la ducha. La cinefilia.

 

El segundo nivel ha de ver con la representación de lo real, con nuestra vida cotidiana, pero siempre teniendo como trasfondo el cine. Al plano de las películas como realidad, se corresponde la realidad impregnada de séptimo arte. En puridad, los cinéfilos auténticos no entendemos otra, confundidos con el resto del público que emerge de las salas. La existencia fuera de la pantalla, esa que llamamos vida real, la vivimos, ciertamente, porque no nos queda otro remedio. La una se alimenta de la otra.

 

Con estos prolegómenos podemos entender a nuestro protagonista. El comienzo al que aludía nos muestra a Allan Felix (Woody Allen) al final de la citada proyección, y a la salida del cine (aprovecho para reivindicar un mayor número de salas para proyectar películas de todo tipo: el cine no solo consiste en los estrenos, novedades que en seguida pasan de moda). Allan vive en un apartamento en la populosa San Francisco (EEUU), solo. Lo tiene adornado, en parte, con posters clásicos de obras cinematográficas. Se mimetiza con el cine, vive en una película, como todos, seamos conscientes o no, aunque bien desea poder vivir otra. El personaje está, en este sentido, perfectamente delineado.

 

Sin embargo, como personaje real, Allan naufraga en un mar de dudas y se enfrenta al escollo de las relaciones. Como casi todos… En este sentido, Allan va a la deriva. Si por lo menos supiera dónde veranea mi psiquiatra, se lamenta por las calles ardorosas pero vacías de San Francisco. ¿A dónde va la gente en agosto?

 


En efecto, Allan echa de menos tener una pareja. No es que sea difícil convivir con un tipo apasionado por el séptimo arte (y que, además, trabaja en ello), es que ha de encontrar la sintonía en esa otra persona. Máxime en una época -entonces como ahora- donde tantos intereses mecánicos llaman nuestra atención, al tiempo que los anhelos culturales se han visto reducidos en la clase media. Dicho de otro modo, con seguridad que existen personas como nosotros, el problema está en poder localizarlas (todavía no se habían inventado las aplicaciones para encuentros, había que hacer las cosas de forma presencial, pero aun suponiendo que estás sirvan para algo, no son más que el fiel reflejo de esa actual falta de intereses culturales y estandarización del pensamiento, con todas las excepciones que se quieran). Diez millones de mujeres en el país y no consigo conectar con ninguna, se aflige Allan.

 

En Sueños de un seductor hallamos gustosos lugares comunes, caros a Woody Allen, como el sarcasmo respecto a la consulta con un psicoanalista, el cine de arte y ensayo –a pesar de los pesares-, o la “moderna” pintura no figurativa… (la adaptación de la obra es del propio Allen). Además, Allan, como antes señalaba, trabaja para una revista de cine (Film Weekly: Film Semanal). Su ex mujer, Nancy (Susan Anspach), le recrimina que solo sepa ser un observador de la vida, en lugar de un vividor de la misma. El rozamiento entre el primer y el segundo nivel desemboca en Allan en la interacción con el émulo de Humphrey Bogart (1899-1957). Su reverso cinematográfico. Al modo que Don Camilo charlaba con Jesucristo en las excelentes películas de Julien Duvivier (1896-1967), Carmine Gallone (1885-1973) y Luigi Comencini (1916-2007).

 

Pero Allan no está completamente solo. Atesora dos buenos amigos en la pareja formada por el agente comercial Dick Christie (Tony Roberts), y sobre todo, su esposa Linda (Diane Keaton), que trabaja como modelo publicitaria. Parece ser un asunto difícil, las citas que estos le procuran a Allan suelen acabar en desastre. Por su parte, Dick es un adicto al trabajo, su dependencia al teléfono lo convierte en un desdichado consorte (hoy serían los móviles, pero tanto da, la adicción es la misma). El único acompañamiento útil para Allan, en las noches de soledad, es el cinematográfico o el musical, este último, a cargo de alguna esporádica composición de Billy Goldenberg (1936-2020), o del maravilloso Oscar Peterson (1925-2007), que le echa un cable con su piano, dentro de la película. Claro que no todo el mundo sabe escuchar.



Estando así las cosas, las relaciones personales, las fantasías y ensoñaciones, se supeditan a la ficción de la vida real. No obstante, los distintos afluentes van a dar a un mismo río: el pretender ser quienes no somos. En una escala de valores, encontraríamos la influencia del entorno, la identificación con un modelo, el querer aparentar, y por fin, el aislamiento… no deseado. La conversión en protagonistas de nuestra propia película, o de las películas (vidas) ajenas.

 

Lo que hace Allan es vivir su propia existencia con ayuda de uno de esos modelos, el de Humphrey Bogart (Jerry Lacy). Coexistir con la fantasía, muy veraz. El siguiente peldaño, tras convertir las películas en realidad, será transformar la vida real en una película.

 

Pero como tampoco existe nada perfecto en la imaginación del ser humano, hay motivo para precaverse. En ese meterse en la piel de otro, con la sana intención de mejorarnos como personas -en el mejor de los casos-, se corre el riesgo de la sobreactuación. En cuanto vio a Sharon comenzó su actuación, le comenta Linda a su esposo respecto a Allan. Se refieren a Sharon Lane (Jennifer Salt), una de las citas organizadas por el matrimonio para su amigo. Otra será con la ninfómana Jennifer (Viva [sic]). No hay nada que hacer. O demasiado que hacer. Otro ligue, Julie (Joy Bang), tras sopesar la situación, prefiere irse con unos moteros. Cada cita resulta un desafío inalcanzable. El intento de quedar en un museo es uno de los momentos antológicos de la película. La tabla salvavidas la procura la buena relación, esto es, la comunicación, entre la animosa Linda y el pesaroso Allan. También Dick es un buen amigo y confidente, hasta que Linda y Allan deciden dar un paso más, como en Casabanca, y Allan se verá en la diatriba de sucumbir a su instinto amoroso o sacrificar la felicidad, para mantener su amistad y lealtad hacia los consortes.



Benemérita realización de Herbert Ross, Sueños de un seductor, o Sueños de seductor, como también es conocida en español, no solo se ha negado a envejecer, como ocurre con el buen cine, sino que está de plena actualidad. El montaje de Marion Rothman (-) resulta acendrado y perspicaz. Mención especial para la magnífica fotografía de Owen Roizman (1936), habitual de Sydney Pollack (1934-2008), por ejemplo. Su trabajo en la escena final del aeropuerto anticipa la atmósfera -en otro orden de cosas- neblinosa y nocturnal de El exorcista (The Exorcist, William Friedkin, 1973).

 

Digamos, para concluir esta primera parte del artículo, que lo que se deriva de Sueños de un seductor, en última instancia, es lo difícil que resulta ligar o entablar una relación con alguien sensato. Antaño y hogaño. Sobresale la lograda escena del sofá, con Allan, Linda y… Bogart, que presta su sabiduría guionizada y apoyo moral al divorciado a la fuerza, y casi viudo, Allan. Ni siquiera podemos asegurar que este tendrá algún éxito cuando deje de fingir y sea él mismo. Todos necesitamos la apoyatura de algo más. Y aunque es verdad que Allan encuentra el amor cuando no finge, no es menos cierto que este se le escapa de entre las manos. Siempre es duro constatar cómo al final nos quedamos solos, con nuestras películas.


Proseguimos con la idea de las falsas y las auténticas apariencias, el juego con la identidad. De hecho, fingir puede llegar a ser un arte. Si en el anterior ejemplo, esto se traducía a una circunstancia más bien interior, de orden psicoanalítico, en el segundo de nuestros relatos, la transformación se evidencia de forma física: material amén de mental. Sí, porque aun pudiendo ser en buena medida psicológica, la disociación se somatiza y se reviste de llamativos aditamentos. De constituir una unidad en progresión, escalonada, pasa a ser poco menos que una metamorfosis.

 

Escrita, producida (junto con Tony Adams [1953-2005]), y dirigida por Blake Edwards (1922-2010), Víctor o Victoria (Victor / Victoria, Metro Goldwyn Mayer, 1982), se beneficia, además de lo dicho, por el exquisito vestuario de Patricia Norris (1931-2015), la luminosa fotografía de Dick Bush (1931-1997), la dinámica edición de Ralph E. Winters (1909-2004), y los excelentes decorados de Roger Maus (1932-2007). Víctor o Victoria es, por demás, una película filmada en estudio, de cuyos decorados emerge la veracidad que es la esencia misma del cinematógrafo. Se basa en la pieza cómica alemana Viktor und Viktoria (Reinhold Schünzel, 1933), pero queda transformada en un inolvidable musical de la mano del extraordinario compositor Henry Mancini (1924-1994), auspiciado por las letras de Leslie Bricusse (1931-2021), ganadores del Óscar al año siguiente (junto a John Williams por E. T., el extraterrestre [E. T., the Extraterrestrial, Steven Spielberg, 1982]). Menudo añito y bandas sonoras.

 

París, 1934. Como en el Berlín de entreguerras, en la capital francesa cada cual sobrevive como puede. Existen boys (acompañantes de baile), prostitutas, chaperos, gigolos, estraperlistas, empresarios, artistas de toda índole… y cierta hambruna. Empero, en periodos de necesidad, que parecen alternarse con profusa malevolencia, descuellan la creatividad y la picaresca. Por eso no es casual que el maduro Carole Todd, Toddy (Robert Preston), tenga sobre su mesilla de noche una fotografía de la inigualable Marlene Dietrich (1901-1992). Cantante de orientación gay que, como se suele decir, ha conocido épocas mejores, Toddy interpreta ahora su repertorio en un local elegante pero de claros ribetes clandestinos, Chez Lui, regentado por Monsieur Labisse (Peter Arne). De forma esporádica se ve con el gigolo Richard DiNardo (Malcolm Jamieson), que lo sablea.

 


Así transcurre la vida del chansonnier y cómico hasta que sus pasos coinciden con los de la desfallecida intérprete Victoria Grant (Julie Andrews). Desdeñada y divorciada.

 

La elegancia y el buen gusto de Blake Edwards y su equipo técnico se enseñorean del tratamiento argumental y la planificación cinematográfica. Es una conversión en toda regla. Los diálogos resultan tan certeros que, al volver a disfrutar de ellos con el transcurrir de los años, y en comparación con lo que se escribe hoy, resultan aún más excepcionales. La idea de que dos personas desconocidas converjan, no ya por necesidad económica, sino anímica, es un clásico bien elaborado. ¿Tienes a alguien que cuide de ti?, le pregunta Victoria a Toddy. Impelida por el hambre a actuar como hombre, Victoria pasará a ser Víctor. Lo cierto es que el éxito comienza a llamar y se multiplica cuando la baqueteada cantante se presenta como un varón especializado en transformismo. Su alter ego será el conde Grazinski, un aristócrata polaco introvertido, según ha convenido con Toddy.

 

El inevitable ménage à trois, más por Victoria y Víctor que por Victoria y Toddy, lo completa King Marchand (James Garner), dueño de la mayor cadena de cabarets de Chicago, que ve tentada su sexualidad al quedar prendado de Victoria, antes de “despelucarse”, es decir, antes de desvelar su auténtica –falsa- identidad como Víctor, en un atractivo número musical. Espectáculos vistosos y ambiguos para gente decadente -en su acepción estética-, tan aventajada como avejentada, como puede ser el de los bailarines hermafroditas.



El trío no tarda en ampliar sus aristas con la figura de la vivaz Norma Cassady (excelente Lesley Ann Warren), compañera de Marchand y con un look a lo Marilyn -se llama Norma-. Las derivas y polaridades de los implicados no son únicamente identitarias o especulativas. De forma física y simbólica, van a dar a un mismo hotel. Las habitaciones de Marchand y Víctor se hallan frente a frente. Lo que permite a Edwards jugar con las miradas, en su más amplia extensión. Algo que está cada vez más erradicado del cine: ya no se observa, se fuerza y unifica dicha mirada. Entre estas se incluye la de un King Marchand fisgando… ¡en el interior de un armario! El enredo en las habitaciones del hotel o las caras enharinadas son, como en otras obras previas o posteriores, característica del cine de Blake Edwards, que nunca olvidó el verdadero sentido del entretenimiento. No el de la chapuza vacía o la frivolidad. Lo confirma la imagen de Toddy llevando a Victoria a su suite compartida en el lujoso Hotel Monceau de París.

 

Ítem más. El disfraz, que bebe de las propias raíces del cine, ha sido siempre una alternativa constante en la filmografía de Blake Edwards. Desde los atuendos del inspector Clouseau (Peter Sellers), a la sustitución por doble en La carrera del siglo (The Great Race, 1965), o el disimulo y confusión personal en la que para mí sigue siendo una de las grandes comedias de la década de los setenta, 10, la mujer perfecta (10, 1979). A ello añade su pericia y personalidad como realizador, amparado en el formato ancho, en planos generales o medio-largos, como los del apartamento de Toddy, el bistró visto desde el exterior, o el despacho del agente artístico André Cassell (el estupendo actor de soporte John Rhys-Davies), formando parte del conjunto de esa planificación brillante (e hilarante). Blake Edwards sabe disponer y jugar con los espacios, con los resortes y vértices de cada plano, a los que añade rostros conocidos en su trayectoria fílmica como los de Peter Arne (1920-1983) o Graham Stark (1922-2013), ejerciendo de camarero imperturbable.

 

 

En cuanto a Victoria, también se siente atraída por King, pese a sus reticencias, incertidumbres y conceptos estereotipados. Es difícil luchar contra la propia naturaleza. Por algo no existe una fórmula que abarque a todo el mundo (raíz de la auténtica anti-naturaleza, que trata de abanderarse y estandarizarse por medios artificiales: la ideología política). Marchand suele ir acompañado por su guardaespaldas, el señor Bernstein, apodado Squash (Alex Carras). Los secundarios están muy bien proyectados, en primer lugar, a través de su presencia física.

 

Los distintos números musicales son también una baza definitoria. El de la tímida dama de Sevilla, le jazz hot, o el ordinario -a propósito- Chicago, Illinois, interpretado por la simpar Norma Cassady. Mención especial merece el magistral Crazy World, a cargo de Julie Andrews (1935), por cómo Blake Edwards lo filma. Partiendo de una flor roja, la cámara va circundando a la intérprete, envolviéndola, arropándola poco a poco, en el local donde actúa. Elegante es, así mismo, el dúo en Chez Lui entre Toddy y Víctor, cuando este ya se ha convertido en una celebridad. El transformismo está de moda. Pero presenta otra cara. La de vivir una mentira. O mejor, una ilusión. Ahí donde nadie puede -ni debiera- legislar.

 

Otro momento resuelto con visual encanto y gracejo lo encontramos en una Victoria mostrando, sin pretenderlo, su identidad real ante King Marchand. También ella tiene derecho a enamorarse y vivir su vida con quien quiera. A pesar de los infatigables intentos del detective privado Charles Bauvin (Sherloque Tanney, alias de Herb Tanney) por desacreditarla. La relación de pareja no se diferencia de cualquier otra. Da igual la atracción o el sexo, aunque de esto se haya enarbolado bandera. Algo así como demostrar la hombría en la cama, cuando no estriba ahí la cuestión. Hasta tal punto la relación se afianza, que King no descubre a Victoria -Víctor para los demás-, pese a estar a punto de perder sus negocios y trabajo ante sus socios.

 

El estilo, como sostenedor de la puesta en escena y el argumento, incluye un formidable toque Lubitsch (1892-1947): el motivo por el cual Monsieur Labisse reconoce la verdadera identidad del transformista Víctor.

 

 

En los años ochenta hubo otras películas donde la naturaleza se veía alborotada. Todas deben peaje, en mayor o menor medida, a la pionera valentía de Con faldas y a loloco (Some Like It Hot, Billy Wilder, 1959). Son títulos señeros como Tootsie (Íd., Sydney Pollack, 1982) o Yentl (Íd., Barbra Streisand, 1983). No son obras de exclusivo diseño reivindicativo, sino cinematográfico. Incluso hubo una variante para adolescentes con bastante gracia en Un chico como todos (Just One of the Guys, Lisa Gottlieb, 1985). Aunque el fino hilo que las une es más sutil y podemos sintetizarlo con esta sentencia: qué complicado es ser feliz.

 

Víctor, trasunto de otros muchos nombres, habrá pasado por la vida de todas estas personas del París de los años treinta, y quedará en sus mentes como un grato recuerdo. Como ha quedado en el nuestro gracias a la propia película. En definitiva, qué épocas nos propone el cine. Y qué suerte haberlas vivido.

 

Escrito por Javier Comino Aguilera



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