Entre los
peligros que anidan en el cosmos se cuentan el estrés y el trastorno del sueño,
los meteoritos, la exposición a la radiación, las tormentas solares, el
encuentro con microorganismos infecciosos, la creación de adecuadas condiciones
de habitabilidad, el traslado de políticos a las colonias, los entornos de
micro gravedad, la disminución de la masa muscular, la descalcificación ósea,
los envites de la materia oscura, y por supuesto, los payasos asesinos del
espacio exterior.
Los Payasos asesinos del espacio exterior (Killer Klowns from Outer Space, Metro
Goldwyn Mayer, 1987; estrenada al año siguiente) es un clásico de la payasada. En
el sentido más elogioso. Recuerdo que fue una de las películas que, en su día,
y dentro de la segunda edad dorada que fue y sigue siendo el cine de los
ochenta, más me divirtieron. Junto con la que acompaña a este artículo. Esto ya
es una cuestión de gustos, como es lógico, pero el hecho de convertir las
películas características de los autocines, el género de invasiones espaciales
por excelencia, en un retruécano novedoso, tiene su aquel. Hasta para hacer un buen sofrito en clave de comedia hay
que disponer de los mejores materiales, si no crematísticos, sí imaginativos. Son
argumentos de aspecto desastrado pero con salero, lo que les confiere un halo de
degustación especial.
No podía
faltar en nuestra sección. Honra y prez a los payasos asesinos.
Pero ¿de
dónde vienen? ¿Qué buscan? A lo segundo creo que podemos responder sin temor a
equivocarnos. Abastecer su despensa. Como los lagartos de V (Íd., NBC, 1983-1985). Y
como nosotros con las gominolas o las pipas, no saben dónde echar el freno. ¿De
dónde vienen? De algún rincón ignoto y retorcido del espacio exterior, eso está
más claro que el agua.
Dentro de
este homenaje a las proyecciones de los autocines, destaca de forma muy
particular el sabor a los años cincuenta en la visualización, es decir, en el estilo
y los decorados. Hay un bosque, un pueblo relativamente tranquilo, llamado
Crescent Cove, unos diner preciosos,
un lugar para retozar la noche de los viernes, llamado de forma irónica y
apropiada La cima del mundo, para así
relajarse de tanto estrés estudiantil; la comisaría, con el joven y espabilado agente
protagonista (otras veces, bobos de solemnidad), el pánico desatado… Y podemos
añadir un avistamiento en el límpido cielo nocturno, de algo que se precipita a
Tierra. Por supuesto que no faltan las referencias cinéfilas. Pienso en The MonolithMonsters (Íd., John Sherwood, 1957), Lamasa devoradora (The Blob,
Irving S. Yeaworth, 1958) y La invasión de los ladrones de cuerpos (Invasion of the Body Snatchers, Don Siegel, 1955). En cuanto al humor descarado, la
fuente más inmediata es Gremlins (Íd.,
Joe Dante, 1984). De todos estos títulos extrae
la presente ideas, pero lo hace con ingenio, pariendo unas criaturas nuevas,
atrayentes y sañudas. Parecen torpones, pero resultan letales. Causan estragos
en Crescent Cove. Menos mal que poseen su Talón
de Aquiles.
Pese a todas
estas influencias, nuestra película añade la originalidad de sus continuas alusiones,
relacionadas con el espectáculo de la feria y la parafernalia circense. Como el
algodón de azúcar, las (peligrosísimas) palomitas, mitad semilleros de nuevas
formas de vida, mitad proyectiles; un arma con forma de juguete, unas tartas
corrosivas, y naturalmente, el diseño de la nave espacial, a modo de carpa de
circo. La idea es graciosísima.
Además, está
la presencia de unos jóvenes, mayormente universitarios, que descubren el
terrible secreto y deben advertir a los demás. Como el vivaz Mike Tobacco (Grant
Cramer) y la desenvuelta Debbie Stone (Suzanne Snyder). Y sus amigos, los
hermanos vendedores de helado Paul y Rich Terenzi (Peter Licassi y Michael S.
Siegel). Se da la circunstancia de que Debbie salía antes con el agente de
policía Dave Hanson (John Allen Nelson), con lo que asistimos a una invasión de
orden personal y extraterrestre, donde se realza el aspecto de gran guiñol, con
estupendas situaciones socarronas. No tan caramelizada como parecería a simple
vista.
Cuando
Debbie y Mike investigan el objeto venido del cielo, descubren en el bosque -como
queda dicho- una nave con forma de carpa, que en su interior alberga todo un
entramado de bizarros túneles y niveles. Tiene razón Mike, este sitio es una pasada. Luego añadirá con máxima alerta, esto no es un circo. Las víctimas de
estos seres quedan envueltas en unas vainas confeccionadas con un tejido como
el del citado algodón de azúcar. El sarcasmo no se detiene ahí. Incluso el
personaje del veterano policía Curtis Mooney (el estupendo actor John Vernon),
es una parodia del poli malo. Sádico azote
de los chavales de Crescent Cove, parece detestar la libertad de movimientos de
los jovenzuelos y hasta a aquellos que esgrimen, como si de una poderosa arma
se tratara, la imaginación. Salvando las consabidas distancias siderales, podía
ser un buen epígono o réplica guasona del Hank Quinlan de Orson Welles (1915-1985), en su magistral Sed de mal (Touch of Evil, 1958), el Bill Gillespie de Rod Steiger (1925-2002),
en El calor de la noche (In the Heat of the Night, Norman
Jewison, 1967), el inspector de Gian Maria Volontè (1933-1994) en Investigación de un ciudadano libre de toda
sospecha (Indagine su un cittadino al di sopra di ogni sospetto, Elio Petri, 1970), el Mike Brennan de Nick Nolte (1941) en Distrito 34, corrupción total (Q&A, Sidney Lumet, 1990), o el teniente sin nombre de Harvey Keitel (1939) en Teniente corrupto (Bad Lieutenant, Abel Ferrara, 1992). Pero pasado por la túrmix, y desde
el punto de vista de la -honesta- caricatura. Inolvidable es el final de
Mooney, a manos de uno de los perversos payasos asesinos.
La película
comparte el mismo espíritu que animaba Mars
Attacks (Íd., Tim Burton, 1996), con más medios esta última, pero ya
demasiado anegada por los efectos digitales.
Recapitulemos.
Los muchachos se solazan en el interior de sus vehículos en la explanada La cima del mundo. Como está mandado.
Hasta que un cometa irrumpe en el cielo de la localidad. A partir de ahí, se
desata ese pánico palomitero que hace tan disfrutable la inventiva de Los payasos asesinos del espacio exterior.
En cuanto a
su director, Stephen Chiodo (1954), ha venido siendo sobre todo animador y
productor. Y eso se nota. Con la presente rareza se ha ganado un puesto en el
género. Desde sus inicios, en Cromwell, el
rey de los bárbaros (The Sword and
the Sorcerer, Albert Pyun, 1982), y en compañía de sus hermanos Charles (1952)
y Edward (1960), con quienes agrupa la producción y el guión de la película, no
ha dejado de ofrecer otras creaciones afines como los Critters (Íd., Stephen
Herek, 1986), a través de su empresa familiar Fantasy II Film Effects.
Mención
especial al actor Grant Cramer (1961), uno de los protagonistas principales, que
está francamente divertido, presa del pasmo, en un conjunto que se beneficia, en
español, de un doblaje encantador. En esa línea que nos hemos fijado, el resto
del reparto figura igual de delicioso y bullanguero.
Formando
parte de la banda sonora de John Massari (1957), buena, pero que se habría
beneficiado de un tratamiento más sinfónico, en lugar del inevitable -por obvias
razones presupuestarias- sintetizador casero, destaca la canción Killer Klowns (from Outer Space), interpretada por The Dickies. Una melodía que, a
mí personalmente, me recuerda las composiciones de Bernardo Bonezzi (1964-2012)
para Zombies. Canción sumamente pegadiza
en la línea de, por ejemplo -y sin ir más lejos-, el entonado Rock Until You Drop de Michael Sembello
(1954) para Una pandilla alucinante (The Monster Squad, Fred Dekker, 1987), Mega Madness, también por Sembello, para Gremlins, o el Weird Science
de Oingo Boingo de La mujer explosiva (Weird Science, John Hughes, 1985). Por supuesto que la reina del
baile sigue siendo The Goonies ‘r’ Good Enough de Cyndi Lauper (1953).
Perfecta
película de autocine, en casa o al socaire, Los
payasos asesinos del espacio exterior procura enormes dosis de entretenido
dispendio, mirada torva y risa desencajada.
Agendas de
bruja y pociones mágicas. Se pueden adquirir incluso en Amazon. Las ofertan
algunas escuelas de brujería y la totalidad de tiendas de esoterismo. Y me parece
muy bien. A Roger Corman (1926) también. O no
habría producido nuestra siguiente película. Garantizada para pasar otro buen
rato en Halloween.
Qué quieren
que les diga. A mí, Elvira, reina de las
tinieblas (Elvira, Mistress of the
Dark, New World-NBC, 1988), me hace muchísima gracia. Sé que es una pachanga, pero siempre lo he pasado bien
con ella. Se trata de una producción relativamente modesta, como casi todo
Corman, pero terriblemente eficaz. Para
disfrutarla como es debido, se hace necesario, en primer lugar, glosar la
figura de Cassandra Peterson (1951), su protagonista. Tras unos inicios itinerantes,
se convirtió en presentadora-comentadora de películas clásicas -a veces,
abiertamente malas-, dentro del ámbito del terror y la ciencia ficción,
adscritas a toda la escala serial (A, B, C…), en los sucesivos espacios Fright Night y Movie Macabre para la televisión californiana (por desgracia, contenidos
no vistos en España). Allí configuró un personaje personalísimo, pese a beber
del estereotipo fisonómico de las referidas fuentes. En cualquier caso, un
estereotipo eternamente atractivo, y en esta ocasión, harto divertido. Vampiresa
sensual, ataviada de negro, con una personalidad sarcástica y locuaz, Elvira
fue todo un icono televisivo de bienvenida carga sexual, pero carácter independiente
y liberado. Precisamente, en esa línea desenfadada y auto irónica, ofreció el
gran Roddy McDowall (1928-1998) su fenomenal interpretación del cazavampiros de pega en Noche de miedo (Fright Night, Tom Holland, 1985).
La
dirección de la película corrió a cargo de James Signorelli (-), conocido productor
de programas cómicos, como el mítico Saturday
Night Live, de donde emergieron tantísimos talentos, además de ser director
de fotografía y especialista en efectos especiales. Años atrás se había
iniciado en la realización con la comedia Quien
tiene una suegra tiene un tesoro (Easy
Money, 1983), interpretada por Rodney Dangerfield (1921-2004) y Joe Pesci
(1943). Tras Elvira, no volvió a
incidir en esta faceta.
Pues bien, en
uno de esos programas de televisión a los que aludíamos, ya instalados en la
ficción, como reflejo sardónico de la realidad, Elvira se presenta a sí misma
como la chica de enormes… encantos. Se
dedica a presentar y despedir con todas sus mejores armas, lingüísticas y
sensuales, los bodrios o felices clásicos con que es obsequiado su espacio en
la cadena. No obstante el éxito de la serie, la meta de la resplandeciente
Elvira es dar el salto a la luminosa Las Vegas. Meca de los artistas, y lugar
donde la propia Cassandra Peterson comenzó su andadura. Para eso necesita
cincuenta mil dólares. Dinero que no tiene.
Pero hete
aquí que su tía abuela Morgana Talbot (doblada al español por Matilde Conesa
[1928-2015], personaje en off), ha
tenido el buen gusto de estirar la pata
(aunque con las brujas nunca se sabe), dejándole algunos bienes como legado.
Elvira no puede dar crédito a esta herencia como
llovida del cielo.
Y ya que he
mencionado el doblaje, no puedo dejar pasar la gracia que supone el contar en
la película con las voces de todas Las Chicas de Oro al completo (The Golden Girls, 1985-1992) -mi serie
favorita, por cierto-. [Voces de Amparo Soto (-), Julia Martínez (1931), Delia
Luna (1933-1996) e Irene Guerrero de Luna (1911-1996)].
De esta
guisa, Elvira se las verá no solo con espectros y fantasmones, sino con la
garrulez del medio oeste, esa zafiedad rústica, sin salvar las distancias, que
se acomoda en las figuras de algunos aldeanos desperdigados aquí y allá, como el
encargado de una gasolinera (John Paragon; uno de los coguionistas y amigo y
colaborador de Cassandra Peterson), o el nuevo dueño de la cadena para la que
trabaja Elvira, Earl Hooter (Lee McLaughlin), un empresario tosco y arrabalero.
Con el
ánimo muy dispuesto a triunfar en Las Vegas, se dirige Elvira hacia Fallwell,
Massachusetts, lugar de residencia de su tía abuela. Y uno de esos escenarios
espectáculo, por su belleza arquitectónica y natural, y su llamativa
pudibundez. Hasta cuenta -en la ficción- con un Club de la Moralidad encabezado
por la puritana Castity (genial Edie McClurg). Las auténticas “brujas” del
relato. De hecho, todas las fuerzas del orden pertenecen al ámbito de la
estricta moralidad luterana. Menos mal que no tardan en irrumpir las fuerzas
del desorden, por vía de Elvira y de su egocéntrico tío Vincent Talbot (William
Morgan Sheppard), que desea arrebatarle a su sobrina el “libro de recetas”, que
Elvira toma por un compendio de cocina. Poco les queda a los jóvenes que hacer
por allí salvo marchar a la bolera o ver películas rancias en el cine del
pueblo. Por eso, con la llegada de Elvira, se establece un simpático vínculo de
renovada energía y sinergia. Una moderada rebeldía por parte de dichos jóvenes.
Como Robin (Ellen Dunning), Bo (Ira Heiden), Richard (Deryl Carroll) y Randy (Kris
Kamm), entre otros. Aunque quien acapara la atención de la forastera en tierra
extraña es Bob Redding (Daniel Greene), el cachas
del pueblo, que trabaja en el cine local. Allí tratará Elvira de ofrecer un
espectáculo inspirado en Flashdance (Íd., Adrian Lyne, 1983), que derivará en
Carrie
(Íd., Brian de Palma, 1976). Junto con la proyección de El ataque de los tomates asesinos (Attack of the Killer Tomatoes, John de Bello, 1978), clásico cutre
y divertido donde los haya.
El apuesto Bob
ya era pretendido antes por la camarera Patty (Susan Kellermann), lo que viene
a sumarse a la antipatía de los demás pueblerinos. La inocencia de Bob frente a
la represión local resulta enternecedora, pero tanto este como los muchachos,
ayudarán a Elvira a establecer su destino.
Se desata un
característico enredo, explorado por los excelentes argumentos de series tan
míticas como Lafamilia Monster (The Munsters,
1964-1966) -mi segunda serie favorita, seguida muy de cerca por La Dimensión Desconocida (The Twilight Zone, 1959-1964), Poirot (Íd., 1989-2013), Colombo (Columbo, 1968-2003)… - Prosigo. Elvira se aloja en la pensión El
puerco espín (The Cozy Col: algo así como el repollo acogedor). Se las prometía
muy felices con la herencia, pero las cosas no salen como estaba previsto. ¡No puedo vivir aquí, me volvería loca!,
proclama, al contemplar, sin necesidad de ningún hechizo, su futuro más
inmediato, negro como su atuendo. Para colmo, en Falwell no es bien recibida. Según
Castity, Elvira no tiene cabida en esta
comunidad; si ni siquiera tiene cabida en ese vestido. Su vestimenta gótica
parece estar únicamente en consonancia al grito de ¡quemad a la bruja!, en una de las escenas más delirantes y
divertidas de la película. Junto con los chicos del lugar y el cándido Bob, el único
aliado de Elvira es el perrito de la tía abuela, también heredado, Gonk (Binnie), que en sí mismo constituye un acierto. Por lo demás, mira
que me reído veces con el gag de las
letras en la marquesina del cine. Los magníficos decorados, como la mansión de
la tía abuela, son de John de Cuir Jr.
(1941; tenía un buen modelo en el que fijarse), y la atmosférica y dicharachera
música, de James Campbell (1946).
Esta vez
les propongo un Halloween
divertido, que buena falta nos hace. Para que nos haga maldita la gracia, en el
mejor sentido. Sin la menor duda, me quedo con mis colegas de proyección que
sean capaces de salir de la misma contentos, alegres y, como diría la genial
Doña Rogelia, con la sonrisa en los muslos.
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