El poder de la imaginación, o más bien su necesidad, es el motor que mueve Clamor de indignación (Hue and cry, Ealing, 1947), película de Charles Crichton (1910-1999) producida por los Estudios Ealing, toda una referencia dentro de la cinematografía inglesa, como lo fueron también la RANK Organisation, London Films, y poco después Hammer Films. Fue escrita por T.E.B. Clark, con música de Georges Auric y fotografía del maravilloso Douglas Slocombe (1913: ¡felices cien años!).
Los niños que se abalanzan por calles y puentes recuerdan el inicio de La piel dura (L’argent de poche, 1976) de Truffaut, otra película concebida para los niños, o aquellos que sin convertirse en idiotas, no han dejado de serlo. Pero aquí el escenario que toman -que reclaman- chicos y chicas, es el Londres devastado por la guerra, con amplios descampados y edificios en ruinas. Pese a esta circunstancia, estos habitantes de posguerra no han visto abortado su paso por la infancia, por la imaginación. Las bombas no han podido matar esa fuerza. Claro que eso no quita para que realidad y fantasía acaben por encontrarse a modo de amenísimo complot aventurero.
Los niños que se abalanzan por calles y puentes recuerdan el inicio de La piel dura (L’argent de poche, 1976) de Truffaut, otra película concebida para los niños, o aquellos que sin convertirse en idiotas, no han dejado de serlo. Pero aquí el escenario que toman -que reclaman- chicos y chicas, es el Londres devastado por la guerra, con amplios descampados y edificios en ruinas. Pese a esta circunstancia, estos habitantes de posguerra no han visto abortado su paso por la infancia, por la imaginación. Las bombas no han podido matar esa fuerza. Claro que eso no quita para que realidad y fantasía acaben por encontrarse a modo de amenísimo complot aventurero.
Joe Kirby (Harry Fowler, 1926-2012), es el característico chico metido a detective que trae de cabeza al inspector Ford (Jack Lambert), debido a que su afición por las historietas de la revista Trump (Triunfo) le hace ver “fantasmas” por todas partes; hasta que uno se materializa de verdad.
La presencia de los adultos es casi testimonial y como suele ocurrir, se mueve en una esfera completamente diferente a la de los niños. Así lo atestigua el dueño de la floristería de Covent Garden donde trabaja Joe. El de los adultos y los niños son mundos paralelos que, de cuando en cuando, se cruzan. En este sentido, un personaje bisagra sería el del historietista Wilkinson (Alastair Sim), que evita la realidad del mundo “exterior”, convertido él mismo en un personaje de historieta, pues parece vivir instalado en una (lo que da lugar a la chanza con las bebidas ofrecidas a dos de los muchachos en su apartamento).
De este modo, la matrícula que aparece en el cómic es entendida por los chicos como una de las muchas claves de un negocio de estraperlo. El descubrimiento -algo que está al alcance de todos pero que solo ellos ven-, tiene como consecuencias varias “meteduras de pata”, primero en una tienda de ropa, y luego en unos almacenes. La “realidad” de las historietas ha propuesto un divertido juego metalingüístico.
Se desarrolla en un escenario que contiene una cara oculta, como atestigua de forma gráfica el magnífico segmento del recorrido por las alcantarillas de la ciudad. Y es que pese al desbarajuste que se aprecia en una urbe que aún se está reorganizando, este escenario civil tiene un considerable peso dramático. Aparecen chicos sobre y dentro de las ruinas; incluso los títulos de crédito se dibujan sobre esos mismos muros semi derruidos. El uso de este decorado natural por parte de Crichton es sobresaliente, incluido el duelo final entre héroe y villano, o ese excelente gag construido en torno al racionamiento de pasajeros que afecta a los usuarios de los autobuses.
Con la virtud de la concisión, Clamor de indignación representa las convenciones de un género, pero eso no le resta ni elegancia ni encanto, sino que se lo proporciona. Y aunque las ruinas pueden seguir existiendo pese a que nos parezcan invisibles, la película de Charles Crichton nos recuerda, con humor, que existe un mundo en el que los niños y adolescentes tienen su propio código de honor.
Escrito por Javier C. Aguilera "Patomas"
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