El autocine (XCIII): La guerra de los botones, de Louis Pergaud, y adaptación de Yves Robert

05 enero, 2022

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ESPECIAL REYES MAGOS

Vivir en el campo puede ser una bendición, por aquello de estar en contacto con la naturaleza. Aunque las ciudades ya no se muestran tan ahogadas y grisáceas como antaño, supongo que no solo en nuestro país. Antiguamente se estaba más aislado, aunque eso no quita para que los chavales que habitan el campo hoy se suelan mostrar más acortijados, más apegados al terruño. Luego está el trabajo agrario, del que tanto la novela como la película que vamos a comentar, son fiel escenario, no tanto por acción como por omisión. Un elemento sustancial que en todo momento flota en el ambiente y que se manifiesta por medio de un tractor en plenas tareas de labranza, o el carácter fugaz de los progenitores de nuestros jóvenes protagonistas.

Se da la circunstancia, no por conocida menos relevante, de que en un pueblo todos se conocen, lo que a veces incluye a los foráneos. Pese a los rústicos modales, que en esto las grandes urbes no son privativas, el buen corazón campa a sus anchas como en cualquier otro entorno.

No hay muchas películas interpretadas con exclusividad por niños. En estos momentos me vienen a la memoria Clamor de indignación (Hue and Cry, Charles Crichton, 1947), La piel dura (L’argent de poche, François Truffaut, 1976), los estupendos musicales Bugsy Malone, nieto de Al Capone (Bugsy Malone, Alan Parker, 1976) y Annie (Íd., John Huston, 1982), o la irrepetible y generacional, para los que tuvimos la suerte de pillarla en su estreno, Los Goonies (The Goonies, Richard Donner, 1985). Y otras que he venido referenciando cada cinco de enero desde hace algunos años.

Las cosas se vuelven muy importantes para los niños, parecen sentirse con mayor intensidad. De modo que regresamos al universo de la infancia; esta vez, de la mano del escritor francés Louis Pergaud (1882-1915) y el realizador Yves Robert (1920-2002), que dedicó a la niñez otra estupenda película, Bebert y el ómnibus (Bebert et l'omnibus, 1963). Ello, con el gracejo de los relatos del Pequeño Nicolás, pieza de culto del escritor y caricaturista René Goscinny (1926-1977) y el dibujante Jean-Jacques Sempé (1932).

El huérfano Pergaud ejerció de maestro rural además de ser escritor, lo que curiosamente se evidencia con mejor talante en la adaptación cinematográfica que en su propia novela, La guerra de los botones (La guerre des boutons, 1912; Anaya Tus Libros, 1982), luego veremos por qué. Falleció durante el transcurso de la Primera Guerra Mundial (1914-1918).


Debía yo tener unos once años cuando, no recuerdo si con motivo de mi cumpleaños o para Navidad, una amiga de la familia me regaló el libro La guerra de los botones, en edición de Anaya (supongo que habrá seguido su curso, yo me limito a referenciar mi ejemplar). Imagino que la elección de este regalo se debió a una pura casualidad, el tratarse de textos con aspecto juvenil; o tal vez no. El caso es que lo he agradecido siempre y que he iniciado este año con sendos artículos que me retrotraen a recuerdos queridos de la infancia.

La novela de Pergaud se lee con facilidad y cuenta la rivalidad entre los chicos de Velrans y Longeverne. Asistir a la escuela es algo inevitable y que conviene superar cuanto antes, porque lo más importante está ahí fuera, en el bosque y el arenal que adorna ambas localidades aledañas.

En la novela, el enfrentamiento forma parte de un devenir ancestral entre longevernos y velranos. Un círculo vital en el que los hijos se han de convertir finalmente en padres. La película amplia este punto de vista con un refinado y, lo que es más importante, emocionado desenlace. Lo que comienza con un insulto, es respondido con una inscripción, hasta dar paso a otro tipo de “argumentaciones”. La ráfaga de piedras del ejército de Longeverne alcanzó de lleno a los velranos, quebrando su entusiasmo (Libro I: V).

Pese a resultar más primario, o menos refinado, si se quiere, que la adaptación, el libro narra los hechos y situaciones con innegable gracia y querencia hacia el detalle ageste, lo que se traslada al vocabulario de los protagonistas, en lo que podemos considerar que es una “novela coral”, donde cada capítulo está precedido de una cita culta con afán irónico.

Los dos ejércitos se habían empotrado uno en el otro (III: II).

Según el autor recoge en el prefacio, he querido hacer un libro que fuese a la vez galo, épico y rabelesiano, por el que fluyera la sabia, la vida, el entusiasmo y la risa, aquella risa alborozada que sacudía las barrigas de nuestros antepasados. El lenguaje no es gratuito. He querido reconstruir un instante de mi vida de niño, de nuestra vida en lo que tuvo de franca y heroica.


La rivalidad entre estas dos bandas se alimenta con el liderazgo de sus dos astutos paladines, unos “cabecillas locas” que andan rondando la pubertad (L’Aztec y Lebrac: Michel Isella y André Treton en la película). Además, Verlans y Longeverne muestran un entorno que nos recuerda el de otras producciones de la época y similar espacio, como Don Camilo (Don Camillo, Julien Duvivier, 1952) o Pan, amor y fantasía (Pane, amore e fantasia, Luigi Comencini, 1953).

Sobre la autoridad de dichos líderes no cabe la menor duda. Como asegura uno de ellos, Lebrac (Pacho en la traducción al español, no sé por qué), en la vida el jefe es el que tiene más fuerza (y no tan solo física). Añadiendo después, no sin verdadero temor, que lo peor es ser interno.

Las gamberradas se van sucediendo in crescendo, hasta convertirse en verdaderas batallas campales… y arbóreas. El frondoso bosque, escenario de estos fatigosos trabajos de campo, también da cobijo a un arenal (Matorral Grande, en el libro), que es algo así como el sueño de todo filibustero con pantalones cortos (tanto como lo pueda ser un charco). A los prisioneros les aguardan, eso sí, las aviesas navajas, para hacerles polvo… el honor, en expresión de Lebrac. Es decir, para despojar al prisionero de toda abotonadura. No hubo botón, ojal, corchete ni cordón, que escapase a su registro vengador (I: IV).

Prosiguen las emboscadas, las ocurrencias disparatadas, el osado acceso al espejismo de la libertad, y la traición de un renegado (Bacaillé [Claude Meunier], Vaquero en la traducción). Lo que no obsta para presentar batalla, aun con los calzones alicaídos y unas eficaces espadas de madera. Incluso en cueros, si es preciso: un buen modo de evitar perjudicar las ropas, y así embarrarse hasta las cejas sin peligro.

Pronto se hace necesario conseguir algo de dinero para disponer de unos “fondos de reserva”, es decir, para sustituir botones y otros aditamentos dañados. De este modo, el “tesoro” que los oriundos de Longeverne acumulan consiste en artículos de lencería, y se guarda con celo en su refugio del bosque.


Me refería antes a la figura del maestro de escuela. Este (Pierre Trabaud) demuestra tener gran paciencia y vocación. No parece sometido a las leyes de la nueva dictadura ideológica, sino a la lógica de vivir en un entorno rural, juvenil y desenfadado, sin perder la autoridad, pero con sentido del humor. Lo cual le honra y lo convierte en un auténtico personaje de soporte. Será por eso que, precisamente el maestro, junto con el resto de la pandilla, parte en busca de Lebrac cuando este se refugia en pleno bosque, y lo visita en el internado donde van a parar sus trajinados huesos (en lugar de su padre). Pero esto es en la adaptación cinematográfica, pues en la novela el maestro es descrito como un severo y anticuado profesor, además de aburrido y estirado, lo que le sirve al autor para denunciar la parte más agria y memorística de la enseñanza (también de la religión, con la opulenta figura del cura; qué pensaría Pergaud del viraje al otro extremo). Por el contrario, el profesor de la película es mucho más humano, siendo la demostración literaria, cinematográfica, y puede que real, de que se puede estar en contacto con la naturaleza infantil sin sacrificar la firmeza. Por ejemplo, hablando con los chicos. Lo que muchos evitan, por cierto (hablar no es adoctrinar, aclaro).

En cuanto al cura del pueblo que aparece en el libro, no es necesario mostrarlo en la película, porque como bien hiciera Steven Spielberg (1946) en su magistral E.T., el extraterrestre (E. T., the Extraterrestrial, 1982), esto es, antes de perder el tiempo con revisiones de obras que no las necesitan, Yves Robert delimita -que no reduce- el punto de vista a la mirada de los niños, disminuyendo en lo posible la presencia de los adultos.

La citada figura del maestro está más cercana a Truffaut que a Pergaud, en este sentido. En efecto, los niños son vulnerables, pero poseen a veces una gran fortaleza interior. Siempre que se esté dispuesto a aprender, puesto que no conviene confundir el error con el desinterés. Razón por la que hoy algunos chicos se muestran más apáticos e ignorantes -salvo tecnológicamente- que los de otras generaciones. Y están más consentidos y peor educados por los padres.

En suma, La guerra de los botones (La guerre des boutons, Guéville Films, 1962) es un relato sobre la compasión en la infancia, con una mirada de adulto traspasada o destinada a los niños que fuimos y a sus tribulaciones, que fueron las nuestras. Con unos padres enfrascados en sus quehaceres y problemas cotidianos. De hecho, el conflicto que azota a estas dos pandillas se traslada, por un breve espacio de tiempo, a algunos progenitores, aunque se resuelve pronto con la fuerza de la convivencia y el sano juicio, esa cosa que llamamos madurez.

No es sencillo hacerse adulto, sobre todo cuando alguno de los pilares falla (padres, educación y principios), como tanto sucede ahora. Y sobre todo cuando los ejemplos que se tienen resultan risibles por ideologizados, pasados por el tamiz de la doctrina política. Los muchachos de Longeverne y Verlans pueden llegar a ser algo brutos, pero nunca pierden de vista su natural humanidad. Como ejemplo gráfico, hay que señalar el momento, recogido por la adaptación, en que cortan por lo sano (en off) los atributos del animal muerto que han atrapado, aunque seguidamente pactan una tregua para entablillar a un conejito que tiene rota una pata. Es, como digo, una buena manera de demostrar esa humanidad. Gracias a Dios, estos personajes se adscriben a una corrección netamente humana, con todo lo que ello implica, en lugar de política, esa que algunos bien pensantes tratan de imponer hoy con charlas a destajo y videos repelentes. Sin la necesidad de caer en los excesos del buen salvaje, los muchachos de La guerra de los botones establecen un sistema de justicia y elaboran en comunidad unos vasos hechos con naranjas vaciadas. Qué más se puede pedir.

Escrito por Javier Comino Aguilera


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