Viajes con mi tía, de Graham Greene, y adaptación de George Cukor

01 enero, 2022

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A mi tía M.ª Eugenia.

Creo haber comentado en alguna otra ocasión que el placer de viajar no consiste únicamente en pasar por las ciudades, sino en que las ciudades pasen por uno. Libros de viajes hay muchos, las crónicas sobre lugares, rutas e idiosincrasias se iniciaron desde que el hombre es hombre y salió de la cueva. El itinerario primordial de Homero da lustre a la literatura, como estimulantes resultan las actuales guías especializadas, incluidas las más personalizadas, pasando por el Grand Tour europeo o la moda de los Libros de Viajes del siglo XVIII y el Romanticismo (convertida la vida en un viaje en sí mismo).


Una vez hice un viaje con mi tía. Fuimos a Londres y lo pasamos muy bien. En aquel momento no disponía de pareja, así que por qué no. Fue la decisión acertada. Pero mis recuerdos de Viajes con mi tía se remontan a muchos años atrás, cuando siendo un niño la programó la única televisión que había entonces, en su siempre atractivo e irrepetible espacio Sábado Cine. Años más tarde me hice con la novela, pero no ha sido hasta este pasado año que le he vuelto a dar vida a todos estos recuerdos leyéndola.

Yo tenía más de cincuenta años cuando conocí a mi tía Augusta. Fue en el funeral de mi madre, nos relata Henry Pulling, el coprotagonista de Viajes con mi tía (Travels with My Aunt, 1969; Edhasa, 1986), pieza no necesariamente menor del escritor inglés Graham Greene (1904-1991). Augusta ya ha cumplido setenta y tres años, pero aún conserva un acerado vitalismo a la par que una llamativa y brillante cabellera roja (parte I: capítulo I). No da un paso sin su maletín de cuero para los cosméticos (I: V). En cuanto a Henry, es un banquero jubilado a temprana edad, más viejo en razonamientos que en años.

Pulling hace vida de soltero gozosa, no al estilo de su tía, sino recluido con sus dalias, a las que cultiva con esmero (con todo el esmero que el clima inglés permite). Nunca me habían interesado mucho las mujeres. El banco era mi vida entera. Y ahora tenía mis dalias (I: IV). Más adelante, Henry nos ofrece más aspectos de su persona, sin salir del ámbito doméstico. Me gusta poco cambiar de ropa y de libros (I: VI); es decir, que prefiere recomenzar los mismos textos, un recorrido absolutamente cíclico, pero sin cambios, “ordenadamente inglés”. Su vida está inmersa en la rutina, aunque es su acomodaticia y escogida rutina, un reflejo de su carácter.

Para el ex banquero, la alteración de sus esquemas comienza al trabar conocimiento con esa tía apenas tratada, relegada a un rincón de su mente. Esto supondrá la primera de sus incursiones al exterior. Henry recalca que, en este sentido, nunca he tenido una oportunidad (I: III). Su tía Augusta romperá tal rutina y le propondrá un viaje con apariencia de caos, pero muy lineal en el aspecto anímico, de transformación. A lo que, al principio, Henry se aviene con lógica resistencia, y luego con fungida expectación.


Una mordacidad subrepticia se abre camino entre mojón y mojón: Henry no es demasiado espabilado o, al menos, resulta en exceso programado y predecible. Es un funcionario eficaz, sin duda, tal y como lo retrata Graham Greene, pero maquinal y sin alma (cultivada, quiero decir). Ha sido director de una sucursal, y de eso entiende muchísimo.

Por el contrario, la tía Augusta convive con un compañero (fiancée) de color llamado Wordsworth (una nueva ironía, porque labia no le falta). En realidad, el tipo es un traficante de marihuana. Ambos, tía y sobrino, también establecen contacto con Hatty, una antigua compañera de correrías de Augusta que practica la cartomancia (I: V).

De todos estos avatares en los que se van a ver inmersos, tampoco queda excluida una de las indagaciones más pertinaces de Graham Greene a lo largo de su carrera biográfico-literaria, el aspecto religioso. Esas creencias (I: VI) que parecen acompañar al humano inevitablemente, y que tan bien sabrá extrapolar luego a las ideologías políticas, advirtiendo de su adictiva sustitución.

La “peregrinación” vitalista da comienzo en Italia. Me siento muy ligada a Venecia porque allí empezaron mi carrera y mis viajes, se sincera la tía Augusta (I: III). De hecho, me divierte viajar y no quedarme en un sitio (I: VIII). Con lo que queda establecido el locus bastante amoenus del viaje como metáfora del recorrido de la vida. Un desplazamiento no necesariamente directo, como antes advertía, sino con transbordos, y que proseguirá, espacialmente, con un grato itinerario en el Oriente Express, o lo que queda de él (I: XI-XIV) (es decir, en la última etapa de su existir, en lo que es otro apunte simbólico, puesto que estuvo activo hasta el año 1977, y la acción de la novela se enmarca a finales de los sesenta).

Para Henry no habrá marcha atrás, aunque regrese a su refugio inglés por un periodo de tiempo. Por primera vez, descubrí en mí un rasgo de anarquía (I: VII). Comienza a ver lo que le rodea, y hasta a los distintos miembros de la familia, con otros ojos. Ideas tan poco habituales en mí… (íd.).

No está mal para quien hasta la figura de Enrique VIII (1491-1547) le parece púdica, respetablemente británica (I: XI). Puntos de vista más que sobrados para tratar de etiquetar a la hermana de su madre, y que necesitan ser ampliados. No podía juzgarla como a cualquier inglesa (I: IX).


En lo que es toda una declaración de intenciones, con cierto afán principesco, Augusta asegura que solo cojo aviones cuando no hay otro medio de transporte (íd.). El desenvolvimiento no es solo una cuestión de técnica, sino del disfrute del recorrido. También coexiste la sátira acerca de los viajes, o más bien, de su confusión con el mero movimiento, personificada en el relato del viejo tío Jo (íd.).

Esta será una de las múltiples historias que atesora la tía Augusta. Entre las que destaca la narración en flashback de su antigua relación con un hombre casado, monsieur Achille Dambreuse (I: X). Henry también comenzará a construir su propia memoria cuando entable conversación con la señorita Tooley en el tren. Tan crédula e hija de su tiempo como maniatada a su época (hippy) (I: XII). Greene no es demasiado clemente con ninguno de los extremos, y de este modo consigue vislumbrar el equilibrio, a pesar de tratar con seres humanos. Algo que no es fácil, ni siquiera en la construcción “estructurada” que supone la literatura. Lo cual incluye la chanza hacia el arte contemporáneo y la inevitable ingenuidad juvenil, evidenciada en los cándidos comentarios de Tooley sobre las pretensiones artísticas de su novio, que para colmo la ha dejado embarazada (I: XIV). Todo ello supone un gran cambio para Henry, que siempre había estado aislado (I: XV).

Una nueva y fugaz confluencia se produce con el hijo de un antiguo amigo y protector, el señor Visconti (I: XIII), que será importante en el devenir de la tía Augusta (no se trata únicamente de un capítulo perteneciente al pasado, sino del motor del presente y reestructuración del futuro de los protagonistas). Seguidamente, prosigue el viaje por tren y la pareja es interrogada por el coronel Hakim en Estambul. Razones hay para ello, pero no las podemos desvelar (I: XV). En un bonito apunte, estando de regreso de este primer viaje, Henry descubre una fotografía antigua de su tía en un viejo libro que pertenecía a su padre, una obra de sir Walter Scott (1771-1832) (I: XVI).


Se inicia un segundo viaje. La excusa en esta ocasión es la visita a la tumba del padre de Henry, en Boulogne, Francia (I: XVII). En estas, se produce un encuentro con una anciana en el cementerio, que había estado cuidando de Richard (nombre del progenitor), la señora Paterson (I: XVIII). Al comienzo de esta segunda etapa, queda muy bien descrita la soledad de Henry cuando ha de pasar una Nochebuena a solas (I: XIX); algo que antes no le habría importado (incluso habría agradecido). Tras un nuevo toque de atención por parte del detective Sparrow (había habido uno antes, pero contarlo es quitarle la gracia), Henry sigue sin noticias de la tía.

Pero no será por mucho tiempo. Camino de Paraguay, Henry entabla amistad con el padre de Tooley, la muchacha que conoció en el Orient Express. También le leen la mano (II: I-II) y se vuelve a encontrar con Wordsworth, de regreso en barco (II: III). Es en esta segunda parte, donde se evidencia que la tía vive de recuerdos y ciertas fantasías disfrazadas de realidad. Que su mundo es tan endeble como pueda serlo el de Henry, o el de cualquiera de nosotros. Junto a la certeza de que otros han de venir y ocupar nuestro sitio, y que, por lo tanto, tanto lo bueno como lo malo pronto pasará y se transformará (presumiblemente) en alguna otra cosa. Un aspecto de espejismo y ensueño de la materialidad, más que de indefinición, puesto que los personajes y sus circunstancias están muy bien establecidos, y un aspecto que se sabrá trasladar a la adaptación cinematográfica sin caer en exposiciones o desarrollos existencialistas, sino participando del talante de comedia que nace del original. Del mismo modo que se evidencian tales recuerdos por medio de los abigarrados objetos del abarrotado apartamento de tía Augusta, testigos de una azarosa y plena vida.

El reencuentro con la tía se produce en Paraguay (II: IV). No desvelo demasiado si anoto que Augusta se ha vuelto a reunir con el anciano señor Visconti, con el que vive. Pues la novela no es tan solo la crónica de unos viajeros que parten hacia algunos destinos físicos, sino que se adentran en el futuro sosteniéndose en el pasado y yendo a su encuentro, confluyendo con personajes de sus vidas anteriores. Augusta es ejemplo vivo de ello. Su trayecto tiene apariencia de estable pero no lo es, está sujeto a cambios (donde lo ilusorio también se da de bruces con la realidad; ese espejismo y ensueño al que antes me refería), y el del sobrino se muestra inestable para acabar hallando cierta (trajinada) firmeza, al menos emocional.

Con la madurez adquirida, Henry se dispone a cruzar la frontera hacia el mundo de mi tía (II: VII).

Respecto a la adaptación cinematográfica emprendida por George Cukor (1899-1983), Viajes con mi tía (Travels with my Aunt, Metro Goldwyn Mayer, 1972), fue debidamente acomodada por Jay Presson Allen (1922-2006) y Hugh Wheeler (1912-1987). Recuerdo que la primera es responsable de los guiones de Marnie, la ladrona (Marnie, Alfred Hitchcock, 1964), Cabaret (Íd., Bob Fosse, 1972) o El príncipe de la ciudad (Prince of the City, Sidney Lumet, 1981), entre otras. Lo que no está mal, teniendo en cuenta la variedad de estilos.

La película cuenta con una bonita música del compositor, pianista y productor Tony Hatch (1939), el vestuario de Anthony Powell (1935-2021), decorados de Gil Parrondo (1921-2016), y fotografía de Douglas Slocombe (1913-2016). Menudo elenco técnico.

Pues bien, Augusta Bertram (estupenda Maggie Smith), conoce a su sobrino Henry (lo mismo para Alec McCowen) en la incineración de la madre de este. Visualmente, la nada ajada y sí resplandeciente cabellera roja de la tía destaca sobre el despojado y sobrio escenario, completamente blanco (un blanco funerario o anglicano). En este primer y seminal encuentro, Augusta se muestra como una mujer tan vitalista como despistada, a veces ingenua, o como diría un inglés, excéntrica. Por supuesto que desinhibida. En tanto que Henry es pacato, porque como él refería en la novela, tampoco ha tenido demasiadas oportunidades de abrirse a nuevas experiencias. Ahora dispondrá de esa oportunidad, es posible que cobijada en secreto.

La adaptación resulta fiel al original, pese a algunos cambios que comentaré al final, y que, si no mejoran, sí que abundan en lo expuesto sin desmerecer a la novela. Entre los protagonistas está el paisaje recorrido y la época, la pasada de los personajes y la de su presente histórico. Un mundo, entonces, que no estaba reñido con los modales y las buenas maneras, por mucho que estas disfrazaran -más que escondieran- unas fogosas y atrevidas costumbres y vidas privadas. De igual forma que existe un respeto tácito al primer y auténtico amor que conformó ese pasado tan recurrente, por parte de la anciana protagonista. Incluso por encima del hecho de que dicho nexo sea traicionado; una circunstancia que solo se da -y muy bien- en la adaptación cinematográfica.


Otro personaje esencial es Zacarías, apodado Wergo (Wordsworth en el original; Lou Gossett), del que tía Augusta explicita, sin entrar en innecesarios detalles, que soluciona alguna de mis necesidades.

El caso es que Augusta se ve en la tesitura de conseguir cien mil dólares para sacar a un antiguo y muy querido amigo de apuros (Visconti). Al contrario que en la novela, buena parte de la trama o tramoya sentimental, melodramática, se desvela en el primer tercio, pero como sucede con casi todo viaje, por muy planificado que esté, depara algunos cambios e imprevistos, gozosos o latosos, según el caso y la disposición de los viajeros. En ese mundo de tía Augusta al que Henry se va a adentrar, casi nada parece estar sujeto a unas reglas definitivas. Su vida es un continuo ir y venir. Ella lo expresa bien: lo interesante es viajar, no importa dónde, cambiar de escenario. París, Estambul, África, con gloriosas paradas en la estación de Lyon… e incluso España. Y si una cosa no sale del todo bien, otra surgirá para tratar de enmendarlo.

El antedicho amado -y amante-, ahora visto en dificultades, es, como digo, Hércules Visconti (Robert Stephens). Parte del dinero se consigue pasando mercancía peculiar de contrabando, sin declarar, propiedad del señor Crowder (Robert Flemyng), descrito por tía Augusta como un financiero, que la emplea como correo hasta el general turco Abdul. Este no llega a materializarse en la película, pero sí el coronel Hakim (Daniel Emilfork), que anda tras la pista de este inconveniente refuerzo o rescate económico venido de Europa (tampoco se hace necesaria la presencia del padre de Tooley).

George Cukor también pone en escena, con desenfadada alegría, la relación de mantenida de la tía Augusta con monsieur Dambreuse (un espléndido José Luis López Vázquez), amante insaciable, en lo que es un claro episodio de vodevil, en la más noble extensión del término, divertido y evocador.

Por su parte, Henry se siente atraído, al filo de la tentación, por este viaje (en la película los dos viajes se concentran sabiamente en uno) propuesto por la tía Augusta. Es usted mi único pariente cercano, certifica con alguna delectación. Semeja ser un pelele manejado por todos, hasta que es capaz de tomar las riendas de su propio devenir. Más bien, lo que ocurre es que se deja llevar, seducir. Él es la coartada de tía Augusta, pero también un soporte emocional para la misma. Pese a la libertad esgrimida por esta, también ella resulta esclava de sus propias apetencias y ligaduras con el pasado. Lo que acaba por hermanar realmente a ambos familiares, es su invariable anhelo de libertad. Recién descubierto en uno, recién recuperado o revivido en la otra. De este modo, Augusta podrá seguir viajando en el futuro acompañada. En tanto que Henry lo hace en el presente con la joven Tooley (Cindy Williams) en el departamento del mítico Oriente Express, camino de Estambul. Un encuentro amical y romántico resuelto por el realizador por medio de un solo plano largo, cuando ambos personajes quedan a solas.


El meollo de Viajes con mi tía, novela y película, lo expone tía Augusta cuando afirma que una larga vida no es cuestión de años. Tratando de ahuyentar el hecho de ser, a veces, cautivos de nuestras afinidades más electivas. Los personajes jóvenes (Tooley) también se agitan -puesto que no solo de movimiento cifrado en kilómetros hablamos- por impulsos o consignas propias de la incredulidad de la edad. Ilusiones que luego formarán parte de ese caldo que se cultiva o deseca con la madurez. Unas utopías ilusorias que son aplacadas por el progresivo conocimiento -hasta donde nos alcanza- de las cosas. Siempre que podamos vernos libres de ataduras, eso sí, aunque con otro nuevo tipo de prejuicios.

Antes mencionaba algunas alteraciones propuestas por la adaptación. Me parecen muy oportunas, a la par que cinematográficas, como la imagen de esa moneda que queda suspendida en el aire, en el plano final de la película. El escenario del último tercio también es distinto al de la novela, no transcurre en Paraguay, sino en las costas africanas, tras un previo paso por las de Andalucía (España), rumbo a una nueva aventura vital. Además, uno de los personajes de soporte no muere en la película. La obra de arte que se baraja durante el desenlace de la novela es un dibujo de Leonardo (1452-1519), que resulta ser una copia. Por el contrario, en la película, la pintura es un retrato de Augusta, algo comprometedor, y es auténtico. Así mismo, es Wergo el que levanta horóscopos y lee el tarot, cometido que, en la novela, estaba destinado a otro personaje, como tuvimos ocasión de referir.

Todos vivimos de recuerdos, de una forma o de otra. Y de los amores que nos parecen o parecieron auténticos y perviven en nuestra memoria. La novela de Graham Greene y su casi inmediata adaptación por George Cukor certifican esta bonita aunque triste idea.

Escrito por Javier Comino Aguilera


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