Para el sábado noche (CVII): Ojos asesinos, de Michael Crichton, y Ojos, de Irvin Kershner

02 julio, 2021

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Una prostituta de lujo se está maquillando, se emperifolla, y después comete suicidio. Algo va mal en esta ecuación. Sin duda se trata de un buen planteamiento. Una persona acecha en la oscuridad.

Luego de esta inquietante y dramática introducción, nos es presentado en su intimidad laboral el doctor Larry Roberts (el estupendo Albert Finney), que es cirujano plástico. Recompone figuras y rostros que no lo necesitan; se hallan más descompuestos por dentro que por fuera. De hecho, muchas personas desean seguir siendo lo que son de cara al interior, aunque no les sucede lo mismo de cara al exterior. Están en su derecho, lo que de ningún modo se puede aplicar al criminal que anda suelto, induciendo a la inmolación de tantas bellas siluetas y rostros agraciados por el quirófano.

En el caso de Lisa Convey (Terry Welles), la primera víctima, no es que no estuviera satisfecha con sus medidas, es que se había sometido a una “cura de perfección” totalizadora del 90-60-90, para poder atesorar un complacido y bien remunerado trabajo, en una todopoderosa agencia de publicidad, el sumun de las ofertas persuasivas y los textos perlocutivos.

No tarda en presentarse alguien de la policía, el teniente Masters (Dorian Harewood), pero su concurso es meramente circunstancial, de compromiso, porque como suele ocurrir en lances análogos a este, es el propio involucrado, el doctor Roberts para la ocasión, el que toma las riendas de la investigación por su cuenta y riesgo. Que hay a espuertas.

La trama de Ojos asesinos (Looker, Warner Bros., 1981) es hasta cierto punto compleja, pero no así su plasmación cinematográfica, por suerte, enfocada a la sencillez. Al punto de no ser esta una de las realizaciones de Michael Crichton (1942-2008) más recordadas, pese a que los resultados modestos -en su acepción más cálida-, deparan un saldo de suspense atractivo y grato esparcimiento. Crichton se nos ha mostrado en multitud de ocasiones, literarias y cinematográficas, interesado en los avances de la tecnología y su impacto, ya desde la época de las sagaces y, por cierto, bastante actuales La amenaza de Andrómeda (The Andromeda Strain, 1969) y El hombre terminal (The Terminal Man, 1972).

No está mal recuperar el presente título para poder disfrutar de un entretenido sábado por la noche. Que una película no rindiera en taquilla no es sinónimo cinematográfico de absolutamente nada; si bien, es verdad que la orientación televisiva por parte de los productores, evidenciada en el montaje, pese al holgado presupuesto, lastra el seductor resultado final.


La saga de crímenes continua con Candy Wilson (Ahsley Cox), otra de las ex pacientes de Larry. Es entonces cuando el buen doctor decide aparcar el bisturí y ponerse en marcha. La flecha apunta a la citada agencia de modelos y publicidad, cuyo campo experimental, más amplio y transversal, se centra en la experimentación de una nueva tecnología visual, que incluye la Light Ocular-Oriented Kinetic Emotive Response (L.O.O.K.E.R.). Pero la sospecha no se debe necesariamente a que la agrupación sea la responsable directa de las fechorías, lo que está por ver, sino porque alguien muy, pero que muy malo, trata de sacar tajada. Un hombre alto y con bigote (Tim Rossovich), que naturalmente trabaja, por decirlo así, para otros.

La empresa en cuestión, que también experimenta con la alta tecnología militar, está a cargo de John Reston (James Coburn), y su segunda al mando, Jennifer Long (Leigh Taylor-Young). El departamento que interesa a Larry se denomina Matriz Digital (Digital Matrix).

Es algo más que publicidad, señala con acierto la ex cliente Tina Cassidy (Kathryn Witt). Lo confirma el hecho de que todos los expedientes médicos de las chicas asesinadas han desaparecido. Asimismo, los punteros procedimientos empleados por la macro empresa, que incluyen el novedoso escaneado de los cuerpos para los anuncios, se mantienen en un estricto secreto. Es un mundo que parece fuera del alcance de las personas corrientes, aunque se conecta con otro que sí lo está: la televisión (entiéndase también internet). Prueba de ello es la respuesta de los padres de Cindy Fairmont (Susan Dey) ante su visita. Ambos progenitores se muestran poco menos que abducidos por lo que aparece en la pantalla. El mecanismo promete.

Larry contará con la ayuda de Cindy, otra aspirante a modelo y paciente del doctor. Formando parte del trasfondo argumental no anda lejos la política, usurpadora de casi todos los devenires y ámbitos de la vida cotidiana. Esta vez, en el proscenio se haya el senador Robert Harrison (Michael Hawkins), candidato a la presidencia. Y ya sabemos lo vital que le resulta a un político agenciarse una buena imagen, unos medios de comunicación afines, y un nutrido grupo de homo non sapiens.

Al final, se trata de averiguar quién se alza con la victoria en el caudillaje del condicionamiento humano.


El material no puede ser más prometedor. En los setenta y ochenta, la progresiva interactuación con la máquina quedó de manifiesto en películas como -en sus distintas vertientes- Colossus (Colossus, the Forbin Project, Joseph Sargent, 1970), Engendro mecánico (Demon Seed, Donald Cammell, 1977), Tron (Íd., Steven Lisberger, 1982), Videodrome (Íd., David Cronenberg, 1982) o Están vivos (They Live, John Carpenter, 1988). Cindy lo resume muy bien: no aguanto que una computadora me diga cómo lo tengo que hacer. Baste echar un vistazo a nuestro alrededor para distinguir si hemos mejorado en este aspecto o no. Me refiero al punto de vista de nuestra cultura humanística, no como operadores de perspicaces y neutras herramientas de trabajo.

En este sentido, también en Ojos asesinos emerge un centro neurálgico de investigación. Un lugar tan fascinante como aterrador que es ingrediente narrativo y visual de los mejores logros de Crichton como adaptador y realizador. Podemos recordar la base científico-militar de la mencionada La amenaza de Andrómeda (The Andromeda Strain, Robert Wise, 1971), el núcleo lúdico-festivo de Almas de metal (Westworld, 1973), más tarde reconvertido en el embrión turístico y tecnológico de Parque Jurásico (Jurassic Park, Steven Spielberg, 1993), el edificio acondicionado como depósito de cuerpos en suspensión en Coma (Íd., 1978), o incluso los robots inteligentes de Runaway, brigada especial (Runaway, 1984). Aquí, es el cogollo central de la empresa publicitaria que alberga en su seno desde unos laboratorios de análisis y experimentación, a todo un set de decorados múltiples, prestos a servir de fondo a la elaboración de distintos comerciales. Más aún, antes citábamos la interesante y económica Están vivos (They Live, 1988); si en la película de John Carpenter (1948) las gafas eran un instrumento que desvelaba la auténtica realidad, en Ojos asesinos, el mismo dispositivo se emplea para prevenir la alteración de los sentidos, sorteando una sugestión hipnótica que desemboca en la aniquilación. Es decir, en Carpenter se empleaban para ver (adquirir un mayor grado de conciencia), en tanto que en Crichton lo son para no resultar afectado, frente al aparato que nubla el discernimiento.


Se suele decir que no hay peor ciego que el que no quiere ver. Esa es la situación de buena parte del ser humano en las sociedades tecnologizadas hasta la náusea, anestesiadas por sus propios efluvios procedimentales y sintéticos, que no nos han hecho precisamente más cultos y bien avenidos (las no desarrolladas no se encuentran en mejor situación, por descontado). En efecto, los seres humanos estamos sometidos a continuos estímulos. Unos naturales y otros artificiales; a estas alturas, tan naturales para nosotros como los primeros. La cuestión no es saber diferenciarlos, sino querer diferenciarlos.

En suma, y visto con perspectiva, Ojos asesinos es un buen relato de suspense. El interesante Barry de Vorzon (1934) aportó la música, Paul Lohmann (1926-1995) la fotografía, y el guión fue combinado con la dirección por el propio Michael Crichton, al igual que otros proyectos suyos.

Nos referíamos con anterioridad a la figura del notable John Carpenter. Justamente es el responsable de la historia que se va a desarrollar en nuestra siguiente película, que de nuevo detenta el componente de la mirada como elemento vertebrador, argumentativo y visual. Parece que el resultado final no satisfizo al realizador de La cosa (The Thing, 1982), lo mismo que le sucedió con otra sugestiva incursión, El experimento Filadelfia (The Philadelphia Experiment, Stewart Raffill, 1984); seguramente por aquello de contravenirse sus expectativas respecto a la idea original. Esto suele suceder. Pese a todo, Ojos (Eyes of Laura Mars, Columbia Pictures, 1978), es un loable ejercicio de cine de género, de suspense y asesinato.

Ambas narrativas giran en torno al mundillo de los modelos y la publicidad. De facto, Ojos propone una nueva variedad de slasher, género reinaugurado ese mismo año por John Carpenter. La historia de este realizador fue adaptada, además de por él mismo, por David Zelag Goodman (1930-2011), responsable de los llamativos guiones de Monte Walsh (Monty Walsh, William A. Fraker, 1970), Perros de paja (Straw Dogs, Sam Peckimpah, 1971), Adiós muñeca (Farewell, My Lovely, Dick Richards, 1975), La fuga de Logan (Logan’s Run, Michael Anderson, 1976), Marchar o morir (March or Die, Dick Richards, 1977) y Un hombre, una mujer, un hijo (Man, Woman and Child, Dick Richards, 1983). Hasta Tommy Lee Jones (1946) parece que intervino, procurando algunas líneas de diálogo.

La película comienza con la impresión de una foto fija en blanco y negro que va virando de tonalidad; de intensidad, habría que decir. Muestra el rostro de la fotógrafo y modista Laura Mars (fenomenal Faye Dunaway), que se acompaña de una espléndida canción de Karen Lawrence (-) y John De Sautels (-), interpretada por Barbra Streisand (1942).

Laura vive en un lujoso y amplio apartamento en el centro de Nueva York. La gustan las imágenes múltiples y poliédricas. Ya en su dormitorio advertimos una profusión de espejos. Pueda que viva de las apariencias, pero sus simulaciones son francas y repletas de significado; sus fotos resultan insinuantes y constituyen una honesta celebración del cuerpo (y la proyección crítica de la violencia). El que verdaderamente se agazapa en las falsas apariencias, huelga decirlo, es el criminal. Un farsante en toda su magnitud.


Son las de Laura fotos artísticas, elegantes. Pese a lo cual, no hay quien tarda en tildarlas de ofensivas para las mujeres; vehementes y sexuales. En efecto, ya entonces se vislumbraba esa nueva profesión que tanto se ha engrandecido, que consiste en sentirse ofendido por algo. ¿Es que nadie tiene algo serio que preguntar?, se defiende -en toda su extensión- la fotógrafa, ante los envites políticamente correctos de la prensa, en lo que es una de las mejores líneas y momentos de la película (en plenos títulos de crédito). Ella misma es la negación de lo que le reprochan. Laura es una mujer creativa, punzante e independiente, sin resultar grosera ni analfabeta. Refleja el erotismo de nuestros trabajos y días. Además, no es ninguna déspota, sino una comprensiva profesional, respetada nada menos que en la capital del mundo. Como antecedente, no de terror, dicho mundo de la moda atravesado por un agresor ya se había reflejado en Lápiz de labios (Lipstick, Lamont Johnson, 1976).

De alguna manera, Laura está sola, pese a que le rodean esas personas que llamamos “de confianza”. La veterana y comprensiva amiga Elaine Cassell (Rose Gregorio), su representante, Donald Phelps (Rene Auberjounois), la editora Doris Spencer (Meg Mundy), el ex marido, Michael Reisler (Raúl Julia), un vividor y mantenido, aspirante a escritor, del que hace tiempo se ha separado afectivamente, y su chófer, con antecedentes penales, Tommy Ludlow (Brad Dourif). Tras los crímenes, ya se sabe que la vida tiene que continuar, ¿pero de qué modo?

Tal vez la respuesta la tenga el teniente de la policía John Neville (Tommy Lee Jones), tan fascinado por el mensaje de la protagonista como descreído con el medio. Las visiones de Laura suceden a tiempo real. Ella se queda privada de vista, y a través de los ojos del asesino, ve, por mor de una tan alarmante como turbadora conexión. No dura más que unos segundos, pero la experiencia es suficientemente aterradora. Una de estas manifestaciones le pilla en mitad de la calle, lo que procura una buena imagen de su vulnerabilidad, en una faceta que no domina. Las señales acuden de improviso.


El problema de denunciar lo que ha visto, es que Laura es una testigo presencial, pero no espacial. No se encuentra físicamente en las escenas de los crímenes. Como las distintas personas que a lo largo de la historia de la humanidad han sido objeto de una premonición, o cualquier otro tipo de percepción extra sensorial. En puridad, el escenario donde acontecen los asesinatos es el de la parasicología. Para Laura, como para la policía, algo que no tiene explicación.

Lo que contemplamos con nuestros propios ojos puede ser una pesadilla. Pero, ¿observamos libremente, o vemos lo que nos proponen los demás? ¿Hasta qué punto nos quedamos ciegos en determinados momentos? La idea original resplandece como una alegoría de lo que somos, o a veces parecemos. Una sensitiva en contacto con un criminal.

Irvin Kershner (1923-2010) sabe manejar los tiempos. Ojos está exenta de prisas y regodeo en la plasmación de los asesinatos. Como demuestran las imágenes iniciales de la película. El asesino la ha tomado con el repertorio de modelos de Laura Mars. El empleo de la cámara subjetiva es innegociable. Forma parte consustancial al género. Y tiene su razón de ser. La visión perturbadora ha sido vista por Laura, y esta es la incorporación a la temática del género a la que antes me refería. A continuación, Laura llama por teléfono a la presunta (para ella) víctima, sin obtener respuesta.

Los interiores lujosos que se despliegan en Ojos suelen disponer de accesos tortuosos y desvencijados, circunstancia que ya hemos anotado en otras ocasiones al referirnos a los entresijos de una ciudad tan fascinadora como Nueva York. Ojos es, además, una película donde aún existe la planificación. Lo advertimos durante el encuentro de Laura con su ex marido, o con el teniente en el muelle del puerto. Incluso en un paraje boscoso y solitario. La escena no es innecesaria, aunque esté resuelta con cierto bucolismo empalagoso, porque expresa el nacimiento -la explosión diría- de la atracción, intimidad y dependencia de Laura con el teniente Neville, y viceversa. Dos personajes que han permanecido al margen del amor hasta ese momento. Lo que proporciona a Laura un arma, de la que Tom le pide que no dude al disparar si se hace necesario. Le harás un favor a ese hijo de puta, asegura Tom.


Al volver a ver Ojos al cabo de los años esta me parece más estimulante que antaño. Destaca la acertada labor en la edición de Michael Kahn (1930) y la fotografía de Victor J. Kemper (1927). Y los ojos elocuentes de Faye Dunaway (1941); los segundos más expresivos, probablemente, después de los de Bette Davis (1908-1989); caracteres no incompatibles, dicho sea de paso.

Ver para creer, es la esencia del cine. Como en el caso anterior, no es mal resultado para una aplicada y gratificante muestra de género. El vínculo que se puede establecer entre dos personas, un emisor y un receptor, cuenta con variantes simpáticas como La mano (The Hand, Oliver Stone, 1981) o Deuda de sangre (Blood Work, Clint Eastwood, 2002). Hasta que en Ojos sí aparece un testigo presencial y espacial de uno de los asesinatos, uno que sí conoce la identidad del asesino.

Escrito por Javier Comino Aguilera

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