El halcón maltés, de Dashiell Hammett, y adaptaciones de Roy del Ruth y de John Huston

22 junio, 2021

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Dashiell Hammett
Regresamos a los orgullosos, reconfortantes y aventurados brazos del relato de género, en el aspecto literario y, cómo veremos a continuación, por gentileza de un par de adaptaciones, cinematográfico.

Sam Spade tenía el simpático aspecto de un Satanás rubio (capítulo I). Su socio en el negocio de la investigación privada es Miles Archer. Ambos reciben a una joven y agraciada cliente, la señorita Wonderly, que busca a su hermana Corine, la cual se ha escapado con un hombre mayor, Floyd Thursby. Hasta aquí, nada que parezca contravenir las estructuras o reglas del género policíaco o incluso de la vida.

E incluyo la vida como genérico ya que, real o plasmada en obras creativas, esta no suele escasear en disgustos, chascos, deserciones o entusiasmos que se difuminan como el humo de los sempiternos cigarros, envueltos en su particular escala de grises. De todo eso sí que somos espectadores privilegiados, pues para esto eran unos maestros Dashiell Hammett (1894-1961), Raymond Chandler (1888-1959), James M. Cain (1892-1977) o Ross McDonald (1915-1983), por citar algunos de los más representativos pioneros del género policiaco y detectivesco, más tarde rebautizado como negro. Al fin y al cabo, los géneros literarios o cinematográficos están para ser retorcidos y masajeados, siempre que no se desdibuje el armazón que los sostiene (lo que no siempre se logra: de nuevo hay que citar como referente a los clásicos).

La aparente falta de profesionalidad entre los socios detectives, al referirse en petit comité al atractivo de la muchacha, no encubre el hecho de que ambos saben hacer frente a las fortunas y adversidades a las que antes hacíamos mención, entre toda una panoplia de acontecimientos y estremecimientos. A su vez, la ciudad es un elemento tan ineludible y necesario como el asesinato o la lista de sospechosos. Nos situamos en la bella San Francisco (EEUU), aunque esta es nombrada de forma indirecta, al hacerse referencia a la penitenciaria de Alcatraz.

Prosigue Hammett su descripción de Sam Spade. Tenía la piel suave y rosada de un niño chico (II). Algo distinto a cómo el cine nos lo ha mostrado, bajo los característicos rasgos del carismático y mundano Humphrey Bogart (1899-1957). He aquí parte de la gracia de comparar la obra literaria con la cinematográfica, no para anteponer la una a la otra, sino para contrastarlas. En ambos extremos se marcan tantos.

No adelanto nada sustancial, es decir, que reviente el argumento, si prosigo diciendo que el compañero de Sam Spade es finiquitado en plena investigación. A lo que parece, no existe demasiada pesadumbre por parte del sobreviviente, pero como suele ocurrir en estos casos, las procesiones van por dentro: la muerte de Miles me sentó muy mal (II), declara Sam. De hecho, la omnipresente grisura moral de los partícipes semeja enfrentarse de forma hosca al “amor” hacia el detalle que emplea el autor en las descripciones; más en las vestimentas y aditamentos estilosos, o los distintos escenarios donde se desarrolla la trama, que en la proyección psicológica -casi siempre oculta- de los protagonistas. Esta proyección queda relegada a actos y comportamientos “naturales” por parte de los mismos, así como a comentarios de cara al exterior, como solemos salvaguardar nuestra verdadera identidad los seres humanos. Por ello no es raro que todos beban en horas de servicio, contraviniendo la más elemental disciplina profesional, sin dejar por ello de ser, en el caso del detective, un capacitado y competente investigador. Otrosí. La desconfianza es siempre mutua, presta al nihilismo a pie de calle, al alcance de todos los ciudadanos, a la orden o tedio del día.

El caso es que Thursby también aparece muerto a las puertas de su hotel. Menuda faena. De seguir así, apenas va a quedar nadie a quien sentenciar o con un mochuelo que cargar. Aunque sea una vida asquerosa, siempre es mejor que nada, y esta se suele mostrar dispuesta a mejorar por el medio que sea.

Lo que se traduce al plano de lo estrictamente privado. En el libro, queda negro sobre blanco que Samuel Spade ha mantenido relaciones con la “querida” de Miles, Iva, además de con la secretaria de ambos, la empecinada Effie Perrine (III). La parte donde este pequeño Satanás descrito por Hammett asoma el rabo. Cuando se tiene gancho se tiene.

A la investigación del asunto, que pronto se dará la vuelta, se agregan el sargento Tom Polhaus y el teniente Dundy, conocidos por Sam Spade, sobrellevados a duras penas, más que aceptados, y en franca oposición con el detective; al menos, en lo que al segundo de los policías se refiere.

Comienzan a desintegrarse algunas máscaras. Tratando de esclarecer el intríngulis con miss Wonderly, emerge la señorita Brigid O’Shaughnessy (IV). Pura magia de las relaciones personales que quien asegura ser una cosa resulte ser otra. No son los únicos personajes en salirse de las mangas: en los episodios cuarto y quinto se compleja -no complica- la trama con la visita del refinado pero desafortunado Joel Cairo, y se revela el meollo de la cuestión: el paradero de una valiosa estatuilla, de tiempos del emperador Carlos V de Alemania, I de España (1500-1558), el Halcón Maltés (The Maltese Falcon, 1930; Alianza, 1969-2002).

Imagen de la adaptación de 1941

Los protagonistas forman un caldo de cultivo donde se prospera gracias a la inteligencia, la vileza y la ambición; a las que, en el caso de Sam Spade, se suma -o se contrarresta con- cierto código de honor estrictamente samurái. Unos principios inalienables. Pero claro, todos ellos están destinados a comparecer los unos ante los otros. Por ejemplo, Sam en su oficina con Brigid, Joel, Dundy y Polhaus (VI, VII, VIII). El exceso de soberbia -una cuestión de resistencia- por parte del protagonista, está mucho más matizado en la película. Además, en la adaptación asistimos a una mayor concentración de la acción, frente a las a veces premiosas descripciones del original. Pero los varapalos son los mismos, como demuestra el tratamiento chulesco hacia los dos policías, por parte de Sam Spade (VIII), menos sobrecargado en la película, en este sentido.

Se suceden los encuentros (y desencuentros) para tratar de esclarecer el embrollo; si no la ubicación del enjoyado halcón, sí al menos las brumosas identidades. Estando a solas con Brigid, Sam comprueba que la joven es otra aspirante a superviviente que aúna la mentira con la media verdad de forma cercana a lo compulsivo, pues una vez se empieza, se hace difícil parar (IX). El sexo entre los dos es más explícito en el libro, por razones obvias (IX-X). Ahora, ambos personajes están unidos, no tan solo físicamente. Pero hete aquí que un jovenzuelo les sigue la pista (Sam se encuentra con él en el vestíbulo del hotel donde se aloja Cairo) (X). Trabaja para Casper Gutman, el Hombre Gordo, que desde luego hará honor a su apodo, merced a las barrocas metáforas de Dashiell Hammett, de asombrosas combinaciones, lindantes con el mejor conceptismo. De similar modo que el bisoño bandido, Joel Cairo está al servicio de Gutman (XI).

No obstante, aquí nadie permanece juntos para siempre. Los lazos son meramente circunstanciales, en la mejor tradición del interés creado. Así, Brigid se escabulle -con la aquiescencia de Spade- en un taxi, cuando se produce la segunda visita de Gutman al detective (XII). No quiere que la involucren. Es en este segundo encuentro que se expone el relato de tan exótico pájaro. Diecisiete años anda Gutman tras él. Y si Spade no se duerme en los laureles de ningún narcótico, podrá devolverlo a su ilegítimo poseedor; puesto que dueño no hay ninguno.

Imagen de la adaptación de 1941

No se puede apresar la fortuna, siquiera con buenas artes. Como el detective sabe o se dispone a averiguar, existe una amplia gama de adormecedores. Algo más que añadir a la lista de improperios con que nos embriaga la vida. Pero Sam Spade se repone a su ingrata experiencia y registra la habitación de hotel de Cairo, con la ayuda de un conocido detective amigo suyo del mismo establecimiento (XIV). Tras su conversación, igual de huraña que las anteriores, con la ley, representada para la ocasión por el Fiscal de Distrito, y un oscurecedor almuerzo con Polhaus (XV), la pista final vendrá dada por el capitán Jacobi, oficial de un barco incendiado, La Paloma, que hace lo propio que el resto de víctimas tratando de llevar el esquivo Halcón a Sam (XVI).

Otro indicio conducirá al detective a una casa apartada y aparentemente desocupada. Es la antesala de otros escenarios más conocidos para el lector, donde se pondrá relativo punto final al relato. Son el apartamento o la oficina de Sam Spade. Aquí de desarrollan los últimos acontecimientos dramáticos. En el primero de ellos, el detective y su conflictiva cliente son sorprendidos por Gutman, Cairo y el joven pistolero, que responde al nombre de Wilmer Cook (XVII). En dicho apartamento se afanan en buscar una necesaria cabeza de turco, de cara a las autoridades, tan renuentes a la fantasía fratricida (XVIII). Con la sorpresa que produce el descubrimiento de la autenticidad de la anhelada pieza, el sujeto propuesto como víctima propiciatoria aprovecha para escapar. Tantos esfuerzos para nada. Es la ironía suprema de un destino forzado por la conveniencia (XIX). Al menos Miles Archer y Floyd Thursby (puede que el capitán Jacobi) podrán descansar en paz cuando salgan a la luz los nombres de sus asesinos (XX).

Dirigida por Roy del Ruth (1893-1961), realizador no destacado en exceso, pese a contar en su filmografía con obras agradables como El adivino (The Mind Reader, Warner Bros., 1933), Ziegfeld Follies (Íd., MGM, 1946) o A la luz de la luna (On Moonlight Bay, Warner Bros., 1951), la novela de Dashiell Hammett pasó al lenguaje cinematográfico.

En esta primera versión (The Maltese Falcon, Warner Bros., 1931), escrita por Maude Fulton (1881-1950) y Brown Holmes (1907-1974), la acción se acomoda en el San Francisco original; tan solo un año había transcurrido desde que la novela saliera al mercado literario. Pero en la dirección de Del Ruth aún se atestiguan resabios del anterior cine silente (nada malo en sí mismo, aunque sí chocante en cuanto a la compostura sonora que se pretendía). Lo que atañe al aspecto de don Juan sonriente que esgrime Ricardo Cortez (1899-1977) en su interpretación del detective Samuel Spade. Además de determinados movimientos lánguidos y tiempos muertos, en sonado contraste con la versión posterior, que debió tomar buena nota de esta primera intentona, haciendo más briosos los ademanes de los actores y reduciendo a lo imprescindible los caritativos segundos dedicados al respiro y la exégesis narrativa. Por no mencionar las (anti) heroínas aplastadas por la moda (los chicos se las apañan mejor con sus elegantes y atemporales trajes). El hecho de que la primera de los dos guionistas perteneciera al ámbito del teatro parece confirmar esta tendencia. Escribir un guión eficaz no suele ser tarea fácil, y mucho menos ponerlo en escena cinematográfica. La proveniencia de Cortez del cine mudo abunda en lo dicho (su hermano mayor, por cierto, fue el excelente director de fotografía Stanley Cortez [1905-1997]).


La ausencia de banda sonora en la película, salvo cuando pertenece a un gramófono, ralentiza igualmente la acción, pese a que el relato de condensa en apenas ochenta minutos. Lo que decíamos respecto al guión, se aplica también a la música.

Por ende, los decorados de Robert M. Haas (1889-1962) son muy buenos. Por algo, el decorador sí repetiría sus funciones en la versión posterior; sin tanto art-decó (que por otra parte casa muy bien con la atmósfera de esta primera entrega).

Un Miles Archer (Walter Long) de aspecto magro y torvo, mudo a excepción del rostro, y sin el atractivo del que vendrá -en clara y franca competencia amorosa con su compañero detective-, escucha a Sam e Iva por teléfono, manteniendo una conversación íntima; aunque está claro que el interés de Sam por la aquí esposa de su colega es ocasional.

Otros puntos de interés refrescan la trama. Como el fajo de billetes que se guarda Ruth Wonderly (Bebe Daniels) en el muslo, con lo que no entrega a Sam todo su peculio (una [buena] variación del original y la siguiente versión, donde Brigid se ve obligada por el detective a darle todo el dinero de que dispone). Hago notar además que el nombre de la protagonista no está sujeto a alteraciones como en la novela o la antedicha versión posterior. En su apartamento, Ruth también posee un libro muy curioso sobre la historia del codiciado ornamento, que pone a Sam sobre la pista de que tanto la muchacha como el asunto que investiga son más peculiares de lo que representan.

Otras variaciones es interesante constatarlas, pero no presentan mucha relevancia de cara al desarrollo argumental de la obra. Como el hecho de que Joel Cairo (Otto Matieson) se cuele en el apartamento de Sam a escondidas (en lugar de hacerlo a ojos vista como en la novela), o que los dos encuentros iniciales del detective con Casper Gutman (Dudley Digges) se concentren en uno solo. Más original sí es la inclusión de un testigo chino en el asesinato de Miles Archer. O el postrero encuentro de Sam y Ruth en las dependencias policiales, donde se trasluce que lo que a menudo sentimos por alguien está destinado a quebrarse en el fárrago de las innobles ambiciones.

Debemos anotar, por último, la presencia en el relato del simpático Dwight Frye (1899-1943), interpretando al joven sicario de Gutman, Wilmer Cook.


La puesta de largo de la novela corrió a cargo del productor Hal B. Wallis (1898-1986), en la versión ofrecida por John Huston (1906-1987), diez años después del anterior intento. Los cambios son notables en El halcón maltés (The Maltese Falcon, Warner Bros., 1941). En el año 1539 los caballeros templarios de la orden de Malta, que entonces pertenecía a la corona española, obsequiaban con un halcón (vivo) al emperador Carlos V. Este dato es histórico, y sirve a Dashiell Hammett para su urdimbre. Salvo que, en una ocasión, la dádiva, muestra de agradecimiento al monarca, consistió en una obra de orfebrería sin parangón, en forma de la referida ave, con incrustaciones de piedras preciosas. Más tarde, la joya fue esmaltada en negro para ocultar a los ojos más o menos expertos su verdadero valor.

Acontecimientos de los que somos puestos en antecedentes por un rótulo introductorio. Ahora nos situamos en el San Francisco de 1941, es decir, en pleno apogeo del género negro y detectivesco.

Tras una panorámica de la ciudad, arranca la exposición de la señorita O’Shaughnessy (Mary Astor) en el despacho de Sam Spade (Humphrey Bogart) y su socio Miles Archer (Jerome Cowan). Ella emplea este nombre desde el principio.

El asunto parece banal, aunque sabemos que mutará como los virus. La subsiguiente noticia del fallecimiento de Miles se da en un plano fijo, que muestra una mesita con un reloj y un teléfono, frente a una ventana que deja entrever la alevosía de la nocturnidad. Es la estampa de la imperturbabilidad con que Sam acoge el hecho.


Sagaz planteamiento de una narración que ilustra unas relaciones personales hechas un ovillo. Sam con Iva, Effie con Sam, Miles con Iva, Sam con Brigid (y viceversa). Correspondencias soportadas por las espléndidas interpretaciones de, junto a los ya mencionados, Sydney Greenstreet (1879-1954), Peter Lorre (1904-1964), Ward Bond -el más noble de todos, que sepamos- (1903-1060), y Elisha Cook, Jr. (1903-1995). Ellos son la encarnadura de unos personajes cuyas distintas implicaciones son un puro retruécano, casi un pleonasmo de la condición más sórdida –pero envuelta en oropeles- del ser humano. En el aspecto formal, destaca el encadenado que muestra las noticias del puerto con la imagen de un barco arribado a muelle y devastado por un incendio. La realización dinámica que imprime John Huston, también responsable del guión, asevera este punto de vista. Sus personajes defienden su porción de provecho y se mueven al son que más calienta, sobre todo cuando soplan malos aires, o en su defecto, vientos de una eventual grandiosidad -no grandeza-, que al final acaba donde todas las grandiosidades. Menos mal que nos redime la creación artística en general, y en el caso que a Sam Spade ocupa, la literatura y el cine en particular.

Escrito por Javier Comino Aguilera

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