HOLMES & WATSON: MADRID DAYS
Buen escritor, crítico y cineasta, José Luis Garci (1944) ha impreso siempre en sus textos y guiones un marcado contenido autobiográfico, que es lo que le da una autenticidad y comunicabilidad especial. Con mayor afinidad, o más inclinado a filmar la vida que fue que la presente, en su último trabajo –que deseamos que no lo sea-, se propuso mostrar a Sherlock Holmes desde otro punto de vista, pero sin desnaturalizar al personaje, elucubrando con su psicología.
De este modo, Holmes & Watson: Madrid days (Nickel Odeon, 2012), constituye una mirada reflexiva, pese a lo que creen algunos a buen ritmo -que no es sinónimo de prisa o confusión visual-, que se formula por medio de encadenados, principalmente. Para Garci, buen conocedor de los “clásicos”, la actualidad está en la puesta en imágenes (recordemos que una película no resulta más actual por estar ambientada en ella: elementos típicos para la típica incomprensión). Claro que también es cierto que rara vez ha sabido España venderse, salvo en esporádicas y con frecuencia espurias ocasiones.
Según el realizador –aquí también montador-, es la de Holmes una época similar a la actual, el final de una era (o el inicio de otra). Por ello, nada impide presentar a un Holmes más reflexivo (de hecho es una idea excelente), distinto y personal. Una visión a la que se suman, junto a los escenarios naturales madrileños, los estupendos decorados de Gil Parrondo (1921), la ambientación de Julián Mateos y la fotografía de Javier Palacios.
Y es que la apuesta de Holmes & Watson: Madrid days evidencia un cariño especial por la capital, junto a una considerable tradición cultural: por sus escenarios circulan o son homenajeados Goya, Galdós, Emilia Pardo Bazán, Albéniz, Boccherini, Bizet, Henry James, Stevenson…
Junto a estos apuntes “en escena”, está un Sherlock Holmes (interpretado con convicción por Gary Piquer), cuyo off son todas sus aventuras y vivencias anteriores.
En el presente relato, los dos personajes principales se enfrentan al amor: para Watson (J. L. García Pérez) se trata de un juego, como atestigua su coqueteo con Elena (Manuela Velasco), pese a que está “felizmente casado”; para Holmes, en cambio, supone un nuevo desafío, tal vez el último reto. Como definidores de una época y también como adelantados, la pareja se enfrenta a un periodo de decadentes y al surgimiento de las “grandes finanzas” y proyectos empresariales. Un tiempo nuevo, o más desaforado que el anterior, donde no existe el futuro, solo la incertidumbre.
Pese a ello, los Holmes y Watson que visitan el Madrid decimonónico, resultan más cercanos que en los relatos (por ejemplo, la divertida cuestión de la incorporación de los perros policía). También más nihilistas, si se quiere, pero sin por ello desvirtuar su esencia. El guión va introduciendo paulatinamente al resto de ambientes y personajes. Por mediación de Luis Delgado (Jorge Roelas), un conocido de Watson en España, la pareja arriba al país, donde les son presentadas personalidades como el marqués de Simancas (un contundente Manuel Tejada), que tiene muy claro que “la maquinaria del futuro es imparable”.
Formando parte de esta nueva cosmovisión está el periodismo de la época, representado por el honesto José Alcántara (Víctor Clavijo), cuya novia, Berna (Macarena Gómez), tratará de ayudar a Holmes y a la policía en sus pesquisas. Estas se dirigen más que a aclarar una serie de asesinatos extrapolables, a certificar ese turbio ambiente que se está instalando en toda Europa.
En cuanto a la realización, destaca el empleo del plano general, que abarca “toda la atmósfera”; por ejemplo, durante la representación de magia, estampa que fusiona el recuerdo de los espectáculos de variedades con unas oscuras “clases altas”. O dentro de otro orden, el rojo minneliniano que luce Irene Adler (una estupenda Belén López) en uno de sus vestidos.
Otros buenos apuntes muestran a Holmes en una biblioteca, o haciendo anotaciones sobre un espejo empañado, o de algún modo, teniendo una premonición con el asesino. De igual modo es un detalle interesante la semejanza de las “tarjetas de presentación”, que también parecen proceder de un mismo ambiente: una de ellas nos ha sido mostrada por medio de una leve grúa en la mano de una de las víctimas; la otra la exhibe el detective en su despedida de Madrid. Excelente es la secuencia del regreso de Holmes a la soledad del 221B, tras su visita a España.
En definitiva, una elegancia cinematográfica que tiene que ver con la composición plástica del plano, con cómo se desenvuelven los actores dentro del cuadro, con el diálogo preciso, e incluso con el gracejo autóctono y el donaire que “se contagia”. En este sentido, Holmes & Watson: Madrid days nos regala el placer de la contemplación. Más que investigar un caso, somos participes de un estado de ánimo, testigos de una transformación tan autóctona como globalizada.
Así, a la buena indagación de la intimidad de ambos personajes, se suma un ambiente convertido en trama. Una autobiografía viva que muestra a un Holmes, como queda dicho, “familiar” –hasta donde cabe serlo-, interesante y respetuoso, pero siempre a ras de suelo, “a la altura de las circunstancias”, y no convertido en un trapecista; del mismo modo que Watson nos es presentado en su consulta médica como un hombre responsable aunque mujeriego.
Tal grado de abstracción es cualidad del poder, cuyo lazo físico con la tierra son los crímenes justificados por un progreso descontrolado. Jack el destripador es la especulación. Ese poder abstracto donde no hay nadie concreto arriba; planteamiento que nos recuerda el final de la excelente El crack II (1893).
Algunas declaraciones del realizador evidencian su querencia por la etapa retratada, pese a todo. O mejor dicho, cuyo arte dignifica el periodo. También revelan datos acerca de su método de trabajo, para el cual ha contado en muchas ocasiones con la figura de un productor, especie en vías de extinción en España a favor de la subvención estatal (concretamente, esta película está dedicada a José Luis Tafur [1929-2012], productor de algunas de sus primeras obras).
En definitiva, unas cualidades que nos devuelven la sana costumbre de acudir a una película sin estar aleccionado, sin “domesticaciones críticas” ni trailers estrepitosos, a la expectativa de la sorpresa (como en este caso, agradable).
De cualquier modo, no tiene el interesante realizador de qué disculparse por ofrecer su visión de Sherlock Holmes, porque no lo desvirtúa –sus personajes se alejan de los arquetipos y les devuelve su condición de seres humanos- y porque existe -o debería seguir prevaleciendo en el cine-, la puesta en escena.
Escrito por Javier C. Aguilera
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