Clásicos Inolvidables (LXXXII): La colmena, de Camilo José Cela

25 diciembre, 2015

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Poe planteaba en El hombre de la multitud esa masa indiferente donde se entremezclan seres que debieran ser individuales, pero que se pierden en la multitud, que se esconden en ella. Desde la antigüedad ha existido la conciencia de esa masa, del pueblo que actuaba como un personaje más, pero no ha sido hasta la modernidad cuando ha sido posible que el protagonista sea un ente colectivo. Que una serie de personajes que circulan a lo largo de una obra sirvan como representantes de una sociedad que, en su conjunto y no de forma individual, protagonizan una historia entrelazada y reflejo de una realidad. Sin embargo, nadie dijo que esa colectividad tuviera que ser honrosa, heroica o excelsa. Realmente puede ser gris, muy gris, y triste. Ese es el panorama que nos presenta La colmena (1951).

Camilo José Cela (1916-2002) retrató el ambiente social que se vivió en la posguerra española. El autor de origen gallego había estado convaleciente en la guerra, lo que le apartó de la batalla tras estar herido de bala. Interesado en la literatura desde su juventud, llegó a conocer a autores como Pedro Salinas (1891-1951) o Miguel Hernández (1910-1942), cultivando literatura de forma precoz. Así, aunque a lo largo de su vida siempre desempeñó un papel ciertamente polémico por su actitud, especialmente al mostrarse crítico y no callarse ante lo que él consideraba, debemos reconocerlo por su capacidad literaria y no por su forma de ser. 

No en vano estamos ante uno de los premios Nobel de Literatura de nuestro país, concedido en 1989, justo un año antes de que se lo concedieran a Octavio Paz (1914-1998). Entre sus obras, encontramos el inicio del tremendismo, con La familia de Pascual Duarte (1942), así como obras de corte vanguardista como San Camilo, 1936 (1969) o Cristo versus Arizona (1994) e, incluso, obras de viajes y poesía.


La colmena fue crítica con la situación inicial del franquismo, mostrando una situación de posguerra de miseria, inmoralidad y contra la imagen oficial(ista) del Estado. Eso le valió la censura o la prohibición de publicación, que lo llevó a ser publicado al principio en Argentina, aunque finalmente llegó a las librerías españolas durante los años sesenta. Para reflejar el estado social colectivo, Cela nos llevó al ambiente madrileño del año 1943, sin ningún protagonista concreto, sino con una amplia selección de personajes, casi trescientos, con menciones a personas reales, que circulan entre las páginas, creando vínculos entre ellos que podemos percibir gradualmente, incluso con un narrador que nos recuerda a qué personaje hemos retornado.

Todos estos personajes se mueven como una masa uniforme, con motivaciones similares, generalmente en torno al miedo o al poder. Nos otorga la sensación de estar ante un panorama gris en todos sus aspectos, un sufrimiento callado, que solo nos muestran los personajes a través de sus acciones y diálogos, aunque en muchas ocasiones percibamos que ocultan en su interior más de lo que expresan. No hay críticas concretos al régimen franquista, aunque sí colateralmente, dada la situación de pobreza, de persecución política o la sensación de vigilancia. Una sensación que también se ofrece por el hecho de que, a pesar de encontrarnos en una gran ciudad como Madrid, al final todos los personajes aparecen relacionados de alguna forma, todos parecen conocerse, otorgando la sensación de un espacio reducido, con el hilo conductor final de Martín Marco, seguramente el personaje más relevante por quedar señalado por el propio narrador como el último personaje sobre el que pendulan los acontecimientos.


Algunas caras, desde las próximas mesas, lo miran casi con envidia. Son las caras de las que gentes que sonríen en paz, con beatitud, en esos instantes en que, casi sin darse cuenta, llegan a no pensar en nada. La gente es cobista por estupidez y, a veces, sonríen aunque en el fondo de su alma sientan una repugnancia inmensa, una repugnancia que casi no pueden contener. Por coba se puede llegar hasta el asesinato; seguramente que ha habido más de un crimen que se haya hecho por quedar bien, por dar coba a alguien. (pág, 53)

La lectura de La colmena puede resultar confusa por la cantidad de personajes, pero lo cierto es que Cela sabe conferir una atmósfera conjunta que resta importancia a las personalidades y da más relevancia a los actos. Como si se tratara de una cámara cinematográfica, el narrador nos ofrece distintas perspectivas pero sin tocar el interior de los personajes, o al menos así lo parece la mayor parte de la novela. No podemos considerar así que sea una novela conductista, dado que el narrador sí interviene, generalmente de forma irónica o, incluso, adelantando acontecimientos. Un uso de la ironía con la que delata la doble moral de la época, que le sirve también para criticar la actitud no ya de personajes concretos, sino de cierto tipo de personas reales.

Se distribuye en seis capítulos más epílogos que no se sitúa en un orden cronológico, sino que transcurre a lo largo de tres días de forma fragmentaria con idas y venidas en el tiempo y en el espacio, aunque este segundo elemento tiene gran importancia como elemento unitario. Por ejemplo, el primer capítulo completo se despliega en torno a la cafetería de Doña Rosa, recreando el ambiente de estos lugares en los años cuarenta no solo de forma espacial, sino también personal: los clientes reflejan la situación del país, como sus trabajadores, algunos hasta mimetizados con el lugar, como Elvira, que se ha convertido en un mueble más. También se recrea el ambiente prostibulario, el de las calles nocturnas, los lugares de encuentro amorosos o el interior de las casas, en la intimidad del hogar español. Así, además de la miseria económica, de las dichas y desdichas de los personajes, también encontramos el tema de las relaciones personales entre los personajes como un punto central, incluyendo el aspecto sexual y escatológico, muy presente en la obra, y a lo que Cela no aparta la vista en su narración. 

Cuadro de Ernest Descals
El café, antes de media hora, quedará vacío. Igualmente que un hombre al que se le hubiera borrado de repente la memoria. (pág. 97)

Una narración que nos extrae capítulos sueltos de distintas vidas, no en el sentido de las obras realistas clásicas y cerradas, sino prácticamente con cientos de historias sueltas, abiertas y paralelas, de las que interesa la impronta general más que el detalle concreto. Resalta así el retrato literario que Cela realiza sobre una sociedad que no brilla, que no sueña, que padece sin remedio, que ha aceptado su condición gris. Y, aún peor, cuando alguien osa soñar despierto, el castigo procede de fuera, está latente como una espada de Damocles, como le sucede a Martín Marco justamente en fechas navideñas.

No obstante, no estamos exclusivamente ante pobres personajes, sino también ante quienes abusan de su posición, ante quienes engañan, se aprovechan de los demás o mantienen una postura hipócrita entre lo que dicen y lo que realmente hacen. La comparativa entre situaciones hechas a partir de la mutua envidia, la búsqueda de sexo en lugar de amor, las aventuras extramatrimoniales, el abuso sobre clientes y trabajadores, la irascibilidad provocada por la propia penuria, último rasgo de la dignidad, el rechazo entre iguales, la falta de solidaridad y el uso de las mujeres como banderín, como trofeo a admirar. Una sociedad que no solo es triste de forma generalizada, sino que también es capaz de ser malvada e inmoral, pero seguir viviendo día a día y durmiendo plácidamente por las noches. En este sentido, como sucedía con El árbol de la ciencia (Pío Baroja, 1911) con respecto a la inacción de las personas ante el desastre del 98, el narrador parece sorprenderse de la actitud hipócrita de los ciudadanos, que sonríen sin sentirlo, que están ensimismado y que no parecen responder a aquello que realmente consideran.

La Gran Vía madrileña, cuadro de Antonio López
La noche se cierra, al filo de la una y media o de las dos de la madrugada, sobre el extraño corazón de la ciudad.
Miles de hombres se duermen abrazados a sus mujeres sin pensar en el duro, en el cruel día que quizás les espere, agazapado como un gato montés, dentro de tan pocas horas.
Cientos y cientos de bachilleres caen en el íntimo, en el sublime y delicadísimo vicio solitario.
Y algunas docenas de muchachas esperan -¿qué esperan, Dios mío?, ¿por qué las tienen tan engañadas?- con la mente llena de dorados sueños… (pág. 244)

Camilo José Cela logra introducirnos en la obra con una espontaneidad realmente muy trabajada. Detrás de esa aparente sencillez, hay una cuidada revisión de lo que se pretende narrar: introduce fragmentos de auténtico lirismo, que recuerda su pasado como poeta, especialmente en las descripciones, aúna ironía con una falsa seriedad en torno a temas poco relevantes o, incluso, escatológicos, añade valoraciones subjetivas y reflexiones en torno a los actos que hemos presenciado para cerrar o concluir, para conducirnos finalmente al estado en el que quería deparar al lector. A pesar de su aparente objetividad, el relato nos está conduciendo a un determinado estado de ánimo, nos lleva a sentir lo que Cela observó y vivió en esos años. Hereda así características de la novela social, denunciando la situación al enfrentarse a la realidad que describe, una realidad no falta de elementos pícaros, sexuales, opresivos y hasta poéticos.

Aunque resulte imposible desligar La colmena de la época que retrata, ese estado de pesadumbre, de monotonía rutinaria, de perfiles humanos, aún sigue estando presente en nuestra sociedad. Ha cambiado la situación general, habrá cambiado la economía, la tecnología, hasta la forma en que nos relacionamos, pero sigue extendiéndose la noche en que nos sentimos seguros en nuestra cama, mientras que desconocemos qué será de nosotros al despertar del día siguiente.

Fotograma de La colmena (1982), adaptación de Mario Camus
Los clientes de los cafés son gentes que creen que las cosas pasan porque sí, que no merece la pena poner remedio a nada. En el de doña Rosa, todos fuman los más meditan, a solas, sobre las pobres, amables, entrañables cosas que les llevan o les vacían la vida entera. Hay quien pone al silencio su ademán soñador, de imprecisa recordación, y hay también quien hace memoria con la cara absorta y en la cara pintada el gesto de la bestia ruin, de la amorosa, suplicante bestia cansada: la mano sujetando la frente y el mirar lleno de amargura como un mar encalmado. (pág. 48)

Ahora bien, la novela es también una visión intencionadamente sesgada y concreta: no hay espacio ni para las clases acomodadas de la época ni para los sectores marginales u obreros; estas últimas sí representadas, por ejemplo, en Tiempo de silencio (Luis Martín-Santos, 1962). El centro de La colmena es la pequeña burguesía y la problemática que les rodea, su rutina y su moralidad. Otro de los defectos de la obra es el punto central que se le otorga al sexo, algo que hoy en día se siente anticuado, pero que en una época donde lo oficial era rechazar ese mundo, considerarlo algo externo de la vida pública, suponía poner el dedo en una de las llagas del estado de pensamiento imperante. No obstante, aunque sea comprensible y añada un valor a la novela, en ocasiones su peso en la novela resulta algo cargante y repetitivo.

En definitiva, un relato amargo, que cuando incluye sueños, pende sobre ellos la tragedia. Un ambiente gris que Cela transmite con fuerza a partir de cientos de vidas. No se distancia de nuestra realidad, aunque los años hayan pasado, aunque no estemos en el franquismo, aunque a veces creamos que las personas que nos rodean son felices, porque La colmena sitúa su visión hasta en los mínimos detalles, en el agitar de las tazas del café soñoliento, en las calles nocturnas donde el miedo nos paraliza, en las vidas ajenas que nunca nos resultan importantes.




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