En los salones del Thackeray Club de Londres debe guardarse un respetuoso y casi sepulcral silencio. Pero con la imprevista presencia del coreógrafo y bailarín Jerry Travers (Fred Astaire), el silencio solo puede ser aquel que precede a la tormenta, en forma de ágiles movimientos de baile y pasos de claqué. Es una bonita alegoría de cómo el componente musical puede adueñarse de nuestro ánimo, proporcionando solaz incluso cuando las circunstancias no invitan a ello.
Y es que alegría es lo que desprende una película como Sombrero de copa (Top Hat, RKO, 1935), producción de Pandro S. Berman (1905-1996), con un espumoso guión de Allan Scott (1906-1995) y Dwight Taylor (1902-1986), autor, a sí mismo, de la historia original, bajo la dirección del malogrado Mark Sandrich (1901-1945).
Como ya hemos tenido ocasión de comprobar otras veces –sin ir más lejos en la recientemente comentada Cantando bajo la lluvia (Singin’ in the rain, Stanley Donen & Gene Kelly, 1952)-, este júbilo no es algo exclusivo de una película en particular, sino de todo un género.
Muchos musicales comparten esta cualidad, y sus melodías han acabado convirtiéndose en la memoria sentimental de muchos espectadores (de aquella u otras épocas). En el caso que nos ocupa, las inolvidables composiciones fueron obra del músico y letrista Irving Berlin (1888-1989), apoyado en la dirección orquestal por Max Steiner (1888-1971).
Muchos musicales comparten esta cualidad, y sus melodías han acabado convirtiéndose en la memoria sentimental de muchos espectadores (de aquella u otras épocas). En el caso que nos ocupa, las inolvidables composiciones fueron obra del músico y letrista Irving Berlin (1888-1989), apoyado en la dirección orquestal por Max Steiner (1888-1971).
Pero además, Sombrero de copa contó con la presencia en el reparto de una de las parejas del cine más celebradas y (justamente) legendarias. Naturalmente, me estoy refiriendo a la que formaron Ginger Rogers (1911-1995) y Fred Astaire (1899-1987) a lo largo de nueve películas en común.
Pues bien, nuestro bailarín ha entrado en contacto con un empresario londinense, Horace Hardwick (el insustituible Edward Everett Horton), interesado en mostrar a sus compatriotas el sofisticado espectáculo. Una vez instalado en su hotel, la nueva demostración de contento de Travers se traduce en un elegante zapateado que, por desgracia -si bien finalmente por fortuna-, despierta a la cliente que duerme en la habitación de abajo, Dale Tremont (Ginger Rogers).
Tras proporcionar al primer (des)encuentro de ambos las debidas raciones de ingenio y desparpajo (ella le insinúa si su dolencia no se deberá al baile de san Vito), se afianzará la relación bajo un marco de actitudes desinhibidas -aún en potencia-, tan características de las screwballs de los años treinta.
Dale trabaja como modelo del diseñador Alberto Beddini (Erik Rhodes), pero además es amiga de Madge Hardwick (Helen Broderick), la esposa de Horace. Los elementos para el necesario equívoco están servidos, y este no tarda en presentarse cuando, tras una inolvidable tarde de tormenta por el parque, Dale confunde a Horace con Travers, de forma bastante ingeniosa, en apariencia simple y eminentemente visual: una enorme lámpara del hotel se interpone en la visión de la chica al tratar de identificar al marido de su amiga.
Respecto al protagonismo –más que acompañamiento- musical, el gran pilar sobre el que se apoya el resto de la estructura de Sombrero de copa no solo reside en la música en sí, sino también en las excelentes letras de Berling.
Destaquemos algunos fragmentos de los distintos números musicales, como el primero que interpreta Travers y en el que asegura hallarse “sin lazos afectivos, despreocupado y libre para el amor, especialmente cuando me siento romántico”, o cuando “parece que encuentro la felicidad que busco”, durante la inolvidable escenificación del tema Cheek to cheek; o en fin, en un quiosco de música con las proporciones adecuadas, la citada tarde de tormenta, que para los bailarines será “un día espléndido para quedar atrapado por la lluvia”; entonada melodía de insinuación o declaración de intenciones, expuestas, como sucede con el resto de composiciones, por medio de unas concisas pero certeras frases, que en seguida dan pie -o pasos- al artístico baile, ya con exclusividad.
Los escenarios en que estas bonitas formas de cortejar se desenvuelven son siempre imaginativos y forman parte de un conjunto de amplias estancias art-decó, negligés, cócteles, edredones de seda, fracs y pajaritas, elegancia y buen ritmo. Su paroxismo será el surrealista decorado de un hotel veneciano por el que danzan ágiles no solo los actores, sino las sutiles grúas y discretos travellings que los acompañan, sin hacer el menor ruido.
La confusión de identidades es tratada con tono desenvuelto y mordaz, al contrario de lo que suele ser habitual en lo que conocemos por vida real. Valga como ejemplo el sopapo que recibe, en off, el pobre Horace, sin comerlo ni beberlo.
Y en suma, revistiendo todo este armazón de punta en blanco y comedia de variedades, se nos presentan unos bailes y danzas que son como ensoñaciones; representaciones de aquello que nos gustaría hacer con fulanita o menganito; como, por ejemplo, enamorarnos (¡incluso aunque la otra persona aún no lo sepa!).
Sabiendo transmitir un saludable entusiasmo por la existencia y por el propio arte (cinematográfico y musical), Sombrero de copa formó parte –aunque podemos aseverar también en presente- de esas películas importantes, no solo para quienes deseaban evadirse, sino para todos aquellos que merecían vivir una realidad alternativa mucho más gozosa.
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