Una idea sobresale en Network (MGM, 1976): aquello que te ha aupado puede descabalgarte; o el éxito es proporcionalmente efímero cuánto menos despiadado se sea. Y si decimos “aquello” en lugar de “quienes”, es porque en Network tal coyuntura parece ser más el producto de un ambiente, de una atmósfera concreta aunque difusa, que de uno o varios responsables con nombres y apellidos. De este modo, las juntas de accionistas, la audiencia y los patrocinadores, el nihilismo -alejado de la reflexión aguda-, la insensibilidad aupada por la ausencia de empatía, y la adicción, se dan cita en la nada alegórica y bastante metonímica –no solo del mundo de la televisión- cadena ficticia de la U.B.S.
El planteamiento y su desarrollo fueron obra del notable guionista, dramaturgo y novelista Paddy Chayefsky (1923-1981), y la puesta en escena corrió a cargo de ese excelente realizador que fue Sidney Lumet (1924-2011).
Sidney Lumet en el rodaje de Network |
Así, frente a la perspectiva de un despido disfrazado de retiro o de jubilación anticipada, Beale “se despacha a gusto” cuestionando éticamente algunos aspectos de la vida moderna, con los que esa masa difuminada que son los televidentes comienzan a sentirse identificados. De tal manera que, una vez más, será el “loco” quien, como los borrachos o los niños, diga la verdad. Ante la oportunidad mediática que se les presenta, toman cartas en el asunto el jefe de la sección de noticias, Frank Hackett (Robert Duvall), el director de la cadena, Edward Rudy (William Prince), el director de la empresa propietaria de la misma, Mr. Jensen (Ned Beatty), y la encargada del departamento de programación, Diana Christensen (Faye Dunaway).
En un entorno tan hostil a la amistad, como lo es un planeta extrasolar para el explorador espacial, pero tan propenso al amiguismo, el único amigo no virtual de Beale es el realizador Max Schumacher (William Holden), testigo, así mismo, de ese ambiente in crescendo de descarnada supervivencia, donde las relaciones son agriamente laborales, interesadas y jerarquizadas, dependientes; y las relaciones “sentimentales” forman parte del contrato. Un acuerdo en el que todo está a la venta.
Junto a la labor de Chayefsky y Lumet, cabe señalar el excelente trabajo fotográfico de Owen Roizman (1936), expresivo, contrastado y hasta tenebroso, que realza en todo momento el peso dramático de las situaciones que se describen. Entre ellas, el hecho de que la diferencia generacional (y televisiva) entre Max y Diana, sea abismal e insalvable.
Como hemos recordado en este blog en más de una ocasión, las películas son reflejo de su época, lo que no quiere decir que no sean ni argumental ni artísticamente extrapolables. En los setenta se produjo una quiebra. La sociedad post-Vietnam dejó de confiar en sus dirigentes y comenzó a cuestionar su propio papel dentro del “sistema”. Diana lo corrobora cuando, más que solicitar, exige una programación nada “convencional” -hoy sería esto lo subversivo-, donde lo que vende es la contracultura y la anti-institución. Como reflejo de ese vertiginoso cambio social y cultural, todo lo televisado transcurre en un riguroso directo, sin ningún segundo de desfase.
De hecho, bajo el arrollador entusiasmo de Diana se esconde el arribismo más desprejuiciado y la anti-empatía más lastimosa. Es la de la ejecutiva una personalidad imposibilitada para lo afectivo, que si en algo se equipara con lo efectivo, la parcela en la que sí destaca, es que ambas cualidades son vistas como algo que se consume deprisa. En sus encuentros románticos con Max, siempre está frente al televisor, o en su defecto, con la programación en mente (podemos trocar el aparato de T.V. por un portátil o un iPad, tanto da).
De todo el entramado argumental, maravillosamente dialogado por Chayefsky, sobresalen dos conversaciones. Una devastadora, entre el matrimonio Schumacher; la otra sumamente reveladora, la que se da entre el señor Jensen y Howard Beale.
Con ritmo ágil y aire documental, como de crónica (introducida y rematada por un narrador omnisciente, que podríamos identificar con un periodista, o con un investigador de la propia compañía o de una comisión ajena, a tenor de los acontecimientos), Network es la plasmación de una deriva existencial, en la que el mencionado ritmo es proporcionado tanto por el movimiento, no necesariamente crispado, de la cámara y de los actores en el escenario -como buen antecedente de otras películas y series más recientes-, como por el referido diálogo.
Igualmente, resulta espléndido el instante en que somos testigos de cómo Howard Beale comienza a hablar de igual modo ante una cámara… que sin ella.
Cada vez son más lo que creen conocer la Verdad –o estar debidamente informados- por medio de televisiones o plataformas digitales pertenecientes a grandes corporaciones mediáticas -ergo, ideológicas-. Y es que, como le sucede a Beale, lo malo, no de revelar una Verdad, sino de razonar por uno mismo, es que se da de bruces con los intereses de su grupo mediático (y de forma aleatoria, con los formados gustos del público).
Radiografía profética que anticipa los beneficios que proporciona la incultura ajena, la conclusión argumental de Network se difumina -y confunde- con el resto de noticias, graves o intrascendentes, en una última y simbólica imagen sobre la anestesia del cambio de canal.
Escrito por Javier C. Aguilera
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