Con el presente comentario me propongo dos cosas: escribir acerca de una buena obra y hacerlo sin tener que citar a Borges.
Rómulo Gallegos |
Y es que más allá del argentino -que más que autor, casi parece mantra- en literatura hispanoamericana, de Hesse en la alemana, o de Dostoievski en la rusa, observo cierto desinterés por conocer a otro tipo de autores de las citadas literaturas. Del mismo modo que la llamada Generación del 27 se circunscribe a los exponentes de siempre, en la “literatura hispanoamericana”, como la conocemos un tanto injustamente en España, ocurre algo muy parecido. Existen unos tótems colosales que impiden ver el resto del bosque, cuando lo cierto es que los unos no podrían haber existido sin los otros. O peor aún, se los re-examina a la luz positivista y políticamente correcta del XX y lo que llevamos del XXI, descontextualizando totalmente el texto. Puedo comprender estas apreciaciones -aunque no las comparta-, en el común de lectores, pero para la formación de un filólogo son claramente inapropiadas, al margen de que a cada cual le guste o le disguste un escrito o un determinado autor. Es asunto que ya advirtió Germán Gullón en fecha tan “alejada” como 1983. Parece mentira que no hayamos avanzado en este sentido desde entonces (hacia delante, claro).
El caso es que el mismo Rómulo Gallegos (1884-1969), tal y como se recoge en la edición de la obra por Cátedra, advierte con respecto a la tan ansiada unidad hispanoamericana, que el cientifismo, como “abanderado de la modernidad, chocó con la ausencia de una unidad a la hora de abordar un proyecto de renovación en la administración del país”.
De ese modo, con la vista puesta en la esperanza de un futuro mejor, y en la justa comprensión del pasado, es evidente que en la literatura venezolana tiene un lugar destacado la novela Doña Bárbara (1929), escrita por Gallegos antes de ser desahuciado de la presidencia de su país, a base de golpe de estado, en 1948.
En su exilio mexicano, en un momento en que las vanguardias constituían las bases de la modernización venezolana, Gallegos no despreció las aportaciones más interesantes de esta (última) avanzadilla, sin dejar por ello de ofrecer, con todo derecho, un texto a la clásica, en torno a la dual crueldad de la naturaleza, campestre y humana; en definitiva, la conocida barbarie.
De ese modo, con la vista puesta en la esperanza de un futuro mejor, y en la justa comprensión del pasado, es evidente que en la literatura venezolana tiene un lugar destacado la novela Doña Bárbara (1929), escrita por Gallegos antes de ser desahuciado de la presidencia de su país, a base de golpe de estado, en 1948.
En su exilio mexicano, en un momento en que las vanguardias constituían las bases de la modernización venezolana, Gallegos no despreció las aportaciones más interesantes de esta (última) avanzadilla, sin dejar por ello de ofrecer, con todo derecho, un texto a la clásica, en torno a la dual crueldad de la naturaleza, campestre y humana; en definitiva, la conocida barbarie.
En la obra, la naturaleza venezolana es cruel (hasta en el último capitulo de la novela, de forma bastante explícita), en absoluto idealizada, y en base a un regionalismo muy sui generis, donde los personajes, menos arquetípicos de lo que pueda parecer, son en suma, la representación fiel de una realidad supuestamente pretérita. Así, la tan traída y llevada civilización y barbarie se entremezcla, o por lo menos, se nos muestra como las dos caras de una misma naturaleza. Pero no todo es barbarie en la llanura. El paisaje también es visto por los personajes como un lugar tan simbólico como real, incluso poético.
Imágenes cuya fuerza visual hacen irresistible el imaginar una narración cinematográfica -como así fue-, incluyendo el excelente arranque de la novela, de raíces westernianas (mitológicas, si se prefiere), en el que un forastero, el ausente Santos Luzardo, abogado y único descendiente vivo de una rama de la familia Luzardo, regresa al lugar de su infancia remontando el río, recordando como él y su madre, ya viuda, hubieron de partir hacia Caracas, hace ya muchos años.
Imágenes cuya fuerza visual hacen irresistible el imaginar una narración cinematográfica -como así fue-, incluyendo el excelente arranque de la novela, de raíces westernianas (mitológicas, si se prefiere), en el que un forastero, el ausente Santos Luzardo, abogado y único descendiente vivo de una rama de la familia Luzardo, regresa al lugar de su infancia remontando el río, recordando como él y su madre, ya viuda, hubieron de partir hacia Caracas, hace ya muchos años.
De otro lado, está doña Bárbara, apegada al Arauca como un elemento más del paisaje. La otra propietaria en conflicto sufrió una violación múltiple, haciendo un trayecto similar al que ahora hace Santos, con la fatídica circunstancia de que el joven que trató de impedirlo, fue muerto por los atacantes. El hecho incide doblemente en la vida posterior de Bárbara (de nuevo, la dualidad); de una parte, la vejación, y de otra, el recuerdo del muchacho que trató de ayudarla, un amor puro y hasta platónico que la acompañará, atormentará y consolará, a partes iguales, en su camino de resentimiento y humana venganza.
Por una serie de circunstancias, Bárbara ha heredado buena parte de aquellas tierras, pero durante el proceso ha sacrificado el sentimiento amoroso en favor de la indolencia y de cierta crueldad “legendaria”. Una Bárbara implacable, con fama de bruja –igualmente, en la doble acepción de “devoradora de hombres” y nigromante-, es la que toma posesión de todo aquello que considera suyo.
Así pues, Santos Luzardo, que no ha vivido siempre allí, representa el mestizaje entre la instrucción de la urbe venezolana y el naturalismo del agreste llano, una reconciliación por la que incluso llegará a ejercer de Pigmalión con Marisela, la abandonada hija de Bárbara, la cual vive en aquellos parajes con su padre, un alcoholizado Lorenzo Barquero, cuya tragedia es la de un hombre inteligente, a las puertas de un doctorado, que hubo de regresar para vengar una muerte, iniciándose una vendetta sin fin, no tanto por la sucesión de muertes que se sucedieron, sino por el camino de no retorno del propio Lorenzo.
De igual modo, fue amigo de Santos el ahora ayudante del gobernador civil, portavoz éste último de una ignorancia absoluta, un temperamento despótico y un grado adquirido en correrías militares. De haberse debido a otra pluma más mitificada el fresco de la novela, aún se estaría hablando de muchas de sus imágenes y situaciones.
Naturalmente, el tercer protagonista estelar es el paisaje, en el que sus habitantes esperan poder contemplar algún día la llegada del ferrocarril, como símbolo novedoso de civilización. No obstante, el lado oscuro de la sabana “sale a la luz”, con el doble crimen (convertido en cuádruple), que precipitará los acontecimientos.
Gallegos tiene el acierto de no caer en el duelo bueno contra malo, con lo que Santos, en un principio dispuesto a hacer cumplir la justicia, incluso a pesar de la ley, cede momentáneamente ante “una tierra que no perdona”, episodio resuelto de forma muy interesante, al modo del Liberty Valance (1962) de John Ford.
La llanura, bella y terrible a la vez, propicia un determinado estado de ánimo del mismo modo que se transforma, a medida que lo hace la naturaleza del sujeto; actúa como catalizador y es contemplada como un ente vivo, como lo era el páramo de Dartmoor. Es la esfinge de la sabana. La naturaleza misma, sin bien ni mal (pg. 347). Así, la transformación psicológica conlleva la del entorno: ahora los pájaros cantan, observa Marisela (226). Se trata de un cambio significativo para unos habitantes que habían aprendido a no mirarse a los ojos (177).
Los abusos y crímenes del pasado no se detallan, excepción hecha del enfrentamiento paterno-filial de los Luzardo-Barquero, hasta el magnífico final en el que Bárbara se redime por voluntad propia, abandonando el lugar y dejando a Santos con su hija. Doña Bárbara es también una novela sobre el paso del tiempo.
El empleo de cierta mítica es espléndido. Con la desaparición de Bárbara, la leyenda habla de la ciénaga -descrita en toda su aspereza en el referido último capitulo-, pero ella se ha marchado con su dinero. Su expiación no es limpia en sentido estricto, pero sí real, de igual modo que su historia de amor verdadera es con Asdrúbal y no con Santos, con quien no llega a mantener relaciones.
Extraviada historia de amor, incluso cuando ni Bárbara ni Santos están “en el plano”, se intuye su presencia, como sucede durante la charla entre el desaprensivo Balbino Paiba, administrador de doña Bárbara, y Guillermo Danger, oriundo de Alaska (en una clara demostración de que no todo lo que proviene de la civilización es tan bueno, y por tanto, escorando la visión maniquea que tanto se achaca al texto -agradezco al amigo Luis que me hiciera notar este detalle-) (parte III).
Existe otro recurso magnífico. Cuando Marisela imagina cómo se le declara Santos, piensa toda la escena, la cual tiene lugar solo en su imaginación. Así mismo, durante el inesperado reencuentro entre madre e hija -Marisela acude a El Miedo, la finca de Bárbara-, provoca en ambas la natural sorpresa, aunque tal en Bárbara, que se quiebra el resto de la “secuencia”, y la conversación restante se hurta inteligentemente al lector, en favor de sus consecuencias (final de la segunda parte). Y es que, aunque se sabe que va a producirse un enfrentamiento –otra cosa es cómo se resuelva éste-, el autor sabe medir los tiempos y dosificar una tensión que es considerable.
Junto a una reinterpretación sutil de los títulos de algunos de los capítulos al final de los mismos, sobresale positivamente la fuerte carga costumbrista de la novela, que conlleva domas, rodeos, veladas nocturnas, el pastoreo, la quema de los pastos, la cercada… Abundan curiosos derivados verbales, como brujear, mayordomear o rombear (cap. I, parte III), cabildear, beneficiar (en otra acepción a la usual)… Se trata de un texto pródigo en coloquialismos y modismos, elementos que no entorpecen el avance de la narración (la citada edición responde a todas las pesadumbres léxicas). Con Doña Bárbara, Rómulo Gallegos recuerda que el vericueto de la honestidad es siempre dificultoso, sobre todo cuando la ley no ampara la justicia, y la retórica sustituye a los hechos.
Unas pocas líneas con respecto a la adaptación cinematográfica de la novela, en la que el propio Rómulo Gallegos intervino como guionista, razón por la que Doña Bárbara (Clasa Films, 1943), de Fernando de Fuentes (1894-1958), se convierte en una fiel ilustración del original literario. Parece ser que incluso llegó a hacerse alguna telenovela partiendo del mismo, pero de eso ya no tuvo la culpa Rómulo Gallegos.
Condensando la obra en actos bien fotografiados por Alex Phillips, destacan algunos momentos estrictamente visuales, como la contemplación de la fotografía, no del amado, sino de quien recuerda a él: muy significativamente, sobre la foto de Santos que recorta Bárbara (María Félix), se sobreimpresiona el rostro de Asdrúbal. De igual modo, la voz en off que se incorpora hacia el final del relato, puede ser la de su propia conciencia como la del mismo Asdrúbal. Muy divertida es la encarnadura del “general-coronel” Pernalete (Arturo Soto Rangel), y el asunto de los “puntos sobre las haches”, con el propósito de que dicha letra sí que suene, y lo haga tal y como Pernalete la pronuncia (insisto que de tratarse de un autor más “relevante”, aún se estaría comentado la genial ocurrencia). Solo nos sobra el plano final de los amantes (Marisela y Santos), en lugar del previo, que muestra el llano y la marisma.
Y en un sentido positivo -hay que tener muchíiisimo cuidado con lo que se dice-, quiero consignar la trasposición, como sucede con la fotografía de Santos Luzardo, del carácter de doña Bárbara con el de la propia María Félix, la actriz que la encarnó, ella misma, una naturaleza brava, compleja, independiente y mítica.
Escrito por Javier C. Aguilera
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