El escarabajo de Horus y El enigma Da Vinci, de Rocío Rueda

24 agosto, 2025

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Por el avance tecnológico, la evolución de la sociedad contemporánea y el desarrollo de un sistema cada vez más utilitarista y materialista, es más frecuente encontrarnos con un ataque constante al valor de la memoria. Se critican los procesos de memorización como si fueran intrínsecamente negativos. Se consolida la máxima de que es más importante saber hacer que saber. Pero en ese viraje, se niega el auténtico aprendizaje. La memoria, que tanto miedo nos da perder, es el eje también de nuestra identidad, de todas nuestras relaciones, de toda nuestra historia personal y, por supuesto, de todas nuestras habilidades, de todos nuestros aprendizajes. Cultivarla, manejarla y explotarla es necesario para no ser simples engranajes. Recordar es, en gran medida, una de las facultades que nos hacen sentirnos nosotros mismos. Y el aprendizaje se asienta poco a poco en esos recuerdos. En ocasiones, dentro de un sistema educativo cerrado, puede valorarse la importancia de memorizar ciertos aspectos de una materia. Pero el futuro es insondable. Gran parte de ese proceso nos ayuda también a trabajar y adquirir otras habilidades, como la búsqueda de la forma que más nos conviene para nuestro propio aprendizaje. Y, en el fondo, el repudio a la memorización es, en el fondo, el repudio a recordar el pasado con mayúscula, el desprecio a la Historia, pero también, y por ampliación, a todo lo que suponen las Humanidades, que no son otra cosa que la memoria viva de todo lo que fuimos como sociedad, de la civilización que fue. Al final, quedarán los que resistan, los que memoricen las historias para no perderlas, como sugería Fahrenheit 451 (Ray Bradbury, 1953).

Hoy, que la información está tan próxima, sentimos innecesaria recordarla en nuestra mente. Pero esos datos, ese relato cultural, nos otorga también un nexo de unión con una identidad global que trasciende a nuestra persona. Y es curioso ver cómo el uso que se le ha dado a esa historia ha dependido de los intereses partidistas de quienes se hacían con el relato. La manipulación es más fácil cuando se desconoce la verdad. El interés por recuperar esos legados ha podido surgir por diversos motivos con los que podemos estar más o menos de acuerdo, pero también de ello se han nutrido las distintas artes para ofrecernos ejemplos y modelos. La literatura como manera de enseñar al lector es uno de los tantos motivos por el que ha existido, pero no el único, dada la versatilidad de esta arte a veces tan indefinible como variable. Si hasta el Cantar de Mío Cid alteraba la historia real para otorgarle mayor épica y para convertir a su protagonista en un modelo, no nos debe extrañar que en las llamadas novelas históricas del Romanticismo encontremos los intereses de los autores entremezclados con esa recreación más o menos fiel a la historia. Porque la literatura no es simple recreación histórica, es también catarsis.

Por todo ello, resulta encomiable que haya autores que sigan trabajando en unir el entretenimiento más ocioso con la emoción de descubrir la historia, a todas las edades. El género de la novela histórica abre puertas a muchas posibilidades: conocer mejor una época, una civilización, algún acontecimiento concreto, y hacerlo a la vez de la mano de los testigos mudos de toda esa historia, esos personajes anónimos que cobran vida en este tipo de obras. Requieren, eso sí, una preparación adicional al de una obra literaria usual, pues perdería su valor si no lograse cierto equilibrio entre ambos propósitos: encontrarnos con densas explicaciones historiográficas no suele ser lo que más apetece en ocasiones cuando te refugias en una novela, pero si has optado por viajar en el tiempo a través de ella, te parecerá vacía si el fondo histórico es de cartón piedra.


Rocío Rueda (1978) lleva varios años dedicándose a combinar historia y adolescencia. Intenta a través de sus novelas tejer un relato con protagonistas jóvenes que se ven inmersos en alguna etapa de nuestra historia. Es suficiente ver los títulos de los libros que ha escrito para hacerse una idea del periodo al que se refiere cada uno de ellos. Sin embargo, a pesar de su buena intención, valorados de manera global, en ocasiones se deja llevar demasiado por querer transmitir lo apasionante de nuestro pasado y no construye adecuadamente los puntos más atractivos de la narrativa literaria. Especialmente cuando su público objetivo son adolescentes.

Para empezar, es notable en El escarabajo de Horus (2008) la construcción de una historia a conveniencia de lo que desea el narrador y no de su verosimilitud. Más allá de que exista fantasía en el relato, como el propio hecho del viaje en el tiempo o la intervención de los dioses de la mitología egipcia, los acontecimientos concretos llegan a ser poco creíbles y sus personajes tienen poca profundidad. La protagonista, Carla, es una joven española que vive en París por el trabajo como restaurador en el Louvre. Será allí donde, junto a su hermano Miguel, rompan un escarabajo de cristal y se vean transportados al antiguo Egipto de los faraones. Sin embargo, ambos personajes quedan separados nada más empezar y Miguel no tendrá apenas relevancia en la historia más que como excusa puntual (en ocasiones, incluso parece que quedase olvidado), mientras que Carla servirá para mostrar cómo era el Egipto de la época a través de su travesía por el país en diferentes aventuras. Si ignoramos problemas de coherencia como el hecho de que Carla pueda comunicarse con los egipcios de la época, la rapidez con la que encuentra un benefactor al llegar a Alejandría o cómo se convierte en toda una guerrera en apenas unos días, el principal defecto es el ritmo y la manera de hacer avanzar el hilo conductor en la historia. Un defecto que sobreviene por ejercer en ocasiones más de guía del antiguo Egipto que de voz narrativa.


Si bien el motivo principal de la historia debería ser volver a estar con su hermano y regresar a París, suele quedar en un segundo plano. Es cierto que esto tiene cierta lógica en el tramo final de la historia, donde la protagonista sí ha creado lazos más sólidos con Ramsés y Josué, dos personajes relevantes de la novela, pero el problema reside en que esto sucede desde el principio. Es más, en ocasiones parece que las vivencias de Carla son más una excusa para contar cómo funcionaba Egipto, cómo era la ciudad de Alejandría o cómo se construían las pirámides que para realmente desarrollar su historia con más naturalidad. Lo cual va en detrimento de su narrativa y lógica y le hace perder cierto encanto. De la misma forma, algunos diálogos son meramente funcionales y su finalidad es proseguir el viaje de los personajes, sin más. Le falta la necesaria profundidad para que el lector pueda sentirse más relacionado, dado que al final resultan ser bastante planos, con pocas características a destacar. Incluso Carla tiene una personalidad algo vacía y genérica. Esto también se traslada al antagonista, que no tiene más cabida que ser un villano de opereta sin excesiva intervención en la historia.

Plantea algunas cuestiones interesantes. Por ejemplo, la relación entre Ramsés y Josué está marcada por las diferencias sociales, pero ambos personajes acaban valorándose mutuamente y comprendiéndose con sus aventuras internas. Sin duda, el tramo en que los tres se enfrentan de distinto modo al reto de los dioses engarza la novela con otras aventuras más célebres. La parte mitológica debería haber tenido algo más de cabida en la historia, dado que el prólogo se prestaba a ello. Por otra parte, se percibe claramente, sobre todo en el final, que la autora quería otorgarle una atracción romántica a Carla, aunque esta fuera imposible por el viaje temporal, pero no se construye previamente y queda bastante desdibujada.

En sí, no creo que El escarabajo de Horus llegue a cumplir adecuadamente sus propósitos, pese a su buena intención. Es cierto que su cierre es elegante y que tiene algunos puntos positivos, pero se percibe claramente la intención de explicar más que de narrar. En ocasiones se ofrecen detalles poco interesantes, engarzados en un ritmo poco elaborado y a través de personajes que se sienten vacíos, algo impersonales. A la novela le falta captar la emoción y mantener adecuadamente la intriga mientras elabora de manera natural la exposición de costumbres y hechos históricos.

En este sentido, está mejor elaborada El enigma Da Vinci (2018). Sin adentrarse en el terreno de la fantasía, sino planteando un prólogo y un epílogo con un personaje de la actualidad y el resto de la historia con personajes de la época, esta novela trata de seguir los pasos vitales del genio renacentista Leonardo Da Vinci. De nuevo, como sucedía con Egipto en la otra novela, el tema central va a ser la biografía de este polifacético artista, mientras le envuelve el misterio de un secreto que le trasladó su maestro Verrochio y por el que intentarán atentar contra su vida en varias ocasiones a lo largo de la obra.

En esta ocasión, la intriga está servida gracias al secreto que guarda Da Vinci y a los distintos intentos por averiguarlo, pero también los personajes ganan más entidad. En esta ocasión, dos aprendices de Leonardo servirán como protagonistas anónimos que desde su mocedad hasta su juventud viajan y aprenden junto al maestro. Nicoletta y Salai son personajes con más personalidad, aunque sean características sencillas y en ocasiones algo repetitivas, sí permiten conectar mejor con ellos. Incluso iremos percibiendo a lo largo de la novela su evolución personal mientras observamos a Da Vinci desde sus ojos, más como un mentor que como un auténtico protagonista de este relato.

Así, a través de las vivencias de estos personajes se irán conociendo los entresijos de las creaciones de Leonardo, sus estancias en Milán, Venecia o Florencia y se profundizará en cómo realizó algunas de sus obras más conocidas, siendo una de las más relevantes en esta novela La última cena. Pero no solo el arte, también sus lecciones morales, sus inventos, algunos de sus intentos infructuosos (como el fresco inacabado de La batalla de Anghiari) o sus juegos de entretenimiento para la corte. Sin duda, la construcción de personajes y relato está mejor hecha en esta otra novela, sintiéndose más natural en la mayor parte de la misma. Además, la relación entre Nicoletta y Salai sirve de conexión con el lector objetivo, mientras que la exposición sobre la vida y obra de Da Vinci se siente más natural al irse formando conforme sucede.


Sin embargo, no está exenta de algunos leves defectos. Por una parte, tiene un tramo final excesivamente largo. La intriga que se planteaba al inicio, con un villano que seguía los pasos de Leonardo, se acaba de diluir pronto en el desarrollo de la trama, antes de lo esperado, sin dejarnos ningún tipo de clímax relevante a nivel narrativo. Desde ese momento en la trama, se nota que aumenta más el carácter expositivo de la vida de Leonardo e incluso se recurre a la repetición de algunas escenas o estratagemas previas (como el pequeño robo de inventos por parte de los aprendices para probarlos en secreto) y el desarrollo de los protagonistas queda estancado. Hasta las intervenciones del maestro en los diálogos parecen menos naturales, al insertar citas o proverbios del autor que requieren de explicación del narrador para comprenderlas mejor. Incluso el secreto que guarda con tanta cautela queda olvidado en gran parte de la trama, siendo recuperado oportunamente al final sin que tenga mayor calado o importancia. Es más, podemos percibir cómo el epílogo es excesivamente expositivo, provocando alguna repetición innecesaria.

Por tanto, El enigma Da Vinci tiene una buena construcción de su narrativa y aúna la vida de Leonardo con una trama atractiva y unos personajes que se sienten más humanos, pero se alarga en exceso y el último cuarto del libro se siente más pesaroso y peor elaborado. Ahora bien, es una buena novela para conocer la vida de Da Vinci con sencillez, ciertos toques de intriga y envuelto todo con el usual misterio del personaje que tanto éxito le ha proporcionado siempre en las narraciones contemporáneas. Sin duda, en este caso concreto, es de agradecer la labor realizada al haber unido historia y carisma con acierto. 

Escrito por Luis J. del Castillo



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