Hablar de Jasón y los argonautas (Jason and the Argonauts, Columbia, 1963) es hablar de Ray Harryhausen (1920-2013), pero también del productor Chales H. Schneer (1920-2009); en resumidas cuentas, de una de esas asociaciones fructíferas que de cuando en cuando se han dado en el cine. Cuando se le otorgó el Oscar Honorífico a Harryhausen en 1992, se concedió reconocimiento no solo a un maravilloso creador de ilusiones (los llamados efectos especiales), sino además a un tipo de cine que, pese a gozar del favor del público, no siempre había recibido los parabienes de la crítica (menos en los sesenta, la época del “arte y ensayo”, que la criba del tiempo ha venido desvaneciendo casi en su totalidad).
Jasón y los argonautas cuenta, además de la dirección de Don Chaffey (1917-1990), con la aportación del músico Bernard Herrmann (1911-1975), cuyo cometido no se limitó a la concepción de una sugestiva banda sonora, como era su costumbre, sino –como hiciera poco después en Los pájaros (The birds, 1963) de Hitchcock- a un cuidado trabajo con el sonido: todos recordamos el crujir de huesos de los esqueletos guerreros o los movimientos del Gigante de Bronce.
El oráculo proporciona al relato una estructura cíclica. El usurpador rey de Tesalia (Grecia), Pelías (Douglas Wilmer), temiendo una conjura, envía lo más lejos que puede al legítimo heredero al trono, Jasón (Todd Armstrong), en pos de un imposible: hallar el codiciado Vellocino de Oro, una piel de carnero con propiedades fabulosas y todo un macguffin mitológico. Desde el rey al resto de habitantes de Tesalia, todos se muestran sumisos ante unos dioses cuyos designios nos llevan a concluir, una vez más, que tenemos los dioses que nos merecemos. Una buena imagen ilustra la idea de la ausencia de albedrío, la de la estatua caída del dios Hermes, el inspirador de los sueños.
Pero hay hombres y hombres, y en este sentido, pese a que Jasón es mostrado como un héroe a la clásica usanza, sin fisuras, no está exento de otros rasgos “humanos” muy interesantes. En un principio, Jasón es agnóstico con respecto a los dioses, aunque como ver es creer, Zeus y Hera (reales en el relato) le han preparado un viaje tan repleto de contratiempos como de maravillas: es la metáfora clásica de la vida, revestida por la fantasía épica.
Por su parte, los compañeros que acompañan a Jasón en su aventura se muestran siempre resignados porque los dioses así lo disponen, e inútil es luchar contra lo que “está escrito”. Pero Jasón, pese a la dificultad de la empresa, rehúsa la ayuda de los dioses -salvo la de Hera (Honor Blackman), la más bondadosa-, apelando a los “corazones de los hombres”. En otra imagen ya icónica, Hera propiciará la intervención de Tritón.
Este pre-determinismo al que hacíamos referencia parece ser una cuestión de “creencias” personales en definitiva, pero no por ello deja de mostrarse gráficamente mediante una competición, en la que las personas son peones de un juego de ajedrez jugado en las alturas (recordemos, ejecutado por unos dioses revestidos de atributos humanos; en suma, una representación del abuso de poder).
Ante esta idea del hombre como juguete, Jasón antepondrá la lucha por su propio destino. En otro buen momento de la película, seremos testigos del terrible castigo impuesto a Fineo (Patrick Troughton), el ciego, por parte de los dioses y de las Arpías, que lo hostigan sin apenas tregua. Se trata de otro ejemplo de esa arbitrariedad.
El escenario entonces también es ético, es el destino frente a profecías y vaticinios, pero un destino forjado por la propia determinación. Jasón llega a decir que “con el tiempo, los hombres prescindirán de ellos”, refiriéndose a los dioses. Es consciente de que estos son algo, solo mientras se crea en ellos, como la propia Hera llega a reconocer. El mérito de Jasón y los argonautas es que maneja esta idea por vía del relato de aventuras y no mediante una apesadumbrada parábola existencial. Pero este sustrato no quita para que, como en todo buen relato de aventuras, estos Amadís no se las vean con hechos prodigiosos y seres míticos, como los habitantes de la Isla de Bronce, en cuyo interior, en lugar de sangre, fluye bronce líquido.
Además, dos personajes sobresalen de entre los expedicionarios, Hércules (Nigel Greene) y Medea (Nancy Kovack), a la que aguarda la “sorpresa” de descubrir cómo su diosa Hécate, significativamente, no le responde… no así a su rey. Lo que ha ocurrido es que ella ha dejado de creer, y por tanto no hay respuesta.
Un buen apunte de realización -o montaje- lo hallamos cuando Jasón se enfrenta a la temible Hidra, momento en que conoceremos paralelamente el destino que ha sufrido Acasto (Gary Raymond), el hijo de Pelías, y personaje que ha sido el primero en contemplar el Vellocino cara a cara. Por otra parte, la lucha con los esqueletos sigue resultando prodigiosa. Y curiosamente, esta se salda con la momentánea retirada de Jasón.
Harryhausen y Schneer |
Jasón y los argonautas cuenta, además de la dirección de Don Chaffey (1917-1990), con la aportación del músico Bernard Herrmann (1911-1975), cuyo cometido no se limitó a la concepción de una sugestiva banda sonora, como era su costumbre, sino –como hiciera poco después en Los pájaros (The birds, 1963) de Hitchcock- a un cuidado trabajo con el sonido: todos recordamos el crujir de huesos de los esqueletos guerreros o los movimientos del Gigante de Bronce.
El oráculo proporciona al relato una estructura cíclica. El usurpador rey de Tesalia (Grecia), Pelías (Douglas Wilmer), temiendo una conjura, envía lo más lejos que puede al legítimo heredero al trono, Jasón (Todd Armstrong), en pos de un imposible: hallar el codiciado Vellocino de Oro, una piel de carnero con propiedades fabulosas y todo un macguffin mitológico. Desde el rey al resto de habitantes de Tesalia, todos se muestran sumisos ante unos dioses cuyos designios nos llevan a concluir, una vez más, que tenemos los dioses que nos merecemos. Una buena imagen ilustra la idea de la ausencia de albedrío, la de la estatua caída del dios Hermes, el inspirador de los sueños.
Pero hay hombres y hombres, y en este sentido, pese a que Jasón es mostrado como un héroe a la clásica usanza, sin fisuras, no está exento de otros rasgos “humanos” muy interesantes. En un principio, Jasón es agnóstico con respecto a los dioses, aunque como ver es creer, Zeus y Hera (reales en el relato) le han preparado un viaje tan repleto de contratiempos como de maravillas: es la metáfora clásica de la vida, revestida por la fantasía épica.
Por su parte, los compañeros que acompañan a Jasón en su aventura se muestran siempre resignados porque los dioses así lo disponen, e inútil es luchar contra lo que “está escrito”. Pero Jasón, pese a la dificultad de la empresa, rehúsa la ayuda de los dioses -salvo la de Hera (Honor Blackman), la más bondadosa-, apelando a los “corazones de los hombres”. En otra imagen ya icónica, Hera propiciará la intervención de Tritón.
Este pre-determinismo al que hacíamos referencia parece ser una cuestión de “creencias” personales en definitiva, pero no por ello deja de mostrarse gráficamente mediante una competición, en la que las personas son peones de un juego de ajedrez jugado en las alturas (recordemos, ejecutado por unos dioses revestidos de atributos humanos; en suma, una representación del abuso de poder).
Ante esta idea del hombre como juguete, Jasón antepondrá la lucha por su propio destino. En otro buen momento de la película, seremos testigos del terrible castigo impuesto a Fineo (Patrick Troughton), el ciego, por parte de los dioses y de las Arpías, que lo hostigan sin apenas tregua. Se trata de otro ejemplo de esa arbitrariedad.
El escenario entonces también es ético, es el destino frente a profecías y vaticinios, pero un destino forjado por la propia determinación. Jasón llega a decir que “con el tiempo, los hombres prescindirán de ellos”, refiriéndose a los dioses. Es consciente de que estos son algo, solo mientras se crea en ellos, como la propia Hera llega a reconocer. El mérito de Jasón y los argonautas es que maneja esta idea por vía del relato de aventuras y no mediante una apesadumbrada parábola existencial. Pero este sustrato no quita para que, como en todo buen relato de aventuras, estos Amadís no se las vean con hechos prodigiosos y seres míticos, como los habitantes de la Isla de Bronce, en cuyo interior, en lugar de sangre, fluye bronce líquido.
Además, dos personajes sobresalen de entre los expedicionarios, Hércules (Nigel Greene) y Medea (Nancy Kovack), a la que aguarda la “sorpresa” de descubrir cómo su diosa Hécate, significativamente, no le responde… no así a su rey. Lo que ha ocurrido es que ella ha dejado de creer, y por tanto no hay respuesta.
Un buen apunte de realización -o montaje- lo hallamos cuando Jasón se enfrenta a la temible Hidra, momento en que conoceremos paralelamente el destino que ha sufrido Acasto (Gary Raymond), el hijo de Pelías, y personaje que ha sido el primero en contemplar el Vellocino cara a cara. Por otra parte, la lucha con los esqueletos sigue resultando prodigiosa. Y curiosamente, esta se salda con la momentánea retirada de Jasón.
Escrito por Javier C. Aguilera
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