En torno nuestro todo era horror, profunda oscuridad.
(Manuscrito hallado en una botella)
Cuando Edgar Allan Poe falleció ni siquiera hizo un cadáver bonito. Murió pronto y mal (si es que existe una buena forma de morir), y para colmo su huella en la literatura aún estaba por llegar. Fue gracias a la recuperación que efectuaron otros autores, como Paul Valéry, Rubén Darío, Dostoievski, y sobre todo, Lovecraft (en su recomendable El horror en la literatura), junto al no menos atormentado Charles Baudelaire, que Poe pudo “darse a conocer” al mundo.
Nacido en Boston en 1809 y fallecido en Baltimore en 1849, sus ansias “expansivas” y aventureras fueron pronto cercenadas o controladas por su padrastro, y pronto hallaron sustitución en el alcohol. Pero cuando regresaba la necesidad fisiológica de la evasión, al menos podía plasmar sus anhelos y “vivencias” en forma de narraciones.
Tampoco resulta nada extraño que el autor de Las flores del mal se sintiera atraído por el particular talento del bostoniano, habida cuenta de que Poe es una especie de “impresionista” del relato, donde, como veremos, lo que importa más es la impresión creada en el lector, por encima de otras consideraciones; además de por establecer una correspondencia de carácter simbolista entre objetos y lugares, y el estado anímico de sus antihéroes. Es decir, lo exterior como reflejo del interior, la raigambre simbolista. A estas alturas puede parecer cosa poco novedosa, otras artes han atesorado esta idea después, pero Allan Poe fue el primero en establecer dicha correspondencia de un modo franco y “a tumba abierta”.
Un buen ejemplo de esta correlación trascendente lo encontramos en la descripción del reloj y las distintas estancias del castillo del príncipe Prospero en La máscara de la muerte roja. Más aún, un hombre común, tal y como ocurre en algunos relatos cinematográficos, adquiere la facultad de ver lo que los demás no pueden (o no quieren); en este caso, a un misterioso viandante que se desenvuelve entre el gentío, justo después de haber sufrido una dolencia indefinida, de la que se está reponiendo, en el extraordinario (precisamente) El hombre de la multitud.
De igual modo, Roderick Usher y su hermana sufrirán, en parte, del conocido spleen, ese hastío o desidia que determina “el hundimiento” de la casa de Usher, y que volverá a aparecer en otros relatos. Además, Poe se sirve, como comprobamos en sus narraciones extraordinarias, del relato corto para elaborar unas piezas de orfebrería literaria que atenacen al lector de principio a fin: la extensión de este tipo de crónica resulta providencial para los deseos del escritor, libre de “impresionar” sobre el papel una atmósfera que es tanto psíquica como física (“exhalaciones gaseosas”, “ojos líquidos”, “vapor místico”, la luna…)
Dibujo de El extraño caso del señor Valdemar |
Para Poe, lo terrorífico también tiene carácter ancestral, humano en una acepción ontológica, es consustancial a él. Por eso, muchas narraciones parecen situarse en un tiempo y espacios indeterminados, como sucede con el castillo de esa especie de preludio de Dorian Gray que es El retrato oval. O con las bodegas-catacumbas de Montresor, bajo el lecho del río y con sus correspondientes criptas, en El barril de amontillado. Aquí ya no existe justificación para los actos criminales, salvo la mera antipatía –o anti empatía- congénita, que impregna al ocasional verdugo como un sudario.
Ilustración de Bernie Wrightson (1976) |
Hasta el joven (y autobiográfico) William Wilson padece una infancia consentida en el caserón de una aldea inglesa y sufre su propio desdoblamiento, la escisión de la mente.
La trágica agudización sensitiva de Roderick Usher también la hallamos en El corazón delator, cuyo trastornado protagonista ya no muestra remordimiento de ningún tipo. Poe profundiza de ese modo en una etiología del miedo, sus terrores son atemporales. Así, la sinrazón se traslada a un Auto de Fe en Toledo (El pozo y el péndulo) o a una embarcación perdida en el mar (Manuscrito hallado en una botella).
Este último relato resulta bastante poético (recordemos que Poe fue en primer lugar poeta), por la sucesión de adjetivos sonoros que describen la tempestad y toda la angustia del protagonista, incluyendo esa bella imagen final del abismo como un anfiteatro. En El hundimiento de la casa de Usher incluso inserta un poema a modo de balada.
De modo que, el punto de vista varía, se altera según el estado de ánimo del sujeto, y Poe inmiscuye al lector, rehusando con anticipación las teorías formalistas por venir. El suyo es el terreno de la mente, y en El pozo y el péndulo la locura ya no es individual, sino abiertamente general: todo un colectivo participa de ella, y el narrador, que literalmente vivió para contarlo, es salvado in extremis.
Metáforas expresivas y una enorme riqueza de imágenes distinguen el estilo de Edgar Allan Poe: “bandadas de hombres” y “mareas humanas”, sinestesias como “negro desierto”, “pronunciación plúmbea”, “ébano líquido”, “sonido hueco”…
Realidad y ficción se entrecruzan en las consideraciones iniciales de El entierro prematuro (relato que además incluye la visualización de una alucinación). Supersticiones, anomalías mentales y físicas, aún más extrañas patologías… la agudeza mórbida de los sentidos de Roderick Usher como la somatización del inminente mal de fin de siècle, a través de unos más que disfrutables relatos inaugurales de género.
La traducción de Mauro Armiño para Valdemar, o las clásicas de Jorge Luis Borges y Julio Cortázar, reflejan maravillosamente esta concepción vital. De hecho, las Narraciones Extraordinarias recuerdan continuamente hasta qué punto es grande la deuda adquirida con Poe.
Escrito por Javier C. Aguilera
Fui a visitar su tumba a Baltimore.... sucia, descuidada y oscura, no podía ser de otra manera. Esta selección de narraciones son sublimes.
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