NOTA PREVIA: El presente trabajo es resumen de un estudio más extenso sobre Gerardo Diego realizado por el autor (J.C.A.), y al igual que el resto de artículos de este blog, está protegido por derechos de autor.
Títulos de algunos libros de poemas de Gerardo Diego |
"El año 18 es el que yo estimo como el de arranque de mi dedicación a la poesía. En ese año fue cuando me di cuenta de que ciertas fórmulas, que a mi me parecían tan virtuosas, de Rubén Darío, Valle-Inclán o Villaespesa, ¡a mi también me salían! (…) Contagiado por el estímulo de Larrea, me decidí a escribir todos los días…”
Estas palabras son, evidentemente, de Gerardo Diego, datan de 1967 y están recogidas de viva voz en el CD que acompaña la reciente reedición de su autobiografía (Fundación Gerardo Diego: Autobiografía con CD. Cuaderno Adrede, nº. 5, 2008). A esta afirmación se suma su labor como antólogo a través de dos compilaciones imprescindibles (fechadas en 1932 y 1934 respectivamente), de la poesía española de su generación, y en las que incluyó a escritores con cuya estética no comulgaba necesariamente, pero que representaban, o comenzaban a hacerlo entonces, una corriente poética concreta y bien definida. Una lección que muchos tienen bastante olvidada.
Proclama el inmortal adagio chino “Que vivas en tiempos interesantes”, y desde luego los hubo a lo largo de todo el siglo XX, no solo uno de los más convulsos, sino también uno de los más creativos. El mismo latido que inspiraba obras como Berlín, sinfonía de una ciudad (Walter Ruttmann, 1927) o El hombre con la cámara (Dziga Vertov, 1929) ofrecía, o incluso instauraba sobre la marcha, una sugestiva atmósfera vital y un entusiasmo por la aparición de nuevos y fascinantes adelantos técnicos.En efecto, el mundo estaba cambiando para no volver a ser el mismo, y la velocidad era vertiginosa. Modernismo, creacionismo, cubismo, surrealismo… (como decía con sorna Lionel Barrymore en Vive como quieras [Frank Capra, 1938], “si hoy tienes un problema, le pones un ‘ismo’ delante y todo queda resuelto”), un sinfín de corrientes artísticas dispuestas a maravillarse con los nuevos y epatantes artefactos que pueblan las ciudades, testigos mudos de la deriva del hombre.
Conectar España con los movimientos tan en boga fuera ella no parecía tarea fácil, pero fácil o difícil, esa fue la intención de la mayoría de los nuevos artistas alumbrados a la luz del nuevo siglo. Concretamente, con la intención de revitalizar y hacer resurgir el género poético, alejarlo de todo retoricismo, a través, por ejemplo, del ultraísmo, amplio movimiento de renovación cuya única limitación estribaba en no hacer lo que ya se ha hecho. La búsqueda de esa renovación se traduce en búsqueda de un lenguaje nuevo, y halla en la figura del santanderino Gerardo Diego (1896-1987), un puntal incontestable.
Mencionaba el autor 1918 como año cero, punto de partida de su poesía como tal, siendo además este año el mismo de la visita del poeta Vicente Huidobro, sostén del creacionismo, a Madrid. En torno a esta corriente, Huidobro diría aquello de que no hay que cantar a la rosa, sino hacerla florecer en el poema: ¿por qué cantáis a la rosa?, ¡oh Poetas! (sic) / Hacedla florecer en el poema / Solo para nosotros / Viven todas las cosas bajo el sol / El poeta es un pequeño Dios (El espejo del agua, 1916). Merece la pena sintetizar el punto de vista del chileno sobre el creacionismo: se trata de crear nuevos mundos, volver al origen valorando la palabra y la imagen, otorgando un nuevo significado a dicha palabra, reflejo del mundo que debería existir, o si se prefiere, un universo alternativo a este.
Por otra parte, como el bilbaíno Juan Larrea abandona pronto la escritura en verso, queda Gerardo Diego como único representante firme de esta corriente, concretamente desde 1948. Pero lo realmente singular es que Diego introdujo en dicho movimiento estético los usos de la métrica tradicional (con la notoria excepción de la supresión de los signos de puntuación en algunos de estos poemas), bajo el deseo de alcanzar una imagen “múltiple” y significativa.
En suma, una búsqueda permanente de la imagen como elemento integrador de la intrahistoria y una palabra que siempre será imagen incompleta, porque está destinada a ser completada por el lector. Pero imagen, en definitiva, que devuelve el poema a la vida.
En suma, una búsqueda permanente de la imagen como elemento integrador de la intrahistoria y una palabra que siempre será imagen incompleta, porque está destinada a ser completada por el lector. Pero imagen, en definitiva, que devuelve el poema a la vida.
Gerardo Diego al piano junto a su familia |
Siendo el primero de su generación en publicar, lo cierto es que desde El romancero de la novia (1918, revisado y publicado en 1921), pasando por la consagración de los Premios Nacionales de Literatura con Versos humanos (ex aequo con Rafael Alberti, en 1925) y Paisaje con Figuras (1956), hasta el final de su vida-obra, con la concesión del Premio Cervantes en 1979 (compartido con Borges), Gerardo Diego sirvió de puente entre las vanguardias europeas y la tradición española derivada de la poesía popular del romancero y los cancioneros (así como de Garcilaso, de Bécquer y tantos otros). El ser más complicado de España, como le definió Ramón Gómez de la Serna, curiosamente no firma el manifiesto ultraísta, pero de entre todos sus integrantes fue el que más tiempo mantuvo vivo el espíritu de estas nuevas visiones artísticas, seguramente porque para él, no fue dicha labor una chanza pasajera, sino una búsqueda sincera y útil, alejada precisamente de todas las excentricidades y poses de las vanguardias. Para él, dicho recorrido no fue una impostura artificial; Gerardo Diego nunca aspiró a crear una “Academia de la Vanguardia”.
Lo que Diego denomina poesía de creación, es la que procede de esta vertiente de búsqueda innovadora, que consiste básicamente en crear un poema tomando de la vida sus motivos, pero transformándolos para insuflarles una vida nueva e independiente. Una elaboración donde nada es anecdótico, y donde se tienen en cuenta los aspectos formales, gráficos, de un poema que es creado con el mismo primor con que la naturaleza crea y moldea un árbol (la imagen también es de Huidobro). Así, el poeta, en lugar de solo imitar las obras de la naturaleza, imita su capacidad creadora en sí.
Estas son las coordenadas que Gerardo Diego aplicará a su poesía de creación, un todo orgánico y evolutivo, imagen casi intraducible a prosa, como suele ocurrir con la música, y que resucita, por así decir, con cada lector, proporcionando además, sino una imagen diferente cada vez, sí una personalización de dicha imagen. Continuando con el símil, diríamos que cada lector pone su letra interior a la música que lo envuelve, variable según el estado emocional de cada uno. El director de orquesta es Gerardo Diego, y la letra es la de la vida y la experiencia personal.
El culmen de todo este proceso es Manual de espumas (1924). De métrica tradicional (se trata de un total de treinta poemas), Manual de espumas es un compendio poético unido más por dicho estilo creacionista que hilvanado por una temática en particular (aunque los poemas presenten, como es lógico, aspectos o temas en común: así ocurre con el mar, que podría ser considerado como un motivo centrípeto). Pináculo de un proceso que, no obstante, no abandonará nunca, Manual de espumas propone una primera poetización de la realidad. Será el particular Das lied von der Erde (La canción de la tierra) de Gerardo Diego.
Destacamos en Manual de espumas el grato recuerdo del poema Primavera, dedicado al granadino Melchor Fernández Almagro y primera obra recogida en el libro. Comienza este poema de verso libre y rima consonante, destacando las palabras Ayer y Mañana, cada una en un margen del poema, seguidas del verso los días niños cantan en mi ventana. Estamos ante un nuevo empleo metafórico, concretamente de la estación primaveral, donde la sustantivación de “niños” o “días” crea una nueva imagen del tiempo. Los días son como niños; potencialmente, un nuevo periodo de vivencias y descubrimiento, de incertidumbres y florecimiento…, y los niños son como días, porque pese a todo, la juventud es siempre finita y pasajera.
Destacamos en Manual de espumas el grato recuerdo del poema Primavera, dedicado al granadino Melchor Fernández Almagro y primera obra recogida en el libro. Comienza este poema de verso libre y rima consonante, destacando las palabras Ayer y Mañana, cada una en un margen del poema, seguidas del verso los días niños cantan en mi ventana. Estamos ante un nuevo empleo metafórico, concretamente de la estación primaveral, donde la sustantivación de “niños” o “días” crea una nueva imagen del tiempo. Los días son como niños; potencialmente, un nuevo periodo de vivencias y descubrimiento, de incertidumbres y florecimiento…, y los niños son como días, porque pese a todo, la juventud es siempre finita y pasajera.
En Primavera, la estación se reviste de muchas formas, un limón, palomas y golondrinas, una canción, los dibujos de una cometa, pero a la larga, todo aparece confeccionado de papel, metáfora de la endeblez de una urbe, o imagen mental de la maqueta de una ciudad, no por mental menos “real”, por donde unas becquerianas golondrinas van y vienen, doblando y desdoblando esquinas.
La ciudad |
En definitiva, nos hallamos ante un poema-collage conformado por varias imágenes aparentemente inconexas, pero finalmente conectadas por el tema común de la primavera. Un poema que también destaca tipográficamente una tonadilla, cuyo verso la sombra verde de mi amor, nos ofrece una nueva y vitalista imagen, una pictórica expresión amorosa. Verde es siempre la primavera, y siempre en primavera el amor nos parece eterno.
De ese modo, Gerardo Diego recuerda, junto a los clásicos que le han precedido, que la naturaleza es fundamental, porque además de seres sociales, somos seres naturales. A lo que se suma la idea vanguardista de expresar con palabras unas sensaciones en las que se subvierte la lógica gramatical, ofreciendo un espacio a la libertad y la intuición, también formalmente, por ejemplo por medio del referido mecanismo de la supresión de la puntuación, de sangrados inusuales y de otras libertades tipográficas que hacen que el discurso fluya y disponga, dicte, su propio ritmo y su particular rima.
Eliminando la puntuación, disponiendo los versos a través del espacio en blanco de una determinada manera, rompiendo en definitiva la “eficacia visual” y, por qué no, empleando como armazón recursos métricos tradicionales, el autor puede denotar, significar y recordar, por ejemplo, que la memoria es siempre deformante, apocópica (valga la imagen “creacionista”), pues elimina el lastre de los malos recuerdos, o simplemente los dulcifica. De esta manera, a veces el punto de partida es un estado de ánimo, un sopesado equilibrio de fuerzas entre inteligencia y sensibilidad (que no sensiblería), que muestra una realidad por medio de unas imágenes sin relación aparente (esa ausencia de nexo lógico-gramatical que nos asalta). Imágenes que en sí mismas, conforman todo un legado de riqueza metafórica, no exenta, es cierto, de una mayor dificultad comprensiva, donde campan a sus anchas los valores fónicos y rítmicos.
La persistencia del tiempo, de Salvador Dalí |
Dice Luis Felipe Vivanco que la poesía no reside en el poema como forma final, sino en sus imágenes sueltas (Vivanco, Luis Felipe: Introducción a la poesía española contemporánea, Guadarrama, 1974, 2 vols.). Pero para Gerardo Diego, como recordamos, la vanguardia no excluye la tradición (el tema amoroso, o panteísta, pongo por caso, tan importantes en Diego como en tantos otros poetas), lo que lleva implícito que la forma final no carece de importancia, porque a través del poema en su conjunto puede recuperarse el paisaje de una vivencia dispuesta a ser compartida.
Gerardo Diego entendía el creacionismo como un “juego”, jugado por los elementos constitutivos del poema; una búsqueda de lo absoluto, lo universal, aquello capaz de incardinar al hombre con lo eterno (idea de inspiración juanramoniana). Pero juego, al fin y al cabo, no exento de su propia autonomía y capacidad de emocionar. Esta extraordinaria capacidad para captar detalles, no como una cámara fotográfica al uso, sino poética y metafóricamente, es la que es capaz de transmitir incluso por medio de actitudes y gestos. Algo que ya solo puede hacer el poeta; y con prodigiosa destreza y emoción, el poeta que nos ocupa. Así, la labor del vate posee un halo “mágico”, pues ha de otorgar trascendencia a la palabra y convertir al lector en una suerte de gozoso criptólogo. Al fin y al cabo, un juego está hecho para ser jugado, siempre que se esté dispuesto a ello.
Aunque Manual de espumas (1924) y Versos humanos (1925) son dos libros significativos de dos tendencias distintas, éstas resultan complementarias de Gerardo Diego. Versos humanos presenta siete secciones, y un poema a modo de prólogo (y explicación teórica). Por él se pasean Bécquer, Azorín, Machado, el primer Juan Ramón, Unamuno, Góngora, Lope, Fray Luis… Y pese a focalizarse más en lo autobiográfico, el poema no deja por ello de requerir su particular perfección formal. Una plenitud que se alcanza cuando el contenido se acopla a la forma de manera armónica.
La poesía es vista por Gerardo Diego como un hogar eterno, que puede volver a hablar del Amor, de su Pérdida, de su Esperanza. Y eso se logra convirtiendo de nuevo al verso en humano (con todo lo que ello conlleva). Permitidme que aquí os junte / Vida, Arte, Mitad y mitad (sic, respecto a las mayúsculas).
La poesía y la música (Ilustración de Kenny Ruiz para La Historia del Soldado) |
En la primera estrofa, el poeta saluda y agradece la presencia de sus amigos; en la segunda y tercera da información sobre su nuevo cometido como profesor de lengua y literatura en un nuevo centro educativo; en la cuarta, expresa el anhelo de hallar a ese alumno que marque la diferencia y haga que su labor merezca especialmente la pena (un día tendré un discípulo / un verdadero discípulo), y en la quinta, se produce el brindis per se, por ese alumno distinto, que inmortalizará mi nombre y mi apellido, en ese trasiego siempre igual y siempre distinto que debe ser el ejercer la profesión de maestro. Diego lo atestigua por medio de una anáfora (la conjunción “y”), en casi todos los versos de la estrofa tercera y parte de la segunda. Esa “y” parece hablarnos de un ciclo periódico, el “cuento de nunca acabar”.
Gerardo Diego plantea con innegable gracia (seguramente el más listo, me pondrá un alias definitivo) y a la vez trascendencia, la conveniencia vital de dejar una descendencia de orden intelectual, y no solo biológico, que de sentido a su dedicación, frente a una muchedumbre que, año tras año, se limita a “pasar” por el aula (cuando acude). Todo un microcosmos de la condición humana, en donde puede germinar una semilla (o varias, con suerte).
El ciprés de Silos |
Por medio de su forma tradicional de soneto, Gerardo Diego transmite a través de la metáfora del enhiesto surtidor (no será la única prosopopeya: mástil de soledad, flecha de fe, negra torre, saeta de esperanza…), toda una personificación, con la que establece un monólogo humano y espiritual. Frente a la historia y dominio del ciprés, siente el poeta una grandeza “que no espanta”, sino que epata. La grandeza de la naturaleza, sobre la que Gerardo Diego proyecta sus anhelos, su alma, el yo del poeta.
Para Gerardo Diego, El ciprés de Silos es una imagen icónica de Castilla, pero tamizada por un estado de ánimo concreto, el de la quietud y la soledad buscada, que es la que agrada (no así la impuesta).
Si para Walt Whitman la literatura estaba llena de aromas, para Gerardo Diego lo estaba de ritmo y notas musicales. Las notas de Mozart, Schumann, Debussy, Schubert y por supuesto, Chopin, que él, como consumado intérprete, conocía a la perfección, junto a la música tradicional y popular, el folclore (de nuevo la tradición se funde con la innovación, tanto en lo musical como en lo poético, por la simple razón de que para Gerardo Diego ambas cosas son necesariamente complementarias).
De ese modo, el poeta llega a componer toda una serie de partituras músico-poéticas, en donde los poemas, con su particular orden programático, dan sentido al conjunto del poema sinfónico que es su obra (una “orquesta de espumas”, como definiría ya en fecha temprana el autor a su propio Manual). Y como en la música, resulta trascendente el ritmo poético, junto con un dominio de la instrumentación (legado de Rubén Darío, el Debussy de la poesía), en la que el poeta es el autor de la obra, y no solo el ejecutor de la misma.
Gerardo Diego |
En el presente, el poeta revela su deseo no solo de interpretar, de ejecutar, sino de crear la perfecta materia poética, como un Wagner de las letras en pos de su Gesamtkunstwerk (leemos: músico de verdad, no de los pobres / que ajenas pautas suenan como propias). El poeta introduce así una nueva variante, en la que es consciente de que sí por algo vale el ser humano, es por las pocas o muchas obras de arte, esas irreversibles melodías, que ha ido dejando tras su paso.
Como Mahler en la Titán, Gerardo Diego también se nutre de canciones infantiles, tonadas populares, lieder, marchas militares, hasta pasodobles, que universaliza haciendo suyos, por medio de su bien definido estilo.
De ese modo, el poeta puede proyectar siempre vivencias auténticas pese al revestimiento intelectual. El poema se estructura en imágenes, aisladas en apariencia, pero vinculadas entre sí gracias al ritmo musical, elemento clave del poema. Y así quedar convertido en poema sinfónico sobre el papel. Como decíamos anteriormente, el poeta lo hace “programático”, le transfiere una vivencia, le otorga (su) sentido. Parafraseando a Mendelssohn, le infunde la facultad de ser “canción con palabras”.
Su imagen predilecta será la que nace de la armónica unión entre música y poesía. Hasta el punto de preguntarse (y preguntarnos) si merece la pena la vida sin la música. Cualquiera dirá que no, pero esto me recuerda lo que contestaba uno de los protagonistas de Cautivos del mal (The bad and the beautiful, Vincente Minnelli, 1952) cuando se le preguntaba si le gustaba el cine, a lo que respondía: el bueno sí.
En definitiva, cualquier situación o sentimiento acerca al poeta a la música, un elemento indispensable para entender al Gerardo Diego global, su alondra verdadera. De hecho, ¿conocería Gerardo Diego La alondra elevándose de Ralph Vaughan-Williams? Con toda seguridad.
De los diecinueve Nocturnos conocidos entonces (hoy veintiuno, más el preludio), de Frédéric Chopin, entresacamos el Nocturno II, puesto que todos ellos fueron poetizados por Gerardo Diego en su obra Nocturnos de Chopin (1963, pero conjunto editado definitivamente en 1969). Se trata, probablemente, del más célebre de los compuestos por el compositor polaco, por lo que la identificación poética que ofrece Gerardo Diego tal vez resulte más asequible, lo que no quiere decir que no merezca la pena el acercamiento al resto de ambas obras.
Todo el soneto es una paráfrasis de la pieza original, un canto de agradecimiento en el que no sobran las palabras. Dos sonetos sui géneris (doce sílabas, algún alejandrino), seguidos uno tras otro, y con rima consonante, donde el influjo modernista se hace evidente ya en los dos primeros versos, el jardín suspira. La noche de mayo / prende sus estrellas trémulas de fe.
Una noche iluminada es desplegada por metagoges tan hermosas como el jardín padece, el jardín espera, en compañía de las imprescindibles metáforas (y sinestesias), timbre argentino y lluvia de plata. Un ágape al aire libre, figuras de un escenario iluminado por el claro de luna, como en el cuadro de Friedrich, y donde una voz lejana resuena, como la música de un piano, porque no solo de aromas se nutre la velada, sino de melodías melancólicas, sublimes y etéreas.
Es Soria sucedida una de las obras más conocidas de Gerardo Diego, puesto que en ella se dan cita poemas que son reflejo de toda su trayectoria como poeta. Un trabajo que quedó completo en 1948, pero que cuenta con poemas de las décadas anteriores, entre ellos es muy conocido Romance del Duero. Su estancia en Soria se prolongó mientras ocupó la cátedra de Lengua y Literatura (hasta que marchó a Santander).
Una Soria aislada, virgen de todo roce, como la describe el propio autor en su soneto clásico, y que dejó, como le ocurriera a Antonio Machado, una huella imborrable en el alma del poeta, aunque ésta Soria arbitraria fuese más vivaz que melancólica para Diego que para Machado, si bien es cierto que para el santanderino también supone un caminar por tus carreteras largas, donde el poeta patentiza la machadiana soledad del caminante, no únicamente por caminar solo, sino caminante por solo. Un camino que incluso lleva al paroxismo al poeta, al rememorar el cementerio en Aquel amigo, como un jardín donde florean los huesos, y las cruces.
Paseo de portales es un hermoso poema en el que Gerardo Diego despliega todo su arsenal poético en torno a un tema que podría ser el de la vida tanto como el del amor, aunque se trate de ambos. Llama la atención cómo la localización, su provincialismo, se ve reflejado en el léxico del poema. Las horas no solo transcurren -y no apresuradas, como lo harían en la ciudad de los nidos en las grúas-, sino que ruedan dulces y lentas, lánguidas, morosas, como solo saben hacerlo en los pueblos. Un pueblo con su tren, elemento tan caro al poeta, y vehículo que ha de traer al que nunca llega. El ciclo de la vida que se repite. El dar vueltas y más vueltas en una inevitable rueda / con el ritmo infinito / de las cosas eternas, donde lo eterno no es aquí aquello que dura casi eternamente, sino aquello que se repite… casi eternamente. Es decir, románticas escenas / idilios de un minuto / despedidas eternas.
Pero el autor se refiere a todas las provincias de España. Su tema particular se convierte de nuevo en tema universal, la (intra)historia se repite en todas partes. Gerardo Diego acaba expresando el deseo de poder Pasear (el Paseo de Portales es ahora con mayúscula, puesto que hablamos de paseos universales), cada día en una ciudad nueva, sembrando un grano de ilusión en cada vuelta. Pero no solo es relevante el paisaje por su belleza estática, quieta, por su reflejo o su plasmación en la memoria, sino por todas las huellas que lo han transitado antes, que han paseado bajo los portales, más las que aún lo habrán de hacer.
Además, el poeta no solo pasea por el paisaje; el paisaje también pasea por el interior del poeta. Las tres últimas estrofas proponen una nueva personificación por parte del autor, al expresar el recuerdo doloroso de esos paseos de la vida, con la incertidumbre de la permanencia o no, cuando uno ya ha desaparecido físicamente. El universo es ancho, y la noria de los sueños (otra bella imagen creacionista) seguirá dando vueltas y más vueltas, con el ritmo monótono (no por aburrido como por repetido) de las cosas eternas. Igual para todos aunque parezca distinto, el pasado y el futuro están inscritos bajo las piedras, testigos mudos de esas vueltas y más vueltas, que son, en bella paráfrasis manriqueña, un río de almas viajeras que van a dar al desamor.
Soportales de Pamplona |
Concluyamos nuestro recorrido por la vida y la obra de Gerardo Diego, destacando un último poema “musical”, o musicalizado por el poeta, y completando así una relación entre música y poesía que nunca dejó de fluir. Es Falla en la Alhambra. Recuerdo de 1925 un poema perteneciente al poemario “El Cordobés” dilucidado y Vuelta del peregrino, de 1966, que refiere la estancia de Gerardo Diego en la ciudad de la Alhambra durante el año citado en el título. Lugar mágico en el que es posible conversar con un gnomo (Falla lo hace por obra –y gracia- de Diego), aunque la tarde sea más propia del norte que del sur (completamente gris, detalle nada baladí y no necesariamente negativo), y donde también pasean Debussy (evocado a través de su Puerta del Vino) y Albéniz (por sus Azulejos); todos ellos conocidos entre sí.
Brindis
'A mis amigos de Santander que festejaron mi nombramiento profesional.'
Debiera ahora deciros: —«Amigos,
muchas gracias», y sentarme, pero sin ripios.
Permitidme que os lo diga en tono lírico,
en verso, sí, pero libre y de capricho.
Amigos:
dentro de unos días me veré rodeado de chicos,
de chicos torpes y listos,
y dóciles y ariscos,
a muchas leguas de este Santander mío,
en un pueblo antiguo,
tranquilo
y frío,
y les hablaré de versos y de hemistiquios,
y del Dante, y de Shakespeare, y de Moratín (hijo),
y de pluscuamperfectos y de participios,
y el uno bostezará y el otro me hará un guiño.
Y otro, seguramente el más listo,
me pondrá un alias definitivo.
Y así pasarán cursos monótonos y prolijos.
Pero un día tendré un discípulo,
un verdadero discípulo,
y moldearé su alma de niño
y le haré hacerse nuevo y distinto,
distinto de mí y de todos: él mismo.
Y me guardará respeto y cariño.
Y ahora os digo:
amigos,
brindemos por ese niño,
por ese predilecto discípulo,
por que mis dedos rígidos
acierten a moldear su espíritu,
y mi llama lírica prenda en su corazón virgíneo,
y por que siga su camino
intacto y limpio,
y porque este mi discípulo,
que inmortalice mi nombre y mi apellido,
... sea el hijo,
el hijo
de uno de vosotros, amigos.
¿Es posible conversar con alguien que ha fallecido? No, no vamos a hablar de esoterismo, ya tenemos en el blog una sección dedicada a ello. Pero si creemos que tal cosa es posible es porque al leer a Gerardo Diego, como ocurre con tantos otros grandes escritores, da la sensación de estar entablando una conversación interior recíproca más que unívoca.
Conversación, en definitiva, con un autor que fue, en palabras de Antonio Gallego Morell, figura clave en la formación del grupo del 27, indiscutible catalizador de toda esa generación de escritores que supo mantener como nadie los lazos de la cohesión. (Gallego Morell, Antonio: Vida y obra de Gerardo Diego (Universidad de Granada, Colección Archivum, 2008). Si se me permite añadir algo más, diría que artífice de la cohesión no solo de una generación tan creativa, sino de la propia Poesía en relación con el lector.
Una Poesía que logró fijar nuestra trascendencia bajo los portales.
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