Un gángster para un milagro, de Frank Capra

27 diciembre, 2012

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La última película que filmó Frank Capra (no por su gusto, pudo haber dirigido más) fue Un gangster para un milagro (Pocketful of miracles, United Artist, 1961), coproducida por él mismo y “puesta de largo” de otra película suya, Dama por un día, de 1933, en base a la obra de David Riskin, Lady for a day. Se trata de una obra, como sucede en Capra, tan optimista como ácida, que emplea todos los mecanismos cinematográficos de manera ejemplar, además de constituir un ejemplo brillante y muy disfrutable de lo que podemos denominar “película de Navidad”. Un relato parecido a una de esas historias que se cuentan a los niños antes de irse a la cama (como dice en cierto momento Davy, El Dandy, Glenn Ford, al comisario de policía).


Aunque Un gangster para un milagro es casi una película de carácter “coral”, un relato polifónico, que diría Bajtín, es el personaje de El Dandy sobre el que pivota toda la trama, un arribista que, al contrario con lo que sucede habitualmente, no tiene reparos en no esconder sus ambiciones, resultando inusualmente sincero en este sentido. Pues bien, este ex contrabandista tiene en una palma de la mano a toda la ciudad de Nueva York, mientras que en la otra, suele “blandir” siempre una manzana, que le proporciona periódicamente la pordiosera Annie Manzanas (Bette Davis), una indigente que lidera a buena parte de los mendigos de Times Square.

La visión “edulcorada” es más cínica de lo que aparece a simple vista. En cualquier caso, nos hallamos en plena década de la Depresión, y ya ha acabado la “Prohibición”, la llamada “Ley Seca”, con lo que beber alcohol no va ahora en contra de la ley (una de las más tontas que se recuerdan, pero que puede sumarse a una amplia lista que aún no ha acabado: no somos más listos ni mucho menos).


Pero hablábamos de manzanas. Éstas representan, alegóricamente, aquello en lo que cada uno necesita creer, que en este caso toma la forma de una manzana. Se trata de un excelente apunte, ya que nos habla de la confianza, o la falta de ella, y de la fragilidad de cierto tipo de negocios, tan clandestinos como los garitos que ya han dejado de ser rentables. Por eso cuando Davy trata de autoconvencerse de que la suerte no existe, Queenie (Hope Lange), airada, arroja su manzana fuera del vehículo y le insta a que acuda ahora a su cita de negocios.

El sarcasmo acerca de ese mundo denominado de los negocios -y más tarde del de los llamados medios de comunicación- casi se torna en nihilismo. Así ocurre con el empleo de las gafas oscuras durante la entrevista clandestina entre El Dandy y el hampón Darcey (Sheldon Leonard), la cual no tiene desperdicio. El cuento “moral” está trufado de recovecos (que aparezcan bajo el prisma del género de comedia no los desarticula en modo alguno). Y como curiosidad, solo una vez se emplea la voz en off, la de Alegre (inolvidable Peter Falk), a modo de narrador: durante el fallido atentado a la salida del Club. Capra introduce también otro efectivo gag, ahora visual: la cámara se aleja mostrando el cordón de guardaespaldas que El Dandy ha montado en el puerto.


Sin desbaratar la trama, en atención a quien la desconozca, digamos que “el milagro” va tomando forma, y lo hace creciendo como una gran bola de nieve. Pero la avalancha no se produce, bastan esos referidos apuntes; por ejemplo, cuando Louise (Ann-Margret), se da cuenta de lo afortunada que ha sido y comenta, pese a los temores de su madre, lo hermosa que es la vida, al recordar a la mendiga que le ha hecho un regalo en plena calle. O cuando la propia Annie comenta poco después, no conozco a la que está ahí, observándose en el espejo. O el hecho de que uno de los personajes ostente el título de “juez”, siendo un redomado filibustero (el juego “de la vida” no solo se manifiesta sobre mesas de billar, lugar donde cerrar caballerosamente un trato, también se evidencia en el aspecto semántico, en el empleo de muchas palabras y expresiones).


Por supuesto, gran parte del mérito de la película se encuentra en el extraordinario plantel de intérpretes “de soporte” (me niego a hablar de “secundarios”), entre los que destaca, el referido Peter Falk, junto a unos inolvidables Thomas Mitchell (que borda el papel del Juez Blake), Edward Everett Horton (lo mismo con el de atento mayordomo), Arthur O’Connell (el conde Alfonso), y hasta un joven y fugaz Jack Elam, parodiando sus papeles de matón. Actores que se ajustan como un guante (blanco), tal y como sucede con el excelente empleo de la música de Tchaikovski y Boccherini en la banda sonora.


Frank Capra no era un tonto, y menos un idealista trivial. El entretenimiento que proporcionaba su cine jamás se desligaba de la reflexión. Lo cual no obsta para que, aunque Un gangster para un milagro no sea un mero repertorio de buenos sentimientos por parte de Capra, la alegría que se transmite, casi de forma contagiosa, deje ser sincera. Algo estarán sacando, comenta Alegre a la salida de la “recepción”, constatando ese carácter “polifónico”, humano, que acerca a la película aún más a una obra de “auténtica” ficción, al clásico relato navideño, al cuento por antonomasia. Se trata, en definitiva, de la feliz plasmación de ese universo alternativo al que, al menos durante los 132 minutos de proyección, nos gustaría pertenecer.


Frank Capra
Por otra parte, el ritmo, la planificación, la ambientación, un impecable guión y un dibujo preciso de caracteres por medio de gestos y del diálogo, siguen provocando nuestro respeto (y agradecimiento), por mucho que el cine de la época se empeñara (y se despeñara, las más de las veces) en hallar “la verdad” únicamente sacando las cámaras a la calle. 

Un gangster para un milagro es el colofón de alguien que no solo creía en el cine, sino que ayudó a inventarlo. El nombre permanece estando por delante del título, pero no por pedantería, sino como un sincero reconocimiento a la personalidad y la profesionalidad que demostró a lo largo de toda su vida Frank Capra.

Escrito por Javier C. Aguilera

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