Fue con El perro de Baskerville (1958, estrenada al año siguiente) de Terence Fisher que la popular novela de Arthur Conan Doyle de 1902, se filmó por vez primera en Inglaterra, en los escenarios naturales descritos por el autor, y en color. El sabueso había vuelto a casa, y lo hacía agudizando el enfrentamiento entre la razón y lo taumatúrgico, entre el racionalismo victoriano frente a lo arcano y legendario.
Proponer un Sherlock Holmes en color, más concretamente, bajo la paleta de colores del gran Arthur Grant, tan expresiva como cualquier movimiento de cámara y elemento consustancial de la puesta en escena de Fisher, debió ser un gozoso acontecimiento. El gran realizador británico consiguió corporeizar un mal tan inasible como lo es la moral o la ausencia de ella. Así ocurre con la inusitada crueldad de sir Hugo de Baskerville (David Oxley) a lo largo de todo el prólogo, que ofrece un tratamiento inédito, muy gráfico, exactamente igual que ocurriera con el resto de las extraordinarias propuestas de Fisher referidas tanto al moderno Prometeo como al príncipe de las tinieblas. Ese terror atávico es “somatizado” por Fisher cuando el caballo de sir Hugo se niega a continuar su marcha, al igual que los perros de caza, como presintiendo un peligro “diferente”, lo que entroncaría con ese aspecto sobrenatural. El mal se presenta de muchas formas.
Esa fisicidad, la traslación de lo inasible al mundo físico, por vía de lo terrorífico, también se ejemplifica en el atentado contra sir Henry de Baskerville (Christopher Lee), que se resuelve con una araña en una secuencia, más que lenta, “congelada”. Un sir Henry que, como legado, además del dinero, ha adquirido una dolencia cardiaca hereditaria. Estas pequeñas alteraciones del canon no suponen, una vez más, la desnaturalización del texto, sino todo lo contrario. Por ejemplo, la comunidad de Grimpen adquiere mayor presencia a través de la -como de costumbre- chispeante intervención de Miles Malleson, aquí como obispo de la comarca.
El buen gusto y la labor meticulosa de Terence Fisher tras la cámara se concreta, nuevamente, en una elegante puesta en escena y el retruécano de trama y objetos. Así ocurre con la daga ceremonial de los Baskervilles, o con la confusión en torno a la muerte de Selden, el criminal evadido, cuyo cadáver, para colmo, es mutilado con dicha daga.
También la secuencia del “asesinato” frustrado en la ciénaga cobra otro sentido una vez se ha visto el film. Lo que también ocurre cuando Cecile (Marla Landi) se dirige a sir Henry; le reprende más que le habla. En todo el relato impera el odio clasista de los dignos descendientes de sir Hugo, razón por la cual, pese al interés mostrado por una relación, el arreglo matrimonial es imposible. Es preciso acabar con el último descendiente. En efecto, como señala Holmes, hay aquí mucha perversidad (no sé si, como se dice, más que en todo el mundo o como en todas partes, pero evidentemente la hay, y como de costumbre, por vía humana más que inmaterial).
El páramo, la mansión, la galería de túneles de la mina de estaño abandonada -incluyendo el detalle de las gotas de agua sobre el abrigo de Holmes-, la máscara del perro (en lugar del fosforo original), las ruinas de la abadía... una abadía tomada por la naturaleza, como en un cuadro de Friedrich. Todo ello encuentra perfecto acomodo en el buen hacer de los intérpretes, y concretamente en la soberbia interpretación de Peter Cushing, Holmes de elegancia innata y gesto felino, siempre arrojando su mirada sobre todo lo que le rodea.
La segunda (y última) aproximación de Fisher al universo Doyle, dio como resultado El collar de la muerte (1962), una coproducción con Alemania, en la que hay que aclarar que Fisher actuó más como desfacedor de entuertos que como realizador, habida cuenta de que el ambiente enrarecido en el set acabó por agravarse bastante (parece ser que los co-productores hasta llegaron a las manos). Fisher, no dispuesto a tolerar esta falta de profesionalidad y sin demasiados estímulos para concluir el desaguisado, acabó delegando en un tal Frank Winterstein. Ello explica que, pese a contar con un interesante argumento -que no guión- de Curt Siodmak, y si me apuran, con Senta Berger, la película se construya a base de clichés fílmicos y frases hechas. Para colmo, la sombra de las adaptaciones de Edgar Wallace –de las que también nos ocuparemos- se proyecta de forma negativa, o cuanto menos inapropiada, como ocurre con la música popera de Martin Slavin.
Y es que cuando Fisher arribó, se encontró con toda la infraestructura hecha, la del ciclo Wallace: la taberna, el puerto, la posada, el castillo Hurley, el despacho de Moriarty (Hank Söhnker), pero lo que en los sabrosos krimis funcionaba como asumida suspensión de la credulidad, aquí resulta forzado, como corroboran el surrealista robo del collar del coche celular, el que las llaves de otro vehículo contengan las de una casa (de Moriarty) -costumbre germana que desconocía-, la escucha de una conversación a través de una chimenea, los arquetípicos secundarios (el críptico amenazado, la abnegada esposa, el sibilino sustituto, el comisario cerril), el atuendo de Holmes made in Sidney Paget, y hasta algún error de raccord con una jarra de cerveza… De todos modos, es justo reconocer que la ambientación de interiores sigue siendo la gran baza de estas producciones, así como la expresiva fotografía en blanco y negro, junto a otros detalles más afortunados, como la mancha de sangre sobre el sillón donde momentos antes ha fallecido un colaborador de Holmes, el detective echando a correr en medio de un interrogatorio, o el hecho de que se hurte al espectador el resultado de la pelea entre Peter Blackburn (Wolfgang Luckschy) y su agresor, lo que aumenta el suspense. Y tampoco desecho una probable maldad de Siodmak, cuando por boca de Holmes, se asegura que cuando se desea saber algo hay que leer el periódico.
En resumen, El collar de la muerte nos muestra a un Holmes (Christopher Lee) en pos de un collar perteneciente a Cleopatra, por tabernas portuarias, allanando caserones de la campiña, y en duelo verbal versallesco con Moriarty. Lo que me permite subrayar el que es, a mi juicio, el aspecto más interesante de la propuesta: el profesor Moriarty se ha ganado gran renombre como profesor de arqueología en la Universidad y encima va a ser nombrado Sir. La sociedad premiando y alabando a un sinvergüenza. ¡Inaudito!
En cualquier caso, menos mal que Fisher sí pudo hacer uso de su talento ofreciendo ese mismo año una muy estimulante versión de El fantasma de la ópera. Como curiosidad, Thorley Walters repetiría su papel de Watson en la parodia El hermano más listo de Sherlock Holmes (1975) y en la adaptación televisiva de 1978 de Estrella de plata, dentro de la serie Classic dark and dangerous, en la cual también se estrenó como Holmes un adecuado Christopher Plummer.
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