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30 noviembre, 2014

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Palacio Real desde los Jardines de Sabatini (Fotografía de MB&LJ)
Nos adentramos en el último mes de 2014 tras dejar tras nosotros un noviembre de tenues resultados. Con la media de lo que ha sido este año, 16 entradas este mes y unas cifras de 12.000 visitas mensuales, alzándonos con las 650.000 totales. En el apartado de nuestros seguidores, nos mantenemos en Blogger con 152, ascendemos en Facebook a 134 me gustas, subiendo cinco, mientras que en Twitter sumamos seis seguidores, alcanzando los 433.

Noviembre ha sido un mes de cine, aunque la literatura ha tenido buenos representantes con la novela española Tulipanes de Marte y el clásico estadounidense El mago de Oz. Sin olvidarnos de nuestra reseña del ensayo de Ortega y Gasset, La rebelión de las masas. En cuanto a nuestra selección cinéfila, hemos tenido desde comedias románticas como Una pareja de tres hasta clásicos del cine como El golpe o My fair Lady. Hemos tenido también espacio para series, concluyendo con Poirot o reseñando Broadchurch, y videojuegos, con el gran ejemplo de Heavy Rain.

Para diciembre, como cada año, tendremos un especial navideño y nuestro balance de este año 2014, donde observaremos los números y los temas que hemos tratado en todos estos meses.

Un saludo,
L.J.

PD: En este mes ha tenido un hueco especial la obra El mago de Oz, de cuya adaptación cinematográfica se cumplen setenta y cinco años. Os dejamos así con la canción Somewhre over the rainbow.

"La música empieza donde se acaba el lenguaje"

                  -E.T.A. Hoffmann


Adaptaciones (XXXIII): El mago de Oz, de Victor Fleming

29 noviembre, 2014

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La rapidez en los contenidos visuales ha proporcionado una saludable inmediatez, pero la marcada celeridad de muchos de ellos también ha impuesto una norma que pretende erigirse en “el presente” por excelencia, como si no fuera a haber más “presentes” después de este o hubiera que olvidar la debida consideración y reconocimiento a las personas y productos que nos precedieron. Esta actitud desdeñosa se acentúa en el cine incluso más que en otras manifestaciones artísticas. Pero por fortuna, lo hecho, hecho está, y si me permiten añadir una cita, no es improcedente aquel comentario de Marcel Proust (1871-1922) cuando afirmó que “a veces estamos demasiado dispuestos a creer que el presente es el único estado posible de las cosas”.

De hecho, en el cine se puede disfrutar en el presente de una buena imagen artística, acudiendo a muchas obras ejecutadas en el pasado, sin necesidad de desesperarse la mayoría de las veces debido a un batiburrillo de imágenes mareantes, un sonido estridente u otras honduras metafísicas revestidas por una nueva qualité. Podríamos decir que el cine, como el arte en general, permite confeccionar muchos “presentes”.

En un tiempo y en un estudio, Metro Goldwyn Mayer, se presumía de tener “más estrellas que en el cielo”, lo cierto es que si existe una producción donde además quedara patente el buen hacer de toda una legión de “estrellas” de detrás de la pantalla, pertenecientes a los distintos departamentos de la casa, esta bien puede ser El mago de Oz (The wizard of Oz, MGM, 1939), la adaptación del popular cuento de L. Frank Baum (1856-1919).

Baste repasar los aspectos artísticos y técnicos de la película, como la música de Harold Arlen (1905-1986), por designación de Arthur Freed (1894-1973), productor asociado y encargado del departamento musical de M.G.M., la fotografía de Harold Rosson (1895-1988), la dirección artística y decoración de Cedric Gibbons (1893-1960), junto a su asistente, el diseñador de arquitecturas William Horning (1904-1959), la producción de Mervyn LeRoy (1900-1987) y la dirección de Victor Fleming (1889-1949), que finalmente se hizo cargo de la película, tras las aportaciones de Richard Thorpe (1896-1991) –no empleadas-, George Cukor (1899-1983) o King Vidor (1894-1982). A ellos debe sumarse la labor de un buen número de guionistas, y los fabulosos efectos especiales y mecánicos de Arnold “Buddy” Gillespie (1899-1978). En resumen, cabe referirse a todos los trabajadores del estudio que confeccionaron la película, y muy especialmente, a aquellos que tuvieron que crear prácticamente desde cero.


Cuando la joven Dorohty (Judy Garland) corretea despreocupadamente por la granja de sus tíos, su tía Em (Clara Blandick) le dice que mejor busque otro sitio para jugar, “un lugar donde distraerte y nada malo te pueda ocurrir”. Desde luego que la tierra de Oz será un enclave donde pueda encontrarse lo primero, pero como en la mayoría de relatos infantiles, no es cierto que “nada pueda ocurrir”, por suerte para todos los niños (y algunos adultos), que si algo valioso poseen es el poder de la imaginación.

En el caso de Dorothy, su pureza infantil queda reflejada en el encuentro con el adivino ambulante (Frank Morgan, que interpretará otros cuatro papeles más en la película, incluido el de Mago de Oz). Se trata de una secuencia que no se encuentra en el original literario, pero en la que el adivino, por mor de su profesión, es representado como un personaje casi tan infantil como la misma Dorothy.

Como sabemos, una vez trasladada a la tierra de Oz, no cesarán los prodigios. Allí, la joven hará amistad con tres personajes singulares, un espantapájaros que anhela poseer un cerebro, el -aquí llamado- hombre de hojalata, que desea un corazón, y el león aprensivo, que reclama más bravura (respectivamente, Ray Bolger, Jack Haley y Bert Lahr). Finalmente, el Mago de Oz recuerda a personajes y espectadores en qué consiste el verdadero valor, bondad e inteligencia. Lo corrobora con gracia el espantapájaros al recordar como “muchas personas sin cerebro hablan día y noche”.


El mago de Oz ofreció un colorido y eficaz juego con las perspectivas de sus decorados, bañados por torrentes de luz, que proporcionaban la necesaria profundidad de campo al sorprendente tecnicolor. Como curiosidad y dentro de este apartado, anotemos el cambio de color en los zapatos mágicos de Dorothy, que pasaron del gris plata del libro al rojo brillante del rubí en la película, con el objetivo de que estos pudieran destacar más en pantalla.

Junto a este sobresaliente empleo de la imagen en color –podemos incluir la labor de maquillaje dentro de este apartado-, debemos agregar un espléndido uso del sonido (no solo de la magistral partitura), que experimentó con novedosos métodos de sincronización. En cuanto a la música, se trata de una composición retentiva y con contenido (distinción del talento, del que Harold Arlen no andaba escaso), que se entrelaza con los diálogos en una perfecta armonía.

Como en muchos otros clásicos de la época, por ejemplo del género de terror, también se recurrió a paráfrasis musicales. En este caso, del conocido himno Gaudeamus Igitur y de Una noche en el monte pelado de Modest Musorgski (1839-1881), pieza seleccionada poco después por Walt Disney (1901-1966) para su masterpiece Fantasía (Fantasy, Disney, 1940). 


En cuanto al guión, conviene recordar la incorporación “terrena” de los tres pintorescos acompañantes de Dorothy en el mundo de la fantasía, que aparecen como empleados en la granja. Destaquemos igualmente la set pièce en la que aparecen los “Munchkin” (los “pequeños”, en la traducción española) y el momento en que los protagonistas son acechados por los secuaces de la bruja, los monos alados. Junto con las imágenes oscuras de los dominios y el castillo de la Bruja del Norte (Margaret Hamilton); o de acuerdo con el libro, el verde con el que se adorna la Ciudad Esmeralda. Y naturalmente, el espectacular -y analógico- tornado, en el momento en que Dorothy regresa a la granja; si bien, personalmente, siempre me agradó bastante el campo de amapolas. 

La edición en DVD se acompañó de numerosos extras sobre la creación y repercusión de la película, con algunas secuencias suprimidas bastante brillantes (ahora que tanta hojarasca se mantiene en las mesas de montaje). En El mago de Oz, lo que en la realidad parece pedestre, monocorde y monocolor, es siempre fantástico, armónico y colorido en la imaginación. Por ello es interesante constatar cómo la vuelta de Dorothy a la realidad no resulta decepcionante para ella, porque gracias a este regreso nos es permitido apreciar lo que nos rodea y, al mismo tiempo, poder seguir soñando.

Escrito por Javier C. Aguilera


¡A ponerse series! (XIX): Broadchurch

28 noviembre, 2014

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En 2013 vio la luz en la televisión británica, concretamente en ITV, la serie Broadchurch. Como tantas otras producciones, la obra versaba sobre el típico ¿quién lo hizo? del suspense negro, salvo porque en lugar de centrarse tanto en las averiguaciones, basaba su fuerza en mostrar cómo una muerte anómala, la de un niño, puede alterar por completo a una pequeña comunidad. El foco de importancia se divide así entre el drama y la trama de investigación, que repercute tanto en los policías como en la prensa. Broadchurch fue concebida por Chris Chibnall (guionista en series conocidas como Doctor Who, Ley y Orden o Torchwood) como una miniserie autoconclusiva de ocho episodios, que a diferencia de seriales similares sobre investigaciones, pudiera explorar y explotar más los efectos de la muerte en quienes permanecen con vida.

Sin embargo, dado su éxito, se pretende elaborar una segunda temporada de la que aún se desconocen datos concretos, salvo que visitaremos de nuevo Broadchurch para ver qué pasó después de descubrir la verdad.

Comenzando nuestro repaso por la serie, podemos destacar cómo una de las escenas del primer capítulo transcurre en un plano secuencia que nos muestra a los habitantes del pueblo en su normalidad. El padre, Mark Lattimer, pasea saludando a sus convecinos con una sonrisa cotidiana. El espectador sabe que sucede algo que el personaje ignora, pero esta contradicción entre lo que saben unos y otros provoca precisamente que nos situemos mejor en el escenario que se alterará por la noticia: un lugar apacible, donde todos parecen conocerse y donde todos se llevan bien.


Y, sin embargo, como comprobaremos en los siguientes capítulos, todo es una estructura basada, más que en mentiras, en medias verdades o en silencios. La muerte de Danny Lattimer (Oskar McNamara) provocará que los habitantes de Broadchurch se enfrenten a su pasado y a su realidad, escapando del sueño en el que vivían, un sueño que alimentaban ellos mismos. Sin embargo, no se trata de una reconciliación con sus historias personales, sino un giro brusco de sus vidas que no solo los golpeará hasta límites insospechados, sino que las cambiará para siempre.

En este sentido, las sospechas infundadas en el temor a nuevos asesinatos provocará una inseguridad que irá en aumento según transcurran los episodios, pasando así por una serie de sospechosos que guardan secretos, algunos relacionados de manera colateral con el caso en cuestión, aunque las causas y la resolución final sea, sin duda, una sorpresa para todos, a excepción del vaticinio de un diálogo en el último capítulo. La miniserie ahonda precisamente en la fragilidad de la confianza en las relaciones personales, especialmente en la familia.


Los Lattimer parecen una familia modelo, con abuela incluida, que ante el terrible hecho de la muerte de su hijo mostrarán las grietas de unas relaciones disfuncionales, algo que la cámara sabrá captar con sus planos. Podemos señalar como ejemplo la frontera que se establece entre el matrimonio, Beth (Jodie Wittaker) y Mark (Andrew Buchan), cuando están acostados de espaldas el uno al otro. Aunque ambos guardan secretos, los efectos de esta desconfianza mutua, que también irá aumentando según se revelen hechos recientes, provocará curiosamente una mayor cercanía dentro del dolor, la ira y el enfado, así como momentos de auténtico diálogo frente a las conversaciones vacías y cotidianas del inicio. La falta de comunicación también es visible en el trato con la hija mayor y se deja entrever en la muerte del hijo, ya que una de las causas por las que se acercó a su asesino será la falta de apoyo familiar.

La persona que concentre todo el dolor de la familia será Beth, la madre. De ella observaremos la presión a la que se encuentra expuesta así como el enfrentamiento que mantiene en su duelo con el resto de personas que la rodean, llegando a sospechar de su marido y de sus amigos más cercanos. Los planos donde aparece sirven para enfatizar su situación, incluso enfocándola a través de espejos, ventanas o puertas entornadas, alejados así de su intimidad, pero reflejándola desde la lejanía. De forma contraria, encontramos varios personajes opuestos.


Aparte de su marido, encontramos a Liz Roper (Susan Brown), la abuela de la víctima y madre de Beth, cuya actitud es complaciente y más confiada que la de Beth; también la hija Chloe (Charlotte Beaumont), aunque dolida por la muerte de su hermano, se muestra alejada de la familia, pero apoyada en su novio Dean (Jacob Anderson), preocupada así por otros asuntos y no tan rota como su madre. La familia opuesta a los Lattimer será precisamente la familia Miller, donde encontramos un matrimonio feliz y compenetrado. La actitud de la policía Ellie Miller (Olivia Colman) con todos sus vecinos se corresponde con la que existía antes del suceso, lo que la incapacitará para observar lo que sucede dentro de su casa; entre otras cosas, los secretos que guarda su hijo Tom (Adam Wilson), quien era amigo de la víctima.

La desconfianza de los Lattimer sí logra transmitirse al resto de personajes, especialmente al detective principal, Alec Hardy (David Tennant), quien además mantiene una mala relación con su familia, cuyos motivos se irán revelando con el paso de los capítulos. Este hecho marcará precisamente al dúo de investigadores, ya que mientras Hardy se mantiene perspicaz y acusador, Ellie mantiene un ánimo alegre y resulta simpática, aunque muestra su inexperiencia en esta clase de crímenes. En definitiva, una pareja antitética que ambos actores logra encarnar con soltura y con auténtica genialidad.


En Broadchurch prima la desengaño y el cuestionamiento de las actitudes mientras se tiñe la pantalla con los bellos paisajes de un pueblo de costa idílico, realmente la costa de West Bay (Dorset). En este espacio, hay lugar también para toda la parafernalia de la prensa sensacionalista, que no sale bien parada en la serie, mostrando cómo se anteponen las noticias para vender por encima de la realidad humana tras ellas. Una muestra magníficamente trágica la encontramos en el quinto episodio, al igual que en los continuos reproches que hace Hardy a los diferentes medios, especialmente a la periodista de ámbito nacional Karen White (Vicky McClure), quien, sin embargo, trata de hacer su labor de la manera más cívica posible. De la misma forma, el dúo de periodistas locales mantiene una doble actitud, entre la paciencia veterana de Maggie Radcliffe (Carolyn Pickles) y la ambición juvenil de Olly Stevens (Jonathan Bailey).

Diferentes subtramas con temas oscuramente humanos fluctúan y se enredan con la trama principal, proporcionándonos una interesante semblanza de los personajes que componen Broadchurch, encarnados por un solvente plantel de actores: el reverendo Paul Coates (Arthur Darvill), la limpiadora Susan Wright (Pauline Quirke) o el tendero Jack Marshall (David Bradley) son una buena muestra. También podemos mencionar la aparición de un médium, espacio sobrenatural de la miniserie que es tratado con delicadeza, dejando abierta la posibilidad tanto de su franqueza como del engaño.


El clímax final resulta impactante y está filmado con profesionalidad, empleando diferentes recursos que aumentan el dramatismo y proporcionan mayor emoción a las escenas finales. No obstante, para cuando todo acontece, queda poco tiempo para la conclusión de la serie y los últimos diálogos se suceden de manera acelerada, dejando al espectador con la sensación de que deberían contar más, aunque las imágenes lo estén haciendo.

La cámara sirve así para retratar a los personajes de Broadchurch como verdaderos humanos golpeados por el efecto de lo inusual, personas en tensión que guardan recelosos sus secretos. Enmudecer las escenas, elaborar imágenes en slow motion o servirse del paisaje como otro protagonista más, también dolorido y usado para la muerte, son algunos de los recursos empleados para potenciar este planteamiento.


En definitiva, una miniserie que aumenta la trama de investigación con una narrativa completamente intrigante a la par que emotiva, ahondando más que en la simple reacción ante una muerte cercana, en el trauma que esta consigue en todo un pueblo y las consecuencias que ello conlleva. Una mezcla entre el drama con desolación y la trama negra seria, sin florituras, que dentro de su simpleza y crudeza consigue mantener expectantes a sus seguidores. Y eso era lo que se le pedía, no esperéis más, pero tampoco menos.

Escrito por Luis J. del Castillo

Próximamente: Cosas de marcianos



Clásicos Inolvidables (LVIII): El mago de Oz, de Lyman Frank Baum

25 noviembre, 2014

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El profesor y folclorista ruso Vladimir Propp (1895-1970) propuso en su morfología de los cuentos una serie de funciones para estructurar muchos de los relatos infantiles. Uno de los más apreciados ha sido, sin duda, El mago de Oz (1900), de Lyman Frank Baum (1856-1919), que, en propias palabras de su autor, trataba de ofrecer “un cuento de hadas modernizado, del que se ha suprimido lo pesadillesco y lo doloroso”.

Pero ello no es óbice para no localizar algunas de las claves estudiadas por Propp, tales como el alejamiento de un miembro de la familia, junto a un posterior regreso; el regalo de un objeto mágico (en este caso, unos zapatos), la victoria frente al antagonista (la Bruja del Oeste, de acuerdo con el libro), una prueba de valor (aquí destinada a cada uno de los personajes principales del relato) y, por supuesto, el viaje del héroe o heroína a otro mundo. La edición de Alianza Editorial (2012) cuenta con las ilustraciones originales de W. W. Denslow (1856-1915).

Lyman Frank Baum
En cualquier caso, pesadillescas se nos antojan las praderas de Kansas (episodio I), tal y como las describe Baum. Son grises y desérticas, y tampoco cobijan ningún emplazamiento atractivo: el espacio de la granja de la joven Dorothy y sus tíos solo consta de una habitación amplia, con un refugio para tornados excavado en el medio.

De hecho, cada entorno descrito en El mago de Oz está dominado por un color. El primero en aparecer es ese gris con el que es detallada la región de Kansas hasta la extenuación. No parece exactamente el lugar al que uno querría regresar, sin embargo, Dorothy deja claro que “no hay nada como estar en casa” prácticamente desde el principio (IV), tal vez porque, pese a todo, sea preferible “lo aburrido conocido”, o porque todo suceda en la imaginación de la niña (o porque al fin y al cabo, no se puede vivir de espaldas a las obligaciones).

En el resto del relato, los distintos ámbitos siguen siendo monocromáticos. En el país de los munchkins predomina el azul, en el de los quadlings, el rojo, en el de los esclavos winkies, el amarillo, y, finalmente, en la tierra gobernada por Oz, el verde (podemos añadir los tonos oscuros y apagados de la región de la bruja).

A excepción de la primera (también última), todas estas tierras serán transitadas por una sorprendida Dorothy y sus amigos, el león, el espantapájaros y el leñador de hojalata, que a su vez presentan otra característica común: todos anhelan lo que el otro posee (y no saben apreciar aquello que sí tienen).

A estos personajes se añaden otros, igual de “fantásticos” aunque sin tantos atributos humanos, como los kadidahs, medio tigres, medio osos; los “cabeza de martillo”, los recordados monos alados (aquí no están permanentemente bajo las órdenes de la Bruja del Oeste, sino al servicio de quien posea otro elemento mágico, un gorro) y unos ratones con su correspondiente reina. Incluso existen unos habitantes hechos de porcelana.

Tras la llegada de Dorothy, solo quedan tres brujas en Oz. Una perversa (la referida del Oeste) y dos bondadosas. La del Norte proporciona a la niña sus zapatos mágicos, cuya verdadera capacidad desconocerá la forastera hasta casi el final de la aventura, momento en que conocerá a la Bruja restante, la del Sur, que cumplirá su deseo de hacerla retornar a casa.

Con respecto a la versión cinematográfica, de la que nos ocuparemos en una próxima entrada, cabe señalar en el libro el relato de las vidas previas de cada uno de los acompañantes de Dorothy: el espantapájaros, el leñador y el león. Hasta los monos alados dominados por la Bruja malvada narran su desventura (XIV).

Otro detalle diferente a la película es el de unas amapolas que aturden por sí mismas, sin intercesión de la bruja perversa, que se mantiene en un discreto off durante la mayor parte de la narración, hasta que Dorothy y sus amigos se encaminan hacia sus dominios. Un apunte interesante lo hallamos en el hecho de que el león, antes de que el mago le provea de su anhelado coraje, entienda el ataque a las demás criaturas como un signo de cobardía.

Ilustración de Scottie Young
Frank Baum sazona su cuento con pequeños golpes de humor, como el relativo al comportamiento de los cortesanos de Oz o el hecho de que, accidentalmente, haya sido Dorothy quien haya acabado con la existencia de una de las brujas perversas, al precipitarse su casa sobre ella.

Ilustración de Scottie Young
También emerge un cierto componente cruel, inherente a este género literario (pero que hoy podríamos contemplar como un rasgo de modernidad “gamberra” en lugar de rasgarnos las vestiduras: ¡hasta esto ya fue inventado!). Aparece, por ejemplo, en el modo en que se zanja por parte del leñador de hojalata la persecución de un gato montés a un ratón o en su resolución frente a unos árboles de largas ramas que obstaculizan el paso de la pintoresca comitiva. O en la ejecución de todos los lobos, secuaces desdichados de la Bruja del Oeste (XII).

De hecho, el leñador hace continua labor con su hacha a lo largo del relato, en tanto que el león finalmente encontrará un entorno propicio y digno de su abolengo y el espantapájaros quedará a cargo de la Ciudad Esmeralda tras la partida precipitada de Oz. Otros apuntes simpáticos residen en las gafas verdes que se emplean en el interior de la referida Ciudad Esmeralda (un truco más de un ilusionista que de un mago “todo poderoso”: se trata de una ilusión que permite verlo todo de color verde). O en los remedios del Mago de Oz, que más bien son remiendos; una solución más cáustica se da en la película, si bien, en el libro se pone el acento en las irónicas consecuencias de dichos remiendos.

Escrito por Javier C. Aguilera


Una pareja de tres, de David Frankel

23 noviembre, 2014

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Los recién casados John y Jenny Grogan deciden dejar atrás los duros inviernos de Michigan para instalarse en la soleada West Palm Beach (Florida). Los dos consiguen empleo en dos periódicos rivales, compran su primera casa y afrontan los retos del matrimonio. Cuando John le confiesa a su amigo Sebastian que aún no se siente preparado para ser padre, éste le sugiere que le regale a Jenny un perro. Los Grogan adoptan un bonito cachorro de Labrador que, poco después, se convierte en un huracán de 45 kilos que transforma el idílico ambiente familiar que hasta ahora tenían.


La familia y el trasfondo de la película comienzan a tener sentido a partir de esa adopción, junto con la llegada de los hijos de la pareja. La película carece de cualquier tipo de pretensión más allá de la ternura de su historia, reforzada por muy buenas actuaciones de Owen Wilson y Jennifer Aniston, que le aportan frescura a una trama sencilla, con problemas cotidianos: mudanzas por trabajo de la familia, el debate de John entre ser reportero o dedicarse a escribir columnas, y las veces en las que la pareja se plantea renunciar a la tenencia del perro Marley, todo por su carácter incontrolable y el peligro que a veces representa para sus hijos.


El trabajo de los protagonistas es bastante correcto, como ya hemos descatado. Jennifer Aniston encarna a una perfecta madre de familia y una esposa con carácter, un tipo de papel que ya le hemos conocido anteriormente en otras películas. Por su parte, Owen Wilson también destaca por el humor y la comicidad a os que ya nos tiene acostumbrados, pero resultando natural e ingenioso como padre de familia.

En muchas oportunidades, llegamos a sentirnos impotentes junto a esta pobre pareja que debe lidiar con un perro indomable, aunque, finalmente, Marley terminará ganándose el corazón de todos con su enorme ternura. Una historia simpática, entre la comedia y el drama, que más allá de la relevancia del perro, o quizás a partir de su aparición en la historia, llega a establecer una reflexión sobre las dificultades que surgen al intentar formar familia, los planes de futuro y el dejarse llevar por las oportunidades que presenta la vida a la hora de construir ese devenir para una pareja y los hijos.


El amor incondicional por las mascotas es un tema bastante recurrente en las comedias románticas y, a su vez, dramáticas. Porque no todas las personas pueden hacernos sentir tan importantes y únicos como nos puede hacer sentir nuestra mascota. Y en eso destaca Marley: gracias a su ternura y a su amor incondicional hacia su familia, el entrañable perro es capaz de conquistar el corazón de cada uno de sus miembros desde el primer momento. 

En definitiva, la película es más que una simple comedia romántica con un perro simpático. Es de esas cuya evolución no esperamos más allá de la broma (y la lágrima) fácil, pero tras la que se esconde una historia que gana al espectador cuando deja al margen un argumento estereotipado y deja ver un trasfondo más profundo.


 Escrito por Mariela B. Ortega 




Ciudad violenta & Revolver, de Sergio Sollima

22 noviembre, 2014

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En un mundo opacado por tarjetas bancarias descontroladas y por modernos piratas de uniforme, emboscados tras matorrales y cartelones, para en nombre de una sobrevalorada protección, sangrar más al contribuyente, casi parece que las películas de Sergio Sollima (1921), Ciudad violenta (Citta’ violenta, Unidis-Paramount, 1970) y Revolver (Íd., Mega Film, 1973), se dedicaron a anticipar ese mundo como un ejercicio de ciencia ficción. Pero la conclusión puede ser otra: la naturaleza humana parece inalterable, para lo bueno y para lo malo, aunque ahora estemos más informados respecto a esto. 

Podría añadirse que, ya que la naturaleza humana es la que es, al menos habría que hacer un esfuerzo, no en implantar nuevos sistemas totalitarios, sino en regular adecuadamente las maltrechas democracias. Porque cuando la indefensión es abusiva y la protección un mantra, no parece quedar mucho lugar para el individuo.


Comencemos cronológicamente por Ciudad violenta, una película donde la acción posee un significado más allá de las imágenes vibrantes o el coyuntural empleo del teleobjetivo. Tras una persecución por las empinadas calles de una población de las Islas Vírgenes, Jeff Heston (Charles Bronson) finalmente reconoce a una persona que le acaba traicionando, instante que vuelve a cargar con otro significado toda esta secuencia de apertura: las “puñaladas” suelen venir sin previo aviso.

Se trata de una persecución filmada con brío y sin diálogos (cuán innecesarios son la mayoría de las veces). Además, cuando se echa mano de estos, sobre todo en el caso de Jeff, son sucintos y secos, aunque también plenos de significado. Podemos incluir los rostros (impasibles o angelicales) dentro de este apartado del lenguaje, por lo que reflejan y por lo que ocultan. Más aún, en el último tramo de la película, Sollima prescinde casi por completo del sonido, excepción hecha de unas detonaciones y un escueto diálogo final.

El caso es que para Jeff Heston (Charles Bronson), dicha traición será solo la primera de varias. Pero el estólido Jeff no es un personaje “limpio”, aunque dentro de su “profesión” procure comportarse de forma “honesta”. En el argot, es un “técnico”, mata por dinero, en sintonía con el personaje que interpretaría poco después para Michael Winner en Fríamente, sin motivos personales (The mechanic, Warner Bros., 1972).


Su estoicismo queda reflejado en su (breve) estancia en prisión. “¿Por qué no abres nunca la boca?”, le reprocha uno de sus compañeros de confinamiento. Ocurre que Jeff es de los que prefiere no decir nada cuando no hay nada que decir, en lugar de hablar por hablar. Honesto en definitiva porque pese a que mata por un motivo como es el dinero, se halla en una fase de cuestionamiento. El descubrimiento de la conciencia supone otro golpe violento para él, como prueba su indecisión, momentos antes de apretar el gatillo contra su última víctima. Definitivamente, se da cuenta de que ya no sirve para tan ajetreado “trabajo”, como también le recuerda su otro compañero de celda.

De hecho, tal y como Jeff le comenta a su partenaire Vanessa Shelton (Jill Ireland), cuando esta le propone una escapada juntos, “ni siquiera sabes quién soy”. En efecto, todos se conocen entre sí pero no saben quienes son, aunque en el caso de Jeff y la chica, acaben sabiendo donde se encuentran. Forman parte de un entramado formado por sujetos en lugar de personas, que a su vez son cebos disponibles. Relaciones asonantes donde el “tuerto”, en este caso el empresario Al Weber (Telly Savalas), es el rey en un país de “ciegos”. No en vano, ni de un invidente puede uno fiarse, como comprueba Heston cuando conoce a uno que es traficante. En su trono empresarial, Weber “exprime a la gente y luego les da ‘el pase’”.

A su modo Jeff es un hombre libre y no quiere volver a formar parte del conglomerado mafioso de rigor, una (o la) “organización” en la que tratan de comprometerle. “Siempre he sido huérfano, me gusta la soledad”, comenta a Weber; a lo que este último replica -en nombre de muchos- que “no se puede vivir aislado hoy día, hay que pertenecer a algo, sino te aplastan”.


En efecto, ya sea con una buena pensión para el retiro o a base de buenas comisiones, los integrantes de esta familia global tienen su futuro más que asegurado. El punto de vista es siempre el de este ente superior; incluso cuando Jeff cree tener controlada una situación, resulta que sus pasos han sido estrechamente vigilados. Es el motor de la riqueza unida al poder de la que habla Vanessa: irresistible pero que “lo arrasa todo”. Un hedor parecido al que muestra esa vía fluvial donde todo se descompone, o como la imagen de esa carretera que atraviesa Jeff y que se pierde en el horizonte.

Las elipsis empleadas son casi igual de bruscas que el escenario: así sucede con el paso de Jeff por la prisión o con la localización de los distintos traidores a los que trata de localizar, con ayuda de otro “amigo” (Michel Constantin). Pero si algo sobresale en la película es la apariencia de respetabilidad. Está en Weber, en el picatoste Coogan (-), aficionado a las carreras de coches, en el abogado Steve (Umberto Orsini) y en la propia Vanessa (curiosamente su apellido recuerda fonéticamente a “shelter”: refugio, algo que siempre ha buscado desesperadamente). Un ejemplo último será el ritual de la apariencia de Vanessa, antes de tomar posesión de su nuevo cargo en la empresa.

Destaquemos igualmente el curioso flashback en que la mujer relata a Jeff cómo entró en contacto con Weber: un momento que es ella quien narra. O la carrera de automóviles celebrada en Michigan, junto con la marca en la bala que emplea Jeff, a modo de firma, ejemplo de su temple y precisión cronométrica. Aunque ciertamente, como él mismo recuerda, existen otras armas además de las de fuego.


Revolver comienza con una huída. Una física, porque la anímica durará toda la película. La primera concluye cuando Milo Ruíz (Fabio Testi), un atracador frustrado, guardaespaldas y gigoló de origen francés, entierra a su compañero de fatigas junto a un río.

La segunda no tiene conclusión y se centra en un ambiente corrupto que aquí está ya totalmente generalizado. Lo que en esta ocasión hay que tapar es el asesinato de un magnate del petróleo, “incómodo” para la sociedad, por lo que se hace necesario eliminar tanto a su asesino como a sus allegados. Este magnate es descrito como un “idealista” que pretende alterar el “orden establecido”. Un tipo del que la sociedad debe defenderse (quiénes realmente mueven los hilos siempre se mantienen en la sombra). Al “cerrar” el caso, un funcionario de la policía comenta que es mejor así, pues “en cualquier dirección que nos hubiésemos movido habríamos encontrado la oposición de alguien”.

Incluso estrellas de la canción como Al Miko (Daniel Beretta) son utilizados y desechados a conveniencia. Lo expresa aún más claramente el sicario Granier (Frédéric de Pasquale) al decirle a este que “gracias a asuntos como este has triunfado (…) porque eres de los nuestros”; o cuando más tarde asegura que no se puede detener todo el engranaje.


Pues bien, aunque aún no conoce la conexión con este asunto, cuando la reciente esposa del subdirector de prisiones Vito Cipriani (Oliver Reed) es raptada (todo hace pensar que se trata de una joven “de la calle” que él ha redimido), se produce la segunda fuga de Milo, que de nuevo se halla en prisión, y un posterior encuentro para entregarlo a quiénes lo reclaman (unas personas que el propio Milo Ruíz desconoce). Cuando finalmente Vito decide acudir a las “autoridades” para aclarar su situación y pedir ayuda, el comportamiento despótico de las “altas instancias”, junto a una enriquecedora charla con un abogado de la policía, le obligan a asumir la misma postura propuesta por el sicario; todos están conectados.

El periplo de Vito es una travesía por la grisura (ni el funcionario de prisiones puede ser honesto siempre, ni el delincuente de poca monta es un asesino a sangre fría: ambos son personajes completamente humanos). Amigos serán a la fuerza, siquiera por interés, aunque desafortunadamente, a veces las amistades están para ser traicionadas y siempre penden de un hilo. En un momento dejan de convenir, y sálvese quién pueda. Claro que “ya no hay ningún sitio donde escapar”, como asegura Carlotta (Paola Pitagora), la chica que les ayuda a alcanzar la frontera con Francia.

De igual modo, destacan como balazos los comentarios de otros dos personajes secundarios: un preso que reclama trabajo para sí y su familia, y un confidente apodado El Grapa (Peter Berling), que asegura, refiriéndose a la corrupción en Italia, que “éramos un país atrasado, pero nos estamos poniendo a la altura de los demás”. Pero el final es más devastador aún para Vito, cuando su esposa, “felizmente” recuperada, descubra que su marido también ha mentido.

Sergio Sollima
Estas premisas tan tremendas las acomete Sergio Sollima con brío narrativo y desolado, en las antípodas de la frialdad soporífera de un David Fincher, por ejemplo. Un buen ritmo sostenido por un montaje ágil y la colaboración de profesionales como Aldo Tonti (1910-1988) y Aldo Scavarda (1923) en la fotografía, así como la trepidante música de Ennio Morricone (1928), que en Revolver parafrasea la celebérrima y melancólica Para Elisa de Beethoven en un tema íntimo.

Contra lo que luchan Jeff Heston y Vito Cipriani desde su modesta postura y con las armas de sus determinaciones -además de las de fuego-, es contra la impunidad. Ambos acabarán perdiendo, pero lo hacen desde el conocimiento del que se sabe solo y no tiene que impartir lecciones de ninguna clase a nadie.

Por su parte, habiendo ofrecido aquello que le interesaba en el terreno del espagueti-western y del policíaco de acción, Sollima encaminó sus pasos hacia otros géneros.

Escrito por Javier C. Aguilera


Heavy Rain, un thriller interactivo

20 noviembre, 2014

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La evolución de los videojuegos en los últimos años ha llevado a plantearse si pueden llegar a ser o no un tipo de arte. Lo cierto es que lejos quedan los años en que los juegos eran un simple avance por niveles y se han adentrando en un mundo de narrativa abierta y verdaderas joyas que llevan a la propia reflexión sobre el ser humano, tal y como han hecho la literatura y el cine. Estos tres sectores se han retroalimentado, tanto para crear adaptaciones de videojuegos como para crear juegos sobre libros y, sobre todo, películas, en la mayoría de ocasiones como un tipo de merchandising (en la mayoría de ocasiones sin demasiado éxito como juego).

No obstante, son muchos los que piensan que este sector debe aún experimentar ciertos cambios para lograr ser arte. Entre estas personas encontramos a David Cage, cofundador y director de la compañía Quantic Dream (fundada en 1997), que considera que para llegar a una auténtica evolución de los videojuegos se deben eliminar algunos de los estereotipos que los han acompañado desde sus inicios, en parte por el origen de los arcade, y acercarse a la interactividad con la historia que se narra más que a la acción, elemento predominante en los juegos.


Siguiendo esta filosofía, Cage ha trabajado junto a su compañía en la creación de videojuegos que siguieran esos patrones, haciendo evolucionar y crecer los juegos de aventuras alejándolo de las convenciones usuales del género, como el uso de inventario o la existencia de jefes finales. Aunque su inicio no contó con demasiado éxito, debido en parte a la poca popularidad de Omikron: The Nomad Soul (1999), lo cierto es que con su segunda creación, Fahrenheit (2005), disponible para Playstation 2 y Xbox, logró la admiración de la crítica especializada. Sin embargo, se terminaría por consolidar con sus dos siguientes juegos: Heavy Rain (2010) y Beyond: Two Souls (2013), ambos para Playstation 3. 

La propuesta de Heavy Rain, sobre el que nos vamos a centrar hoy, pero que sirve de ejemplo para el resto de obras, consiste en proporcionarnos una historia sobre la que manejaremos a unos personajes tomando las decisiones pertinentes a su vida. No hay segundos intentos ni malas o buenas decisiones, ya que todas ellas conducen a un camino único y nuevo con respecto a los demás. A través de la interacción con el entorno, desde cosas simples hasta relevantes para la trama, podemos ahondar en los pensamientos, emociones y actitudes de los personajes, aunque al final seremos nosotros quienes decidiremos cómo actúan o, al menos, eso propone la identidad del juego, puesto a que lo podría parecer muy abierto, al final está limitado a la historia que nos quieren contar.


Heavy Rain funciona como un thriller donde trataremos de averiguar la identidad de un asesino de niños en serie, reconocido como el Asesino del Origami, cuyo modus operandi pasa por ahogar a sus víctimas en agua de lluvia para después dejar sus cuerpos abandonados en descampados, junto a una figura de origami y una orquídea. A través de cuatro personajes, entre los que encontremos al padre de uno de los niños secuestrados, un agente del FBI, un detective privado y una periodista, nos iremos acercando de distintas formas a la historia, pudiendo alterar su desenlace con nuestras decisiones, incluso llegando a la muerte de alguno de estos personajes si erramos o tomamos un mal camino.

No podemos dejar de remitir a un género de novelas, normalmente de corte infantil o juvenil, denominadas Elige tu propia aventura, donde los lectores podían decidir de una manera muy limitada las decisiones de los personajes entre varias opciones propuestas. Este estilo de juego narrativo que emplea Heavy Rain también hereda en gran parte el espíritu de las novelas visuales que son tan populares actualmente en Japón, aunque va más allá que estos, sin limitarse solo a los diálogos y confiriendo una mayor interacción con los escenarios propuestos, aumentando así la jugabilidad. Estamos ante una aventura gráfica que centra su atención en el desarrollo de una historia que podría ser real, que cuenta con personas reales detrás de las actuaciones y que es heredera de los thrillers cinematográficos, pudiendo competir con estos e, incluso, yendo más allá, porque experimenta y juega con el usuario que está inmerso en la acción. Un gran plus al simple visionado.


Por ello, el grado de implicación es mayor, ya que no se tratan de estereotipos de aventura, sino que el lado humano de los personajes está presente, mostrándonos sus virtudes, pero también sus defectos, y, sobre todo, sus emociones. Esto último puede llevarnos a considerar deprimente la actitud de uno de los personajes, Ethan Mars, inmerso precisamente en un estado depresivo tras perder a su hijo. También se puede observar la dependencia a las drogas o a la alta tecnología, el problema del insomnio crónico, la actitud déspota de cierto sector de la policía, la preocupación por la prensa más que por los auténticos crímenes o el estado en que el que quedan las otras víctimas de estos asesinatos, los padres. Incluso cuando descubramos la identidad del asesino del Origami, también podremos comprender la locura que le llevó a actuar de tal forma. 

No obstante, algunas de las historias están descompensadas, pesando más, por ejemplo, la de los personajes masculinos, especialmente la de Ethan, que la de los femeninos, como la protagonista Madison Paige, cuya implicación es completamente casual, aunque llegue a ser partes esencial en el descubrimiento de la identidad del asesino. Lauren Winter o Grace Mars son los otros dos personajes relevantes en el sector femenino del juego, aunque no las controlaremos y, en ocasiones, no proporcionarán demasiado a la historia.


Otro de los defectos del juego es que promete más en la jugabilidad de lo que realmente llega a ser. Por así decirlo, los que se acerquen al juego deberán seguir por completo su narración y, en ocasiones, las decisiones a tomar tan solo llevan a conseguir o no un trofeo del juego, sin alterar en nada su transcurso. Otras, sin embargo, son tan relevantes que ponen en juego la vida de los personajes a los que tú has ido encarnando, así como abren un debate moral al jugador. Es un desequilibrio lógico, aunque al observar cómo de relevantes son estas decisiones, nos harán darnos cuenta de que realmente no tienen tanta relevancia en el transcurso de la historia como parecían prometer.

Más allá de las decisiones, relevantes o no, deberemos combinar bien una serie de botones para los momentos de acción (los denominados quick time events, que están presentes en una gran multitud de juegos), algunos de auténtica adrenalina, tener buena memoria con los detalles de la historia para acertar o actuar correctamente o, finalmente, interaccionar con el medio, especialmente para investigarlo. No obstante, esta interacción también está limitada a escenarios concretos y a lo que nos proporciona el juego, ya que no disponemos de espacios abiertos, perdiéndose la opción de que nosotros seamos realmente quienes investiguemos, sobre todo empleando el fantástico sistema ARI, tan bueno como desaprovechado, que emplea el agente Norman Jayden.


Antes de concluir, no queríamos dejar la ocasión de mencionar la banda sonora compuesta por Normand Corbeil (1956-2013) que logra entrelazar las emociones de los personajes y la tensión de algunas escenas con la música que propone. Corbeil había trabajado antes en el cine y la televisión, aunque consiguió cierto éxito con su colaboración con esta compañía de juegos, que comenzó en el juego anterior, Fahrenheit, y concluyó con el posterior a Heavy Rain, Beyond: Two Souls, que está dedicado al compositor al fallecer por cáncer antes de finalizar la creación del juego.

En definitiva, Heavy Rain, para hacer lucir la historia, parte vital y sustancial de esta forma de entender los juegos, opta por una jugabilidad rendida a los deseos del guión. En esta ocasión, el guión es emocionante, es bueno y se equipara a grandes thrillers cinematográficos, por ello se llevó el premio BAFTA a mejor guión en 2011 (junto al de mejor banda sonora y el de innovación técnica), pero de no haber sido así, estaríamos ante un pésimo juego, como encontramos malos libros y malas películas. Al igual que existen otros videojuegos que no cuentan con una historia trabajada, pero sí con una jugabilidad adictiva, entretenida y muy bien sostenida, Heavy Rain disminuye este último factor para conquistarnos con su entramado de posibilidades narrativas. En este sentido, Quantic Dream ha logrado proponer un tipo de juego que se ha venido a llamar película interactiva, en este caso concreto, un drama interactivo, un género innovador que logra entretener y sumergir al jugador en la historia, pero que podría hacer aguas en manos poco expertas.




Clásicos Inolvidables (LVII): La rebelión de las masas, de José Ortega y Gasset

18 noviembre, 2014

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José Ortega y Gasset
Siempre me ha llamado la atención cómo en escuelas y sobre todo universidades, la figura del filósofo José Ortega y Gasset (1883-1955) es vista –cuando es vista- de forma tangencial o incluso sectaria, teniendo en cuenta que su obra, y concretamente, La rebelión de las masas (1930), constituye un libro de obligada lectura en universidades tanto europeas como americanas. Pero que me llame la atención no quiere decir que me sorprenda.

Recientemente reeditado por Alianza Editorial (existen ediciones anteriores, naturalmente), La rebelión de las masas sigue siendo un libro sorprendente y revelador para todo aquel que se acerque a él “con ojos limpios”. Su sustrato lo forman una serie de artículos y conferencias, que finalmente aparecieron en forma de libro por primera vez en 1930.

Su modernidad, como bien se resume en la nota preliminar (que aparece sin firma), viene dada por “su análisis de la ‘sociedad de masas’, que entonces se empezaba a configurar, y su apuesta por una política europea”, elementos que “llamaron la atención en todo el mundo”.

La traducción francesa de 1937 se hizo acompañar de un nuevo y fundamental prólogo, al que se añadiría al año siguiente un epílogo para ingleses, en la correspondiente impresión a dicho idioma, junto al ensayo En cuanto al pacifismo.

La presente edición de Alianza se completa además con la inclusión de otros ensayos breves como Eternal Spain, o la transcripción de la conferencia “¿Qué pasa en el mundo?”, además de unas apreciaciones (también ante público) acerca de la recepción de La rebelión de las masas, principalmente en el mundo anglosajón.

La propia obra se divide en dos partes (al margen del prólogo y el epílogo), los capítulos de La rebelión de las masas y el ensayo Quién manda en el mundo. Los orígenes de los primeros se remontan a los artículos publicados en el diario madrileño El Sol, bajo el epígrafe general de Dinámica del tiempo, en 1927.

Además, destacábamos el Prólogo para franceses. En él, Ortega comienza recordando como hay épocas en que la realidad humana, siempre en movimiento, parece acelerarse (a veces más parece que se desboca). Esta huida hacia delante va acompañada siempre del lenguaje, compañero de viaje y “elemento insuficiente y equívoco de entendimiento”, aunque sea el único del que disponemos (al menos, de una forma más compleja).


En este sentido, parece inevitable en algunos humanos la costumbre de hablar “a la humanidad” o en nombre de ella, no desde las distintas manifestaciones artísticas y culturales, sino desde los podios y los palcos, generalmente para acrecentar la pérdida de identidad de occidente, cuya homogeneidad de pensamiento y obra no ha de entenderse necesariamente como una negación de la estrecha comunicabilidad que ha llegado a alcanzarse en épocas recientes. Esta necesidad patológica de hacer que los demás piensen lo que uno piensa suele ir acompañada de un descreimiento, en apariencia bien fundamentado, cuyo fin último (y eterno) consiste en sustituir una corriente de opinión por otra.

De dicha uniformización surge por doquier el “hombre-masa”, nutrido principalmente de abstracciones contraculturales intercambiables y de ignorancia histórica, y, por tanto, definido por una predisposición dócil y por la creencia (a modo de fe), de que tiene solo derechos y muy pocas obligaciones. Más aún, siempre define la posición contraria como “individualista”, cuando lo más probable es que “el otro” no pretenda construir al margen de la sociedad, sino contemplar y servir sus necesidades favoreciendo más al individuo que a sus Estados y demás sucedáneos.


Por ello, estima el gran filósofo que uno de los más graves errores del pensamiento moderno “ha sido confundir la sociedad con la asociación”, por mucho que se muestre partidario de una posible (entonces) unidad estatal de Europa, en base a, podríamos añadir hoy (probablemente con la aquiescencia del autor), un adecuado sistema de saneamiento interno. Europa es definida más como un equilibrio que como un “todo” compacto y amorfo (de cuya argumentación se deriva la famosa imagen de multitud abejas en un solo vuelo).

En efecto, de la postura de la “masa” surge la necesidad de “socializar” al individuo por narices y por vía de la política. No en vano, la estructura de la vida en nuestra época impide que el ser humano pueda vivir como “persona”, ni siquiera le permite la oportunidad de extrañarse (de casi todo), requisito sine qua non para “comenzar a entender”.

De este modo, Ortega define al “hombre masa” como todo aquel “que no se valora así mismo por razones especiales, sino que siente como todo el mundo”, enfrentado ontológicamente al hombre selecto, que “no es el petulante que se cree superior a los demás, sino el que se exige más que los demás”. Razón por la que la masa arrolla todo lo que es diferente; quien no piense como “todo el mundo” corre el riesgo de ser suprimido o ninguneado.


Cuestiones como el arte “moderno”, el nacionalismo y otros totalitarismos históricos, las figuras del radical exaltado, que vive de negar lo que otros construyeron, y el cínico posmoderno, que niega la civilización pero vive instalado en ella o la usa para lo que le interesa son expuestas igualmente bajo el epígrafe La época del señorito satisfecho.

Y es que otro gran asunto omnipresente en el libro es la historia, esa “realidad del hombre” que no debe enunciarse solo en presente o en un difuso futuro. El hecho es que desconocerla supone vivir cercenado, a merced de la masa y de sus cantos de sirena. Recuerda Ortega que el verdadero tesoro del hombre es la memoria de los errores cometidos. Por eso, querer comenzar siempre “de nuevo” es por fuerza ilusorio (aunque esté bien “trovado”).

Solo al conocer y asumir lo que nos parece ya lejano podemos comprender su auténtica proximidad, para de ese modo, poder hacer (buen) uso de todas las posibilidades con que el presente nos obsequia, sin necesidad de vernos sobrepasados por dichas posibilidades.


Prosiguiendo con este análisis, define Ortega a ese ciudadano “modelo” que surge cada x años, el “reformista”, taxativo y verborréico, que no se preocupa del futuro, sino de lo inmediato. Es el “líder” que primero fomenta la desigualdad para después combatirla y que “se encuentra con ideas, pero carece de la función de idear” (si acaso, de arrasar). A lo caduco, solo sabe anteponer un formulismo atractivo pero hueco. Son “tipos” que han sabido incrustarse en la vida pública aparentando ser imprescindibles. De ahí la importancia de conocer, como individuos (nadie dijo que fuera tarea cómoda), un pretérito que “no nos dirá lo que debemos hacer, sino lo que debemos evitar”.

Recuerda Ortega que las circunstancias nos pueden constreñir todo lo que quieran, pero que en última instancia, somos nosotros, en base a nuestro particular carácter, los que decidimos (en lugar de que suelan decidir por nosotros convenciéndonos de lo contrario) y los que nos enfrentamos día a día a una masa que no actúa por sí misma, sino por inercia ideológica, eso sí, bien arropada por los dobleces del lenguaje y la retórica.

Historia y arquetipos revestidos con ropajes que se nos antojan novedosos, no combinan bien, puesto que la historia es proclive a ser re-moldeada a capricho, cuando se cree conocerla. Lo resume el filósofo al señalar que a la masa “se le ha dado instrumentos para vivir ‘intensamente’, pero no sensibilidad para los deberes históricos. Es más reactiva (visceral) que activa: ante la escasez de pan, suele destruir las panaderías” (Comienza la disección del hombre masa). No obstante, cuando un individuo-masa se rebela contra su “destino”, se produce su particular “rebelión de las masas”.


Y el Estado, sin cortapisas que le pongan freno, es el peligro potencial que absorbe toda espontaneidad social (convenciéndola de que actúa en su nombre). Como bien concretiza Ortega, “el inglés quiere que el estado tenga límites”; el resto, que disponga de capacidad para controlarlo todo. Interesante es constatar cuáles de estos países funcionan en líneas generales y cuáles no.

Remata el filósofo recordando que la opinión pública es la dinamo que proporciona y otorga el poder, cuando el Estado es (o debería ser, o debería aspirar a ser), “simplemente” la voluntad de hacer algo en común. Así, el Estado es, usualmente, el “estado de la opinión” (¿Quién manda en el mundo?).

Aspecto del que se deriva la irresponsabilidad de la figura del llamado (o autollamado) “intelectual” (En cuanto al pacifismo), otro molde que emplea las ideas como trincheras y cuya “revolución”, rememora el filósofo, no suele durar más que unos quince años: al final, es la naturaleza humana la que manda (convenientemente estatalizada, por descontado). En resumidas cuentas, “la lucha por adueñarse del poder público es lo que se llama política” (Sobre La rebelión de las masas). Ciertamente, todo esto parece más apremiante en tanto en cuanto ya no queda lugar de la humanidad que viva aparte.


¿Pero qué decir de la juventud? Ortega también aborda este aspecto y su actitud no es complaciente (ventajas de haberla superado), sin por ello negar sus aptitudes (más bien cuestionando sus actitudes). Con ella se preludia el mundo feliz que vendrá, siempre en las inestables manos de dicha juventud, en la que se deposita la mayor confianza pese a no poseer (motivos biológicos evidentes) la necesaria experiencia y perspectiva. Son aspectos en apariencia banales, pero que inciden en un mundo que ha pasado del “deslumbramiento de la Razón al desinterés de la inteligencia(nota, pgs. 430-1).

Por todo ello, y por cuestiones como que para informar bien hay que estar bien informado (inmediatez no es objetividad ni perspectiva), es por lo que no me sorprende que en determinados países se siga leyendo a Ortega y Gasset, y en otros no (o se limiten a “reinterpretarlo” o “sojuzgarlo”).

Naturalmente, hay aspectos que hoy día pueden ser matizados (como otros se han convertido en proféticos), pero ello no quita para que La rebelión de las masas continúe siendo, como los grandes libros que sintetizan la realidad histórica del ser humano, un libro tan relevante como actual. La gran obra del pensador que nos alentó a opinar siempre por cuenta propia y no solo por cuenta de nuestro tiempo.

Escrito por Javier C. Aguilera


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