Inspirada en una de las metamorfosis de Ovidio (43 A.C.-17 D.C.; libro X), Pigmalion (1913) es -me empeño en seguir empleando el presente- una conocida pieza teatral del premio Nobel de literatura George Bernard Shaw (1856-1950). En base a esta, el músico Frederick Loewe (1901-1988) y el letrista Alan Jay Lerner (1918-1986) elaboraron, con las debidas licencias, el exitoso musical My fair lady (1956), que a su vez fue adaptado al cine por el propio Lerner, bajo la dirección de George Cukor (1899-1983), y la supervisión personal del presidente y productor de Warner Bros., Jack Warner (1892-1978). La adaptación y dirección musical corrió a cargo de André Previn (1929) y la fotografía, de Harry Stradling (1901-1970), siendo filmada la película en SuperPanavision70 (en formato cinemascope).
Al comenzar, el relato nos presenta al profesor Henry Higgins (Rex Harrison) metido en plena faena. Es tenido como una especie de Sherlock Holmes de la filología, ya que gracias a la fonética es capaz de “adivinar” la procedencia de sus interlocutores, en este caso, los trabajadores del mercado de Covent Garden en Londres. Pese a estas dotes “portentosas”, estos saben que no se trata de un policía, porque lleva zapatos de calidad.
El certero humor inglés salpica el guión adaptado de Alan Jay Lerner sobre su propia adaptación. Esto es claro en la figura de Alfred Doolittle (Stanley Holloway), un padre que no puede “permitirse el lujo de la moralidad” y que, para colmo, se ve convertido, muy a su pesar, en todo un ricachón. O también en el hecho de que al telefonear el coronel Pickering (Wilfrid Hyde-White) a un amigo del Ministerio del Interior, hayan transcurrido… ¡treinta años! desde la última vez que se vieron, situación que se resuelve con la mayor normalidad y flema británica.
Pero ese día (o esa noche), el motivo de las atenciones de Higgins será la florista Elisa Doolittle (Audrey Hepburn), la hija de Alfred. La joven será el conejillo de indias del profesor debido a una apuesta con su colega en letras y oficial del ejército, el citado coronel Pickering, acerca de si será capaz o no de lograr que Elisa “hable bien”, haciéndola pasar incluso por una “verdadera dama”.
Elisa ha acudido a la casa de Higgins, en la calle Wimpole número veintisiete, como recuerda una de las más bonitas canciones del musical, acuciada por unas palabras del profesor referidas a ella: “la lengua la mantendrá en el arrollo hasta el final de sus días”. En efecto, junto a la humana aspiración de desear “cambiar”, está el hecho de que el hablar “bien” es como el resultar atractivo, se tiene casi todo el trabajo hecho, aunque ambas características constituyan siempre un arma de doble filo.
Por su parte, Higgins es expeditivo, sarcástico y como él mismo reconoce, “egoísta por soltería, o soltero por egoísmo”. Ha contraído matrimonio con lenguas y dialectos, por lo que se interesa más por la ciencia de la lingüística que por las personas. También según él mismo, ha decidido huir de la estupidez… ¡con razón está continuamente irritado!
En cualquier caso, Elisa Doolittle solo avanza cuando siente el necesario estimulo. Como muchos profesores, además de ser un gran erudito en su materia, Higgins habrá de aprender a enseñar. Pero en un principio, solo sustituirá el palo por la zanahoria. Elisa comprenderá pronto que la instrucción recibida no la ha hecho necesariamente más feliz, y también habrá de aprender a escoger por sí misma.
De hecho, no basta solo con saber hablar, hay que saber de qué hablar, razón por la que la ex florista se pregunta “¿para qué sirvo yo?, ¿de qué me sirve la preparación?”, unas cuestiones que no se había formulado anteriormente, pues no había tenido necesidad de ello.
Es hermosa la secuencia en que Elisa vuelve a contemplar los lugares de los que procede, como el mercado. Pero ya no es la misma persona, ahora es consciente de que las palabras pueden hacer daño o esconder la debida consideración. Tratarla como a una dama o como a una florista será entonces un extremo casi tan personal como de los demás, aunque, como suele ocurrir, tanto alumna como profesor aprenderán por igual, y en el final abierto de la historia, al menos ambos personajes podrán acabar siendo buenos amigos (personalmente rechazo la interpretación de que la vinculación vaya más allá).
Al referido mercado de flores, frutas y verduras, se suman en la versión cinematográfica de My fair lady (Warner Bros., 1964), el escenario minimalista aledaño al hipódromo de Ascot, cuya secuencia solo puede entenderse en clave del citado humor inglés; el salón de la casa de la madre del profesor Higgins (Gladys Cooper) y, desde luego, la formidable casa del propio Higgins, toda una torre de cristal (más que de Babel), de innegable atractivo escenográfico, donde el filólogo pasará de una elocuente reclusión a cierta “apertura espiritual”.
A estos excelentes decorados hay que sumar los importantes “detalles” de los aparatos que el profesor emplea para sus labores lingüísticas: varios gramófonos, una rudimentaria grabadora a tinta, un xilófono para acentuar la entonación de la lengua y hasta unas bolitas bucales para practicar con la pronunciación.
George Cukor filma las consabidas coreografías con claridad y pragmatismo (que no es igual que “funcionalidad”), en base al encuadre ancho, por medio de leves grúas y travellings que facilitan el ritmo del número musical, atrayendo la atención hacia buenos detalles de puesta en escena (un carro que sube y baja, una maceta que cae… en una representación teatral digamos clásica, solo los actores suelen moverse).
Destaco además la (como no) elegante secuencia del baño de Elisa Doolittle por parte de las doncellas de Higgins, en la que el vapor va inundando progresiva y “convenientemente” el cuadro (la imagen).
Rex Harrison, Audrey Hepburn y George Cukor |
My fair lady, obra teatral originaria, musical y película, juega de forma efectiva con la idiosincrasia de los roles y las personas, algo que las canciones se encargan de potenciar maravillosamente y de forma divertida. También lo hace con el idioma, por ejemplo, cuando respecto al inglés, Higgins asegura que “en América hace años que no lo hablan”, y en cuanto al francés, “les da igual lo que uno diga con tal de que se pronuncie bien”.
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