La colina de Watership, de Richard Adams, y adaptación Orejas largas, de Martin Rosen

05 enero, 2023

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La figura literaria de la personificación es definida por el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española como el hecho de atribuir vida, acciones o cualidades propias del ser racional al irracional (o a las cosas inanimadas, incorpóreas o abstractas). No sé a ustedes, pero a mí no me acaba de satisfacer esta definición. Me da la impresión de que lo irracional es vertiente que se acerca a lo humano más que al resto de animales. Pero hace mucho que dejé de tener a la Academia por bandera. Diría, si se me permite, que personificar es atribuir dichas cualidades humanas, en lo bueno y en lo malo, a seres no catalogados como humanos (que no es lo mismo que irracionales, y sin pretender caer en los abusos del animalismo).


A lo largo del tiempo, la personificación se ha convertido en un recurso dramático que se nos ha hecho muy familiar. Forma parte de nuestro entorno cultural. Esto se concreta además en el abierto belicismo (contrarias formas de pensar y, por consiguiente, mandar más sobre los demás que sobre uno mismo), que, no siendo prerrogativa de los humanos, se traslada a los personajes de nuestra novela: existen conejos que ansían la libertad y conejos siempre dispuestos a quitársela, en favor de no se sabe qué beneficios grupales. Esta es la esencia del libro de Richard Adams (1920-2016).

 

La colina de Watership (Watership Down, 1972; Seix Barral, 1998-2022) es el típico -que no tópico- caso de novela para niños que disfrutan los adultos. Entre otras cosas porque su texto es bastante extenso, y la edición que yo manejo, antes señalada, está carente de ilustraciones, salvo en algún casi aislado (I: I, III: XXXVIII). Para eso habría que esperar a la adaptación cinematográfica. No obstante, la dedicamos a los chavales que serán adultos, y a los adultos que no han dejado de ser niños. Eso que algunos motejan de infantilismo con total desconocimiento de causa.


La colina de Watership está articulada por un narrador, no solo omnisciente, sino multiforme. Es decir, con capacidad para interactuar y comprender a las otras especies. La de los conejos protagonistas, en este caso, y demás animales con que se codean. La estructura del libro muestra una división en cuatro partes, a saber, el viaje, la colina de Watership, Éfrafa, que es el nombre de otro espacio, y Avellano-rah, un sobrenombre. Como queda dicho, los conejos muestran categorías y capacidades humanas, incluida una estratificación por clases. Entre los líderes sobresalen, no los que ostentan los cargos de poder, sino los que saben buscar su libertad y encarar su destino pese a todas las dificultades.


Sucede que los conejos Quinto y su hermano Avellano no son creídos por el threarah, el conejo jefe (parte I: episodio I) cuando le advierten de un grave peligro. Su temor responde a un pálpito, una corazonada, que Quinto no sabe explicar con palabras. Aunque palabras son las que reposan en un cartel contiguo a la madriguera, que anuncia una inminente urbanización del terreno donde se hayan sus abrigos. El peligro, sea cual sea, está cada vez más cerca (I: III), insiste Quinto. A partir de ahí, se inicia su viaje, en compañía de otros congéneres que desean cambiar de aires. Zarzamora, Pelucón, Espino Cerval, Diente de León, Fresón, etc. Muchos conejos se pasan la vida en el mismo lugar y nunca corren más de un kilómetro seguido (I: IV). Lo cual no es una invitación a huir de las responsabilidades, sino justo lo contrario.

 

Richard Adams

Como es de suponer, este viaje iniciático incluye el descubrimiento, no solo de uno mismo, sino de otros artilugios “prodigiosos”, y un trayecto cuajado de imprevistas adversidades. Así, descubren el manejo de una balsa como medio de transporte (I: VIII), a la par que se enfrentan al ataque de unos fieros cuervos (I: IX), o atraviesan una carretera (I: X), mientras se preguntan ¿quién sabe por qué hacen las cosas los hombres? (I: XII). También se produce el encuentro con otro grupo de conejos, liderado por Prímula. Entre los inconvenientes, uno de los más severos lo constituyen las heridas que a Pelucón le han causado un alambre-trampa (I: XVII). Por suerte, se podrá reponer. Al otro lado de las colinas, hacia el sur, y atravesado el arroyo, la expedición es sorprendida por un mundo de maravillas, no exentas de peligros y mezquindades. Como nosotros mismos, desde el momento que nos aventuramos en el espacio exterior.


Las comparaciones no acaban aquí. Como los pitufos, estos protagonistas disponen de su propia deidad (Frith), su vocabulario, onomatopéyico, aunque en este caso, se limita al empleo de unas pocas palabras, y su propio acervo cultural en forma de relatos orales (III: XXXI, III: XLI), junto a la propia narración del viaje y lo acontecido a la colonia (II: XXI, XXVII). No en vano, los viajeros y peregrinos siempre han necesitado de historias que contar a la lumbre. Para reflexionar y divertirse. También en el mundo animal. En Canterbury y en Watership. Al punto de convertir la historia que se nos está narrando en un relato en sí mismo, dentro de la narración (III: L), como bien estableció Miguel de Cervantes (1547-1616) en su obra magna. Lo acontecido es algo que se va a narrar al resto de personajes que surgirán después.

 

Más asequible a los niños, por volumen, parece la adaptación cinematográfica escrita, producida y dirigida por el neoyorquino Martin Rosen (1936). Esta comienza con la excelente exposición del mito del origen de los conejos. En seguida notamos la inapreciable colaboración de la música de la inglesa radicada en EEUU Angela Morley (Walter Scott antes del cambio de sexo, en pionera determinación con Wendy Carlos; 1924-2009). La excelente partitura se halla publicada por Columbia (CBS, 1978), reeditada por Sony Music / Vocalion. Contó con la colaboración de un tema cantado por el insigne Art Garfunkel (1941), que no suena en la película (al menos, en la copia que yo dispongo), pero sí forma parte del disco, compuesto por otro autor no muy divulgado, pero que elaboró la que, para mí, es una de las mejores bandas sonoras cinematográficas de los años setenta (y mira que es arduo escoger en esta década o la siguiente): Caravanas (Caravans, James Fargo, 1978). También publicada por Columbia. Me refiero a Mike Batt (1949). Su aportación es la referida canción, llamada Bright Eyes, que incluyo al final de este artículo.


En español, la película, se tituló Orejas largas -bonito título- (Watership Down, Nepenthe Productions – AVCO Embassy – EMI, 1978), donde todas las habilidades trascendentes anteriormente descritas convergen en el pequeño Fiver (Quinto: los nombres de los personajes se mantienen en el original ingles), que en compañía de su hermano mayor Hazel (Avellana), se internan en lo desconocido, haciendo frente a las élites de conejos que forman parte de esa personificación a la que antes me refería. El líder de la conejera se muestra condescendiente y solícito, atento en apariencia a las peticiones de Fiver y Hazel. Como un político o líder carismático. Pero pronto queda claro que lo que desea es quitárselos de encima cuanto antes. Por su parte, Fiver no sabe concretar cuál es su aprensión. Como les pasa a algunos seres humanos, sabe que algo va a suceder, pero no el qué. Por ejemplo, al no saber leer, no entiende el cartel del edificio en construcción que ha sido plantado en los márgenes de la colonia. En realidad, lo que los mueve a partir es la “humana” necesidad de no quedarse estancados, de explorar nuevos caminos. De descubrir lo que hay más allá de la conejera. Se vuelve más difícil cuánto más lejos vamos; ¿a dónde vamos?, trata de concretar Quinto.



La película muestra las principales tramas y escenarios de la novela, bien adaptados, de forma más sincrética, como corresponde al cambio de formato, trasladando los pensamientos y sensaciones del narrador a las imágenes. El espeso y acechante bosque, la huida de un amenazador perro que hace cruzar un río caudaloso, la carretera (en dos direcciones) que han de atravesar igualmente, el desafortunado encuentro con un ave rapaz, con otras comunidades, con el “Capitán Holly”, uno de los lugartenientes de la antigua madriguera; con los inevitables humanos, de los que forma parte la trampa para conejos (capítulo bellamente resuelto en la pantalla por medio del fundido a negro de la visión de Dewit [Rocío]; con suerte, con transición posterior), la visita a una granja, la amistad con un pájaro herido (Keehar), la huida última tras el enfrentamiento entre bandas -filosofías rivales-, y por supuesto, la percepción de un más allá, donde también van a dar los conejos, y que Fiver percibe como algo real y sustantivo. Pese a su grafismo conscientemente naif, es imposible no conmoverse con este episodio.


Hacía mención al desafortunado acercamiento con los seres humanos. Excepción hecha de los más pequeños, a los que, de alguna manera, va dirigido el libro. En efecto, la interacción con los humanos se limita a escapar de ellos salvo en un caso, cuando una niña granjera libera a Avellano (III: XLIX).


La película se benefició en su versión original de un sensacional plantel de actores que puso voz a los protagonistas. Nombres como los de Zero Mostel (1915-1977), Ralph Richardson (1902-1983), Denholm Elliott (1922-1992), Nigel Hawthorne (1929-2001), Harry Andrews (1911-1989), Joss Ackland (1928), o el entrañable Roy Kinnear (1934-1988), entre otros.

 

 

El contacto con la naturaleza personificada encuentra su más excelsa representación en Walt Disney (1901-1966), y en obras literarias como Winnie the Pooh (íd., 1926-1928), de Alan Alexander Milne (1882-1956), Mary Poppins (íd., 1934-1988), de Pamela L. Travers (1899-1996), El viento en los sauces (The Wind in the Willows, 1908), de Kenneth Grahame (1859-1932), Los cuentos de así fue (Just So Stories for Little Children, 1902), de Rudyard Kipling (1865-1936), y otros. En el cine, la equivalencia la hallamos en la íntimamente espectacular Juan Salvador Gaviota (Jonathan Livingstone Seagull, Hall Bartlett, 1973), según la obra homónima de 1970 de Richard Bach (1936). No son malas alforjas para tan arduo recorrido.

 
Escrito por Javier Comino Aguilera

Bright Eyes (Batt / Garfunkel, 1978)


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