Siempre se ha sostenido que para aprender todo aquello que deseamos, harían falta varias vidas. En el monasterio de Shangri-La, la naturaleza se ha tomado este privilegio al pie de la letra.
Hay varios personajes con los que da comienzo la novela de James Hilton (1900-1954) Horizontes perdidos (Lost Horizon, 1933; Orbis, 1984), pero ninguno de ellos es el principal protagonista de la aventura que en ella se describe. Estos personajes son quienes la refieren, una vez ha transcurrido el tiempo ¡y el espacio!
Es por ello que el narrador inicial de los acontecimientos da pie a un extenso flashback, donde el verdadero protagonista del relato da cuenta de dichos sucesos sorprendentes, en primera persona. Se trata del inglés Conway, de treinta y siete años, apasionado de la contemplación y la soledad (capítulo I). Sus compañeros de viaje en aeroplano son el joven Mallison, de veinticinco, la señorita Brinklow, acartonada misionera (estos últimos también ingleses), y el americano voluminoso Barnard.
El año es el de 1932, y los temples bien perfilados. Mallison es impetuoso, pero curiosamente, es el personaje que atesora mejores principios de lealtad y pundonor (no es que el resto no los tenga, pero su conformismo irá en aumento, en tanto que Mallison se muestra más inquieto y disconforme).
El caso es que el avión en el que viajan se desvía y aterriza forzadamente en plena meseta tibetana, al noroeste del Himalaya. Ni que decir tiene que este no era el lugar donde tenían previsto arribar los pasajeros. El vuelo ha sido secuestrado por un piloto que, extrañamente, es el primero que les habla de un paraje denominado Shangri-La, definido más adelante como un convento de lamas. Tras el accidentado aterrizaje, una comitiva encuentra a los pasajeros y los traslada al mistérico Shangri-La (IV), una bella residencia que despliega himnos que Conway imaginó compuestos por Massenet (1842-1912) para su ballet tibetano (III).
Es la del monasterio una vista extraña e inverosímil (III). Y lo es porque nos adentramos en territorio de la ciencia ficción (por no circunscribirlo solo a lo místico), del que el citado emplazamiento es, ya de por sí, un lugar desconcertante por lo maravilloso. Recordemos que se haya enclavado en medio de una cordillera helada. Además, cuenta con una soberbia montaña como un muro de contención y con arroyuelos para proveer de agua (VI).
Shangri-La está estancado en el tiempo, pero interactúa con el presente. Y sus comodidades son todas cuantas podían haber deseado los viajeros (IV). Procura un ambiente de serena paz, al punto de pensar los desconcertados visitantes el haber ingerido alguna clase de droga en los alimentos (IV). Allí existen representantes de muchas naciones, aunque estos permanecen en un discreto off narrativo. Como también pasa a estarlo, si se adopta tal postura, la hasta ese momento vida anterior de los protagonistas. Parientes y amigos comienzan a convertirse en vagas sombras conforme transcurren los días, como si estos, o uno mismo, ya hubieran fallecido. Lo interesante de la situación es que tanto los unos como los otros aún permanecen vivos. En verdad, es Shangri-La un sitio donde se pasa a mejor vida.
Pintura de Nzara |
En cualquier caso, comodidades estéticas y adecuadas instalaciones sanitarias no le faltan al complejo. Lo que incluye una formidable biblioteca (admirable desde el punto de vista anglosajón, naturalmente), calefacción central y agua caliente, y hasta la esperada incorporación de un gramófono (en el emplazamiento ya existe un piano).
Pero esta identidad oculta del lugar, que va emergiendo, también es un factor que afecta a algunos de sus nuevos huéspedes (de hecho, es consustancial al ser humano, por muy pío que se pretenda). Así, Barney resultará ser el estafador más grande del mundo (VI).
La mayor de las prebendas, no obstante, se reserva a Conway, el cual se entrevista con el Gran Lama, en unos encuentros que se irán sucediendo a partir de ese momento (VIII en adelante). Es llamativo advertir cómo este Lama va incorporando a su relato, sobre el capuchino fundador del monasterio, la edad del mismo, progresiva e inusitadamente elevada, antes de que conozcamos la causa. De forma que Conway es invitado, no ya a advertir, sino a comprender las ventajas del lugar. Un entorno que ha conservado las delicadas fragancias de una edad, que muere persiguiendo la sabiduría que necesitarán los hombres cuando agoten sus pasiones (VIII). El Valle de la Luna Azul, donde se entrevera el monasterio, es como una burbuja, o un pliegue en el tejido espacio temporal, tal como lo entendiera Albert Einstein (1879-1955). Preservado incluso de las posibles incursiones aéreas, allí el tiempo posee otro valor. Y aunque ciertamente, no se facilita el escapar de tal coyuntura, pero tampoco se impide.
Por su parte, Conway, la joven residente Le-Tsen y Mallison componen un triángulo bastante singular. La relación entre Mallison y Conway me parece más compleja (y atractiva) de lo que se deja formalmente negro sobre blanco; es decir, que la imagino (no lo niego) más suculenta por lo que se trasluce entre líneas, por mucho que la muchacha se encuentre en uno de los vértices. En este sentido, si bien me siento más identificado con el personaje de Conway, mi favorito es Mallison. ¿A quién se le ocurriría vivir hasta una edad así?, replica este último (XI). No le falta razón al joven oficial cuando advierte de los peligros de extirpar el padecimiento y el transcurrir del tiempo de la experiencia humana. Aspectos que, por dolorosos que resulten, devienen fundamentales para la madurez y el aprendizaje del individuo. Pese a todo, el personaje de Le-Tsen se verá más desarrollado en la película, pues incluso se bifurca en dos. Aun así, tanto en la novela como en la película, es un catalizador de la relación entre ambos hombres, así como el germen de la vacilación de Conway, aunque en el libro permanezca casi en un continuo fuera de campo.
Finalmente, Conway decide que lo justo es dejar marchar a Mallison y a Le-Tsen, con su ayuda. Algo que le debe al muchacho, tras semanas de imprecisiones y ocultamientos. Salvo de forma indirecta, no hay alusión en la novela al envejecimiento de Le-Tesen en esta huida, algo que se teme le pueda suceder a la joven. La transformación tan solo es aludida en el epílogo.
En la adaptación cinematográfica Horizontes perdidos (Lost Horizon, Columbia Pictures, 1937), el personaje de Conway es descrito como soldado, diplomático y héroe popular, epíteto último que parece entrar en contradicción con el Conway literario. Pero no es exactamente así, puesto que lo que se ilustra es la parte más vigorosa de un personaje que se haya escindido.
Por supuesto que existen algunos cambios, diríamos formales, respecto al libro, como en tantas ocasiones ha sucedido y sucede, pero ya he advertido otras veces acerca del juzgar una película por tal condición (su exactitud o inexactitud respecto al original literario), en lugar por su buen uso o escasez de lenguaje estrictamente cinematográfico. En este aspecto, la adaptación ofrecida por Frank Capra (1897-1991), en torno a un guión de Robert Riskin (1897-1955), es modélica.
Consignando tales cambios, está el hecho de que el personaje de Robert Conway, interpretado por Ronald Colman (1891-1958), pase a tener un hermano, George Conway (John Howard), en sustitución de Mallison. Aunque solo en cuanto al nombre se refiere, porque este sigue siendo un trasunto del joven británico del libro. El vínculo elimina las atractivas “aristas” que se entrevén en la novela de Hilton, pero no así la inconformidad y disgusto del visitante más bisoño, y por ello menos baqueteado, de Shangri-La.
La acción pasa a situarse en 1935, en el momento en que se ha producido una insurrección en la ciudad de Baskul, en Afganistán. Los hermanos Conway ayudan a evacuar por vía aérea a los ciudadanos europeos que han quedado atrapados en un aeródromo cercano. Por este lado, la narración cinematográfica de Frank Capra es mucho más dinámica que la literaria. Robert se muestra como un hombre decidido y resolutivo. Lo demuestra al incendiar unas latas de combustible en el mencionado aeródromo, que se ha quedado a oscuras. Y sin embargo, el personaje de la novela sigue estando presente, como señalaba, y como detallan de forma bastante gráfica las imágenes de la película que lo muestran bebiendo en el interior del avión. Un acto que es la provisional respuesta a su creciente insatisfacción, ante su rol tanto público como privado. Seré el buen chico que todo el mundo quiere que sea… porque no tengo valor para ser otra cosa, declara (y aclara).
De este modo, lo que una historia como Horizontes perdidos pone de relieve es, por encima de otras consideraciones, la disparidad de criterios y conductas; esto es, de caracteres que conforman la especie humana. Unas veces, esta se aviene, en tanto que otras se repele, en función de dichos caracteres. En el caso de Robert Conway, se hace evidente el hastío, pese a que su presencia resulta tan social que incluso se llega a suspender una importante conferencia diplomática debido a su repentina ausencia. Con todo, tal y como observa el paleontólogo Lovett (Edward Everett Horton), su actitud es pasiva.
El aeroplano que será desviado de su ruta de forma premeditada lleva como pasajeros, además de a los hermanos Conway y al referido Lovett, al americano Barnard (Thomas Mitchell), y a una compatriota, la prostituta indispuesta Gloria Stone (Isabel Jewell).
A pesar de todos los pudores fílmicos de rigor, tiene gracia ver sustituida a la misionera de la novela por una meretriz algo escacharrada (hasta que los aires benéficos de Shangri-La se hacen un hueco en sus pulmones). Asimismo, el inglés Lovett se convertirá en un voluntario y amable profesor de primaria.
En suma, lo que para unos supone un freno inconcebible a su existir, para otros es como la anhelada meta (no necesariamente utópica), o directamente, la salvación: la propia Gloria ya vivía de prestado, pues los médicos le diagnosticaron la muerte sin remedio hacía meses.
La visualización del camino que han de emprender los viajeros y los porteadores, antes de alcanzar tan particular edén, montaña a través, ya sea a la ida o a la vuelta, es la representación de tales conflictos; alegóricamente, un objetivo inaccesible para la mayoría de los mortales.
En efecto, el enclave de Shangri-La no puede ser más inaccesible y estar mejor resguardado. El paso por una abertura de roca marca el portal (dimensional) entre ambos espacios y tiempos, el exterior y lo interior. Como semeja serlo la puerta que delimitan las estancias de Shangri-La con los aposentos privados del Gran Lama (Sam Jaffe), cuyo bonito sepelio es aludido en elipsis en la novela, pero que constituye un potencial elemento visual que Frank Capra no podía dejar pasar por alto.
De cualquier manera, al igual que cuando sucede una desgracia personal o familiar, uno ha de hacerse a la idea, aceptándola o rechazándola, así les sucede a los nuevos integrantes de tan pintoresca comunidad. Salvo que, en este caso, la ruptura se produce en el interior de una jaula dorada. No en vano, y de forma casi profética, el propio Robert siente que ya ha estado allí antes.
Con lo cual, el mayor de los hermanos Conway se aclimata a su nuevo entorno, en tanto que George no. No es resignación, sino una inmensa suerte para el carácter del primero. Por otra parte, la historia del lugar y del sacerdote belga fundador, el padre Perrault, la revela -y resume- en la película el maestro de ceremonias Chang (H. B. Warner), a lo largo de todo un plano sostenido por Capra (mientras degusta unas nueces con Robert). Una información que en la novela corresponde al Gran Lama. Algo más adelante, y en otro acierto visual, al venerable y esforzado lama le delata la muleta que tiene apoyada sobre el respaldo de su asiento, en una estancia iluminada de forma ascética por Joseph Walker (1892-1985).
Otros buenos detalles son incorporados a la película, como el muñeco que Robert hace con las prendas de Sondra (Jane Wyatt), como forma de cortejo; o el hecho de que sea la muchacha rusa llamada María (Margo), la que marcha con los Conway. Ambos personajes femeninos se corresponden con la Le-Tsen literaria.
Interesante es cómo este personaje, de alguna manera también escindido, posee un mayor peso específico en la adaptación. Los deseos de María por escapar de Shangri-La (o puede que tan solo de salir de él), provocan un conflicto de intereses en Robert, que ya sido designado como sucesor por el Gran Lama. Ello genera unas serias dudas acerca de la verdadera naturaleza del entorno, que se plantean de forma más directa que en la novela (aunque los resultados no varíen), al ser precisamente María, residente del monasterio por más tiempo, quien las evidencia (en la novela estas incertidumbres son puestas en boca de Mallison).
Por lo tanto, ¿es real lo que se relata en Shangri-La o no? Lo cierto, es que nadie les impide la partida, tal vez porque Chang sabe que Robert Conway volverá. Más que un sustituto, el Gram Lama parece haber estado esperando la llegada de su alma gemela.
La película visualiza a continuación lo que en la novela se narra respecto a la resolución de la historia, y los efectos de tal partida en los personajes que deciden irse. Tras un año de ausencia y una pérdida de memoria que dura un breve lapso de tiempo, cinematográficamente hablando, lord Gainsford (Hugh Buckler) sí nos da cuenta (como sucede en el libro) de las últimas noticias acerca de Robert. Este ya se ha convertido en toda una leyenda que ansía -o tal vez necesita- el regreso a Shangri-La. En el fondo, el escenario de Horizontes perdidos es el eterno asunto del anhelo de inmortalidad.
Años más tarde se acometió una nueva adaptación cinematográfica, más que de la novela de James Hilton, de la versión de Frank Capra. No obstante, con independencia de contar con un elenco atractivo y con un equipo artístico competente, como el músico Burt Bacharach (1928) o el director de fotografía Robert Surtees (1906-1985), la cantarina Horizontes perdidos (Lost Horizon, Columbia Pictures, 1973) resulta bastante más descolorida que su antecesora, pese a haberse filmada en color. Y lo que es peor, poco natural (si bien, podía resultar correcta para unos estándares televisivos). A ello ayuda la rutinaria realización de Charles Jarrott (1927-2011), que deriva en una bien intencionada pero pavisosa traslación.
Richard Conway (siempre es grato ver a Peter Finch) también se enfrenta a las autoridades de forma enérgica durante una evacuación que ahora acontece en Saigón, Vietnam. Cuenta con la ayuda de su hermano George (Michael York), y al igual que en la película precedente, es capaz de provocar un incendio en el aeródromo para hacer más visibles las pistas de despegue y aterrizaje.
Al grupo se suman una reportera del Newsweek, Sally Hughes (la estupenda Sally Kellerman), el cómico Harry Lovett (Bobby Van) y el ingeniero Sam Cornelius (el entrañable George Kennedy). La película presenta matices curiosos, como el intento de suicidio por parte de Sally, la anécdota de que en Shangri-La se celebren los cumpleaños (en este caso, de Harry), o que el alud que al final del relato termina con los porteadores que, a su vez, pretendían dejar a los desertores de Shangri-La a su helada suerte, sea provocado por estos últimos de forma involuntaria.
Lo que no cambia es el hecho de que Richard Conway encuentra la respuesta a sus frustraciones en el monasterio, en tanto que su hermano no. O que haya confabuladores en el paraíso, ya que los visitantes han sido llevados allí en contra de su voluntad, a modo de unos obligados elegidos para la gloria. Inquietante resulta, igualmente, en ambas películas más que en la novela, el que la descontenta María (aquí Olivia Hussey) solo cuente en su haber con una experiencia vital, lo que le impide el poder establecer comparaciones. Al menos, sí que intentará conocer ese otro mundo, del que el resto de personajes, casi en su totalidad, se afana -o afanamos- por dejar atrás.
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