El escritor escocés Kenneth Grahame (1859-1932) hizo de las vicisitudes de su vida, virtud en forma de narraciones, de entre las que pronto sobresalió El viento en los sauces (The Wind in the Willows, 1908; Valdemar Avatares, 2003; existen múltiples ediciones, también en Valdemar Club Diógenes). Hasta el punto de que hasta hoy no han dejado de leerse las aventuras descritas en este clásico infantil y adulto, con traducción de Juan Antonio Santos (-) para el referido libro de Valdemar. Una edición que se completa con las ilustraciones originales de Ernest H. Shepard (1879-1976) y Arthur Rackham (1867-1939) y que incorpora un mapa de los lugares donde se desarrollan las historias, incluyendo la mansión de Sapo, el Bosque Salvaje, la casa de Tejón, etc.
Junto a poemas y ensayos, Grahame atesoraba un carácter retraído y solitario, lo que probablemente contribuyó a su cuidado estilo poético en prosa, sobre todo teniendo en cuenta que hubo de sobrellevar un matrimonio mal avenido y un tedioso trabajo en la banca. Por lo que no resulta extraño que aflore el cariño hacia valores como el hogar (aún para personas que viven solitariamente pero no aisladas) o la agradecida visión tanto lírica como nostálgica de la naturaleza y la amistad. Aunque lo que idealiza sea un mundo de solteros despreocupados, leales a sus amigos y amantes de la buena vida: algo así como un club inglés (pg. 12).
Por ello, encontramos en El viento en los sauces estupendos pasajes como el descubrimiento de Topito de la vida que proporciona el río y, de este mismo, como un organismo felizmente vivo (Capitulo I). Lo cual le permitirá tomar contacto por primera vez con otros seres singulares. Entre ellos, el Ratón de agua, aficionado a escribir versos, y con el que conocerá los límites de ese mundo idílico (y por extensión, de todo mundo imaginario).
Por ello, encontramos en El viento en los sauces estupendos pasajes como el descubrimiento de Topito de la vida que proporciona el río y, de este mismo, como un organismo felizmente vivo (Capitulo I). Lo cual le permitirá tomar contacto por primera vez con otros seres singulares. Entre ellos, el Ratón de agua, aficionado a escribir versos, y con el que conocerá los límites de ese mundo idílico (y por extensión, de todo mundo imaginario).
A ello se suma la preciosista descripción de la casa de Tejón, un animal que, a diferencia de los demás, siente un vivo y profundo interés por el pasado y el futuro (IV). Precisamente, su vivienda recupera, en buena parte, las ruinas de una vieja ciudad subterránea, abandonada en el tiempo.
Otro de los más bellos fragmentos lo hallamos cuando la casa de Topito “le llama” (V). Se prepararon para el último largo trecho de la jornada, el trecho que les llevaría a casa; ese que sabemos que tiene que acabar en algún momento con el ruido del cerrojo al abrirse, la repentina luz del fuego y la vista de los objetos familiares que nos saludan como a viajeros que regresan del lejano ultramar tras una larga ausencia.
Lo que acontece sin pasar por alto los momentos de humor, como el encontronazo de Sapo con los vehículos a motor, origen de un sinfín de atolladeros y contratiempos para el hacendado más caprichoso e innovador de todo el contorno (II, VI, VIII, X). Unas dificultades que culminarán con el asalto a su propia mansión, que en su ausencia ha sido tomada por los armiños y las comadrejas. Con tal propósito, Sapo contará con la inapreciable ayuda de sus amigos Topito, Tejón y Ratón (XI, XII). Pero más allá de la característica narrativa que confiere a los animales comportamientos e idiosincrasias netamente humanas, lo cierto es que en El viento en los sauces animales y humanos coexisten aunque no suelan compartir los mismos espacios (VI y VIII).
Una naturalidad que incluso se expande fabulosa y fabulescamente, con el inesperado encuentro de Topito y Ratón con el dios Pan, que ayuda a los animales antes de hacerles olvidar su presencia (aunque no del todo). El muy terrenal dios de pastores y rebaños se convierte así en la mítica “personificación” del viento y de otros elementos de la naturaleza… (VII), en un entorno natural donde se manifiesta sensiblemente la llegada del otoño y la llamada del sur, como se especifica al inicio del capítulo IX. De este modo, hasta el instinto animal queda sometido a un intenso sentimiento poético. Como le sucederá a Ratón tras conversar con un congénere viajero; circunstancia que pone de manifiesto el valor de los recuerdos que cada uno se fabrica.
Lo bueno de ir haciéndose mayor es que tan solo lo adecuado y precioso permanece. El tiempo tiene otro valor y se atemperan los excesos. Lo que antes nos parecía irrelevante ahora se convierte en placentero, y al revés, haciéndonos esbozar una sonrisa y ajustar nuestros puntos de vista. Un estado que, a su vez, nos permite remitirnos a los recuerdos imborrables que proporciona la niñez. Desde la cual, basta con asomarse al exterior adulto para sentirse defraudado por la total falta de madura responsabilidad de la mayoría de mayores, que parecen no haber aprendido nada o estar dispuestos a olvidarlo todo.
Es por ello que los más atrevidos están siempre dispuestos a regresar al mundo de la infancia; no por ser este un mero refugio o una fuente de ingenua evasión, sino por constituir una forma de vida de una pureza y sabiduría perennes.
Escrito por Javier C. Aguilera
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