Intercambiar
la ropa, incluso pasarla de hermanos mayores a pequeños, o de padres a hijos,
puede considerarse una tradición, además de una necesidad. A veces vienen por
casa solicitando la contribución en ropa usada. En estas ocasiones, no puede
uno evitar pensar en quiénes serán sus destinatarios. En la red de relaciones
que, de forma directa o indirecta, componen nuestras vidas. Vidas más que
paralelas, cruzadas, unidas por determinados vínculos y artículos de primera o segunda
mano (ejemplo básico lo encontramos en los libros).
Esta es la idea nuclear de Seis destinos (Tales of Manhattan, Twentieth Century Fox, 1942), que nos narra la muy accidentada trayectoria de un traje de gala, en distintas manos, pero similares sisas. Todas ellas, vidas errantes, por mucha estabilidad que parezca proporcionar el dinero o la situación social.
Pues bien, Paul Orman encarga y adquiere un traje nuevo a su sastre de confianza, Lazar (Robert Greig). Es el primer destinatario. Su mayordomo, el señor Luther Lassard (Eugene Pallette), que ha asistido a los prolegómenos del corte y confección, no tiene reparo en declarar que sobre este traje pesa una maldición, puesto que como Christine (Íd., John Carpenter, 1983), ya desde la cadena de montaje el atuendo ha causado algunos problemas. Por su parte, Paul no atiende a tales supersticiones, pues bastante tiene con mostrarse tan melodramático y compulsivo como en su vida actoral. Seguramente, no existe diferencia entre la una y la otra. Un excelente apunte de realización lo hallamos en la magnífica compostura de Ethel, antes de reencontrarse con Paul en su casa, donde se celebra una soirée, nada más verlo llegar. Se trata de otra de esas atractivas consortes cuyo marido se dispone en todo momento a cortar por lo sano todo atisbo de apetencia extramatrimonial. De hecho, Paul ha acudido para forzarla a airear su relación, con la excusa del rompimiento.
El capítulo es pródigo en escenarios espléndidos, que denotan cierto regusto, si no origen, teatral. Estos son un amplio salón, un pabellón de caza –repleto de cornamentas-, y el jardín que lo precede, neblinoso, y que no desentonaría en una producción misteriosa de la Universal (la fotografía es en blanco y negro).
Sobresale el duelo dialéctico, filmado a base de planos cortos, con los rostros de los protagonistas. Diálogo acerado que trata de tomarle las medidas al desafiante ménage à trois. Así como el empleo del picado y contrapicado por parte de Duvivier, tan expresivos como los planos detalle (de un arma, unas manos), en la ejecución narrativa. Tal parece que los personajes están representando una de las obras melodramáticas de Paul, hasta que la vida imita al arte de forma, casi diría, que descarada.
Es este un episodio de comedia de enredo, en torno a otro traje y su confusión con el que nos incumbe. Traje cuyo contenido alberga las pruebas de una infidelidad. El segundo capítulo puede considerarse, de facto, la historia de un enamoramiento en un solo acto (es decir, a primera vista).
A continuación, nos es presentado Charles Smith (el formidable Charles Laughton), un músico talentoso que, para sobrevivir, trabaja en un bar. El del señor Walker (Dewey Robinson). Para desánimo de él y de su esposa Elsa (Elsa Lanchester; ambos, matrimonio en la vida real). Pero lo que Charles realmente quiere es componer y dirigir una gran orquesta. La oportunidad le llega de la forma más inesperada, aunque muy trabajada por el artista. Esto es, yendo y viniendo, tras muchas entrevistas aplazadas y contestaciones negativas, abriéndose un hueco en el espacio copado por los que han llegado antes. Aunque para Charles, el espacio –que le corresponde- se va a crear, de la mano del reputado director y también compositor Arturo Bellini (Victor Francen). De este modo, podrá dirigir su propia obra, gracias a que le ocurre eso que antes sucedía por el mundo: que alguien se dignaba echarte una mano, sin necesidad de ser un pariente. Algo que en nuestra sociedad actual está tan obsoleto como los knickerbockers, los pantalones-campana y los sombreros para caballero.
En otro espléndido momento de guión y realización, descubrimos la pieza clásica de Chopin (1810-1849), que Charles convierte en una improvisación jazzística, ante la presencia inquisitiva del señor Walker. Al fin y al cabo, como decía mi añorado Juan Claudio Cifuentes (1941-2015), lo bueno del jazz es que toda música es susceptible de convertirse en él.
La compasión y filantropía hacen acto de presencia en este tercer acto de forma más llana y abierta. Teniendo esto en cuenta, es curioso comprobar cómo el frac se va ir degradando conforme las historias se revisten de una mayor humanidad.
Larry acude finalmente, y en lujoso hotel habrá de enfrentarse al malicioso Williams (que ni pintado George Sanders), y a su propia inseguridad, sobre todo, cuando se reencuentra con su antiguo profesor, el ya anciano señor Lyons (Harry Davenport), que se acuerda de todos y cada uno de sus antiguos alumnos.
No hemos de desvelar nada más. El quinto destino del atuendo es efímero. En una tienda de saldos, los señores Langehanke (la proverbial Margaret Dumont y Chester Clute), reparan en el traje. En realidad, el episodio es una especie de chiste, donde el borrachín profesor Pufflewhistle (W. C. Fields), es confundido con un ponente que ha de dar una charla contra el líquido demoníaco (el alcohol), en un club social para abstemios, y en el que se pone ciego durante el proceso. Encuentro oficiado por Madame Langehanke, que resulta ser más espirituoso de lo que se pretendía.
Según tengo entendido, este relato quedó desgajado de la versión en español, imagino que por razón de la longitud de la película (porque otra cosa…), más de dos horas, aunque ahora se ha recuperado en su versión original.
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