El compositor y dramaturgo George Webber (Dudley Moore), cuatro veces laureado por la Academia de las Artes, está experimentando la llamada crisis de los cuarenta años. Aquí no hay galardones que valgan, sino un desconcierto en el ámbito de lo privado. Tal vez, nuevo material vital que incorporar a su música.
En su día, e incluso después, algunos críticos -no todos- tacharon la película de banal. Nada más lejos, incluso para los que pretendiendo ser los primeros en dedicar una (mediocre) obra al realizador, no alcanzaron a ver más allá del bronceado de la propuesta. Lo que demuestra que, en ocasiones, ser primero no es sinónimo de estar acertado.
Pero vayamos con lo que nos interesa, que es el comentario de 10 (Íd., Orion-Warner Bros., 1979), una de las mejores comedias que recuerdo, y que me ha encantado volver a ver al cabo de los años. Subtitulada La mujer perfecta en España (parece que el año 79 fue pródigo en subtítulos, como “el octavo pasajero” o “salvajes de autopista”), decíamos que su figura principal es George Webber, interpretado por el cómico inglés y también pianista Dudley Moore (1935-2002).
George mantiene una relación con la actriz y cantante de musicales Samantha Taylor (Julie Andrews), una mujer moderna y elegante que, pese a todo, no será impedimento para que George se sienta atraído, en lo que se puede considerar su última bocanada de libertad, por otra moza. Como él mismo argumenta a Sam, en su fiesta de cuarenta y dos cumpleaños, se siente traicionado (por la vida) y vacío. La insatisfacción no proviene del medio laboral ya que, a pesar de ser una figura respetada en su especialidad, y hasta cierto punto conocida, proclama que tengo que llenar mi vida. No me gusta la mediana edad, insiste ante un psicólogo (John Hancock).
George continúa componiendo canciones románticas porque sigue creyendo en ello, y es consciente de tener un público específico. Pero también de asistir al fin de una época. La que esa música y forma de sentir representa, y la que le que le está afectando a un nivel biológico u hormonal. Dicha sensación de término es, por lo tanto, individual y colectiva. Aquello que sobrevendrá, no se sabe si será mejor o peor que lo vivido, aunque sí que será diferente.
En 10 son ilustrativas bastantes imágenes, como la de George sentado al piano en casa de su amigo, el letrista Hugh Fallon (un sólido Robert Webber), mientras la pareja de este, Larry (Walter George Alton), se refleja en una cristalera. También es estupenda la escena en la que George conduce su auto (un Rolls) por una carretera costera, rodeado de cuerpos hermosos y juveniles en ebullición, asediado por estímulos fragantes y flagrantes. Por descontado, al protagonista se le van los ojos, pero no será que sienta una verdadera e irrefrenable atracción hasta contemplar de refilón el rostro de una novia en el vehículo de al lado. Aunque el clima ya estaba creado, es entonces cuando se produce algo así como una reacción alérgica -término con el que juega el director- que dura casi el resto de la película. Una circunstancia de la que, insisto, Blake Edwards sabe sacar buen provecho.
Al punto que George tilda la imagen en cuestión de una aparición. Igual de ilustrativo es el plano que lo muestra atendiendo sus quehaceres con la policía mientras, a sus espaldas, “se consuma la tragedia”, en forma de unos asistentes a la boda que penetran en la Iglesia. No, si cuando las cosas se tuercen…
A partir de ahí, inicia George una pesquisa que le lleva a tratar de averiguar la identidad de la deslumbrante y misteriosa desconocida dama de blanco. Aun en otras circunstancias, ¿quién no se ha sentido así alguna vez?
Como pronto averiguará el músico, los contrayentes son Jennifer Miles (Bo Derek) y David Hanley (Sam J. Jones), siendo ella hija de uno de los más eminentes dentistas de Beverly Hills (James Noble).
Para colmo, su vecino (Don Calfa) se pone las botas (de montar). A tal efecto, George posee un práctico telescopio con el que desentrañar los secretos del universo vecinal y no perder detalle. Al fin y al cabo, esto se exhibe hoy en día de forma mucho más abierta, aunque menos jocosa.
Como festiva es la discusión entre Sam y George, con objeto de distinguir etimológica y hasta ontológicamente entre las furcias y las fulanas, preludio a una interrupta velada amorosa. Una desternillante porfía “de género”, en la mejor -no la peor- tradición de la lucha de sexos que, como suele ocurrir, acaba en enredo lingüístico y conceptual.
En efecto, Blake Edwards nos ofrece varios de los mejores gags de su carrera en 10. Tales como el crujido de una puerta a destiempo, la llamada de teléfono coincidente entre Sam y George, el ajetreado viaje a México, la visita al reverendo del barrio (Max Showalter) ¡y la señora Kissell (Nedra Volz)!, con ánimo de sonsacarlo; la visita al dentista y lo que conlleva, como la pavorosa asistente (Deborah Rush) o el “colocón” de anestesia; el terraplén y la nueva llamada de teléfono, el cruce de vehículos por la carretera, la arena que está tan caliente como algunas mentes... Junto a otros golpes de efecto de carácter verbal, y uno musical, inolvidable. Precisamente, como retruécano verbal -o gutural-, hemos de señalar la descacharrante conversación cuando al fin logran comunicar ambos contendientes.
De este modo, la plasmación cinematográfica deviene sutil o gráfica en función de sus necesidades, sin perder por ello nunca la compostura. Por otra parte, las relaciones entre el joven y atlético Larry y el versado Hugh, personajes bien esbozados, no irán mucho mejor.
El caso es que George se dispone a emprender “la aventura de su vida”: una melodía mexicana comienza a sonar instantes previos a su materialización. Y ya que de música hablamos, cabe mencionar la estupenda partitura ofrecida por Henry Mancini (1924-1994). Los mismos calificativos de divertida y elegante que otorgaríamos a Samantha Taylor, los podemos aplicar a las composiciones de Mancini (Warner Bros., 7599-23399-2).
La peripecia lleva a George hasta el Hotel Las Hadas, enclave real de México. Como contraparte, y demostrando su buen hacer, Blake Edwards intercala una sosegada conversación entre Sam y Hugh en las playas californianas. Un margen apenas poblado y mucho menos glamuroso que el del complejo turístico donde se haya George; sin que por ello se descarten los momentos de reflexión. Aquí debemos añadir la maravillosa escena donde el músico interpreta una nueva composición al piano, en la intimidad del bar y la envolvente noche del hotel Las Hadas.
Allí ha entablado George amistad con el barman del hotel, Donald (Brian Dennehy), otro de los aciertos argumentales de la película. También con la turista ocasional Mary Lewis, igualmente tocada y casi hundida sentimentalmente (Dee Wallace está estupenda). Cada uno de nosotros es producto de una época, declara George a Donald mientras suenan los acordes de Laura al piano. Como antes señalaba, en el malestar personal del protagonista también subyace entre bastidores la crisis de la inadaptación, aparte de la meramente biológica y, como pronto constatará a nivel privado, la distancia generacional. En cuyo fondo se halla el miedo a un compromiso real con Sam.
Todos estos momentos de intimidad resultan gratos, porque sinceran al protagonista. Podemos agregar ese plano con grúa que muestra el destino soñado por George (el hotel y la playa), cuando no se haya en las mejores condiciones físicas para alcanzarlo. Es el espacio donde van a acontecer el resto de avatares. De nuevo, ¿quién no se ha sentido así de atraído en una playa?
Pienso que el personaje de nuestra película atraviesa ese momento de dolorosa lucidez en el que nos damos cuenta de que hemos sacrificado lo bueno conocido por lo malo por conocer. Ante el hecho de acostarse, proclama Jennifer ¿qué importancia tiene?, con lo que toda magia o, al menos, singularidad, se volatiliza. Así, el encontronazo entre generaciones se hace evidente, pero sin graves recriminaciones por ambas partes. Él ha perseguido un sueño, embellecido también por dentro. Cuando al fin este se materializa y no es lo que esperábamos (cuando la otra persona abre la boca y se nos cae “el alma” a los pies, pongamos por caso), lo único que nos queda es el recuerdo de ese deseo e idealización. No está tan mal, después de todo.
Como consecuencia, sigue siendo 10 una excelente comedia, donde envejecer y madurar no son la misma cosa. El distinguido realizador y (espléndido) guionista Blake Edwards (1922-2010), contó además con una magnífica fotografía de Frank Stanley (1922-1999), los decorados de Rodger Maus (1932-2017) y la edición de su habitual Ralph E. Winters (1909-2004). La película está dedicada al actor y especialista fallecido por aquel entonces, Dick Crockett (1915-1979). Mención especial merece el trabajo de los dobladores españoles, principales y secundarios, todos ellos magníficos y ya clásicos, como Ricardo Solans (1939; George), Rafael Luis Calvo (1911-1988; el Reverendo), Mercedes Sampietro (1947; Sam), Marta Angelat (1953, Jennifer) y María Luisa Solá (1939; Mary Lewis). Esto nos permite disfrutar doblemente de 10, la mujer perfecta.
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