Según los remedios tradicionales, para vencer a un hombre lobo se precisa de un arma confeccionada con el metal de la plata; una bala es lo más aconsejable. O bien arrojarle un objeto de hierro, tal y como se consigna en algunos cuentos populares, o proceder al empleo de la socorrida agua bendita que también es mano de santo contra los vampiros.
El permanecer atado con cadenas en un sótano no parece muy humano por parte de quien aplica el correctivo, pero sí es efectivo. Claro que esto dependerá de la fuerza que despliegue el inquieto interfecto. También se le podría cortar la cabeza con un hacha o una espada, aunque admito que esta solución resulta más engorrosa porque lo pone todo perdido.
No obstante esta lista, el aspecto más sugestivo y mistérico relacionado con los hombres lobo continua siendo uno de los menos reconocibles en principio: su incapacidad de distinguirse del común de los mortales cuando no están transformados. Incluso transformados -dependiendo del caso y la película- tampoco es tarea fácil. Podría ser cualquiera de nosotros. Usted mismo, a juzgar por la cara que ha puesto.
Dios nos libre de semejante maldición, lo mismo que de un mal gobierno. Ha de ser muy incómoda la vida de un hombre lobo, aunque no exenta de ventajosas oportunidades si se sabe gestionar bien. Para empezar, de nada sirve afeitarse. Puedes correr y saltar como un poseso, y disfrutar en panorámico del despliegue de todos tus sentidos.
Si buscamos licantropía en un diccionario o enciclopedia, comprobamos que se trata de un estado interesante. Según el Diccionario de uso del español María Moliner (Gredos, 1966-2008), estamos ante un trastorno mental en el que el enfermo imita los aullidos del lobo como si creyese ser ese animal. Moliner (1900-1981) añade una segunda acepción por la que, según la superstición, es la transformación de un hombre en lobo. Es curioso cómo en el primero de los significados, la transmutación se circunscribe al ámbito de la mente. En una exposición más cuajada, sin demérito de la lexicógrafa, en su edición de 2014, el DRAE recoge para licantropía lo que sigue: en la creencia popular, transformación de una persona en lobo; dejando el aspecto insano y psiquiátrico para la segunda acepción: trastorno mental en que el enfermo se cree transformado en lobo e imita su comportamiento.
La definición que se da en El hombre lobo (The Wolf Man, Universal, 1941), y que también emerge de un diccionario, está en la línea -debía ser cosa común- de la enfermedad mental de quien se imagina ser un hombre lobo. De este modo, las características físicas de lo animal se relegan al ámbito de la fábula. Esto, con el ánimo de subvertir el concepto, claro está, pues ya sabemos que en la ficción cinematográfica, la leyenda puede ser tan real como los aspectos más cotidianos de la vida.
Ilustrativa, sin duda, esta dualidad recogida por los diccionarios (también en la Gran enciclopedia universal Espasa, 2003), que se proporciona a lo imaginario, como hecho real que puede transcurrir en la mente. En este sentido, no es que los lexicógrafos hayan metido la pata, sino que se hacen eco de la doble vertiente de la ficción: la invención fantástica consciente y la realidad, palmaria en la mente, de lo imaginado.
Luego, dependiendo del remedio aplicado, sobreviene la sanación o, como ocurre en la mayoría de los casos, bastante menos complacientes, la muerte del sujeto.
Pues bien, en El hombre lobo, el entorno que aposenta la ficción se centra en un evocador bosque y el Castillo de los Talbot. Hasta allá se dirige el único vástago superviviente de la citada dinastía, el campechano Larry Talbot (Lon Chaney Jr.). Parece que este tenía un hermano que ha fallecido recientemente en un accidente de caza. Lo que precipita la vuelta de Larry y del resto de acontecimientos. Un elegante desplazamiento con la cámara sigue al personaje a su llegada al castillo. Su vuelta a la tierra que le vio nacer también lo verá fenecer.
Después de algunos años de distanciamiento, parece que las aguas entre padre e hijo vuelven a su cauce. De las palabras de sir John Talbot (el magnífico Claude Rains) se desprende que el cabeza de familia está dispuesto a mostrarse menos tirante, y que los Talbot han sido, de alguna manera, una estirpe clasista. Pero el virus de la licantropía no establece distingos entre clases sociales. Además, tanto Larry como sir John no tienen inconveniente en juntarse con el resto de ciudadanos, quedando posteriormente cada mochuelo en su olivo.
Interesante es constatar cómo la primera “transformación” que afecta a los Talbot, tras la muerte del primogénito, corresponde a un antiguo desván que ahora ha sido reconvertido en un admirable y acogedor observatorio, telescopio incluido. Antes de que Larry vea sus sentidos aguzados por la mordedura de un lobo, ya ejercita su vista haciendo de voyeur a través de estas lentes. Así, tiene la ocasión de entablar relación visual, y luego personal, con la apetitosa joven Gwen Conliffe (Evelyn Ankers), que es la hija del anticuario del lugar, Charles Conliffe (J. M. Kerrigan).
Otros personajes serán el doctor Lloyd, amigo de la familia (Warren William), el coronel Paul Montford (Ralph Bellamy), que es el inspector de policía; y el guarda de caza de los Talbot, Frank Andrews (Patric Knowles), novio oficial de Gwen. Incluso un hombre puro de corazón, recita la muchacha de memoria, haciendo referencia a la leyenda local, puede convertirse en un hombre lobo.
De nuevo acudimos al maduro sir John cuando advierte que, como toda leyenda, esta tiene una base real. Y en efecto, la presente se convertirá en una realidad, como símbolo de la más arcana polaridad (o regresión: de hombre a animal). Enemigos históricos del mestizaje, salvo en muy contadas ocasiones, y me refiero al devenir público de los anglosajones en las colonias, Larry Talbot se verá abocado a una mixtura, no ya de razas, sino de especie. Retruécano gozoso de lo fantástico y de ese clasismo declarado.
Buena parte del encanto de El hombre lobo viene dado por el estupendo guión del no menos reseñable Curt Siodmak (1902-2000), bien dispuesto y aprovechado en poco más de una hora por el también guionista, productor y director George Waggner (1894-1984), la fotografía de Joseph A. Valentine (1900-1949), y el diseño de producción de Russell A. Gausman (1892-1963) y Jack Otterson (1905-1991), que proporcionan unos decorados de la casa y la villa espléndidos. Tampoco podemos dejar de mencionar la excelente partitura a cargo de Frank Skinner (1897-1968), Hans J. Salter (1896-1994) y Charles Previn (1888-1973); una buena edición, reconstruida y con sonido actual la hallamos en Marco Polo-NAXOS; 1996. Merece la pena referenciar las músicas de las películas que suelo comentar, teniendo en cuenta que los compositores actuales no entran en los personajes, ni en la acción dramática, ni conviven en el entorno, en palabras del especialista musicólogo John Morgan (1946), que suscribo plenamente.
La toma de contacto de Larry con el espacio de su infancia y adolescencia coincide con la llegada de un grupo de gitanos nómadas al pueblo. Larry, Gwen y su amiga Jenny Williams (Fay Helm) deciden hacerles una visita y adentrarse en el neblinoso bosque de la buenaventura, además del arbóreo, donde los trashumantes han apostado sus carretas. Lo que da pie a otro hallazgo simbólico de tonalidades míticas, como es la señal de la licantropía reflejada en la palma de la mano, a modo de pentáculo, que solo puede ser vislumbrada, de forma precognitiva, por quien ya padece este terrible mal. Es el caso de Bela (Bela Lugosi), un zíngaro vidente, y personaje así mismo predestinado. Imaginen lo que ha de suponer ser consciente de tu naturaleza perjudicial, pese a nuestra esencia benigna (de buen corazón), y vislumbrar a tu siguiente víctima (un asesinato).
Es justo lo que sucede a continuación.
Pero Larry se ha hecho, de forma totalmente casual (o por intercesión del destino), de un fornido bastón con elaborado mango de plata (en forma de lobo: la conseja está extendida por toda la comarca). La escritura de Siodmak depara momentos tan envolventes como la conversación de Larry con la zíngara Maleva (María Ouspenskaya), que a su vez le proporciona un amuleto. Solícito, Larry le entrega el talismán a Gwen. Al protegerla a ella, él queda a merced de la luna llena.
Igual de destacable es la posterior charla de Larry con su padre. Este último se apoltrona en la versión mental del conflicto que los atenaza (como nuestros lexicógrafos). Ante lo que Larry se muestra escéptico. Aunque al principio le cuesta trabajo creer en algo fuera del protegido útero científico, más tarde comienza a sospechar que su mal es real, y no el producto de su imaginación, por muy verídica que esta nos parezca a veces. En este sentido, sir John tiene en mente las distintas formas complejas de la realidad, aunque las supedita al enrevesado poder de la razón. Es decir, racionaliza el mal en función de la grisura característica del ser humano.
No obstante estas disquisiciones, el hombre lobo se apresta a seccionar algunas yugulares poniendo fin a la discusión. Ocasionada la primera víctima (el lobo que ataca a Larry es muerto por este con ayuda del bastón), siguen otras como la citada amiga de Gwen o el enterrador Richardson (Tom Stevenson). Toda la película es entonces un bien filmado pulso entre el poder de la mente y la realidad de la transformación del cuerpo, sea enfermedad física o sicosomática. Por supuesto, ya sabemos quién gana.
Entre tanto, los zíngaros han puesto tierra de por medio. Todos, excepto Maleva, que se ha quedado para contemplar un desenlace que solo puede ser amargo. Como lo es el avance de cualquier otra enfermedad.
Y así es. Cinco generaciones de los Talbot han vivido aquí, declara sir John igual de apesadumbrado. El patriarca viudo de los Talbot no se resigna a que su estirpe acabe de manera tan abrupta, junto a su auctoritas, edificada con tanto esfuerzo. Por su parte, Larry se siente abrumado incluso en el interior de una Iglesia, donde los lugareños hilvanan los últimos acontecimientos luctuosos con el hecho de su llegada. Prosigue Larry su vía crucis particular, pues su pesar se interna más allá, al ir tomando conciencia de su nueva -e injusta- personalidad. Aunque esto signifique yacer en los marjales.
De la forma más traumática posible, en doliente resolución, será el propio sir John el que ponga término a esta pesarosa pugna familiar y comarcal. Finalmente, ha comprendido que no todo se supedita a la ciencia. La tragedia también lo alcanza a él.
Por cierto, que lo mental ya figuraba como germen en el guión original de Curt Siodmak, si bien en la película se apostó finalmente por rescindir esta ambigüedad y dar encarnadura a la fábula del humano convertido en lobo. La metamorfosis se articula por medio de simples pero efectivos fundidos encadenados. Es lo más parecido a la manifestación de un eslabón perdido. A lo que ayudan los adelantos técnicos, pues aunque nos puedan parecer algo trasnochados, lo cierto es que en la época que nos ocupa, los maquillajes sufrieron un gran avance. Prueba de ello son las caracterizaciones del justamente legendario Jack P. Pierce (1889-1968), aquí con su ayudante Ellis Burman (1902-1974), o los trucajes del especialista en efectos fotográficos, el insustituible John P. Fulton (1902-1966), no acreditado pero presente. Todo el equipo técnico ayuda a sostener esta tragedia griega dibujada por Siodmak, en feliz asociación del propio guionista (a quiénes los dioses destruyen, primero los vuelven locos; aparte de que los dioses a veces desvelan al hombre su destino con saña).
Que los humanos nos comportamos como animales es cosa sabida y recolectada por la historiografía. Es algo que forma parte de nuestra esencia dislocada. Y también de nuestras representaciones artísticas. Tal cual, es lo que propone una “animalización” como la de El hombre lobo (en el mismo sentido con que Paddy Chayefsky (1923-1981) lo trataba en su Viaje alucinante al fondo de la mente [Altered States, 1978])
La oración final de Maleva a los difuntos licántropos, víctimas de otros y de sí mismos, es una forma respetuosa de no perder el debido respeto a los muertos. Una consideración arropada por el folclore original, más el inventado por Curt Siodmak para la película (el signo de la licantropía), en una geografía indeterminada, que más o menos se corresponde con la campiña inglesa. Allí mora la leyenda. Con lo que se cumple el aciago aserto explicitado en el guión acerca de que el hombre lobo solo puede morir a manos de quien lo quiere. Tremenda maldición.
Años más tarde asistimos a una relectura harto acicalada, Un hombre lobo americano en Londres (An American Werewolf in London, PolyGram Pictures-Universal, 1981).
Imágenes sosegadas de la mencionada campiña inglesa, en el norte de Inglaterra (aunque dichas imágenes fueron filmadas en Gales), acompañan los iniciales títulos de crédito y nos ponen en situación. El momento del día es el atardecer, cuando está acabando el día. Lo que tiene su significación, rubricada por la fotografía del inglés Robert Paynter (1928-2010) y un irisado acompañamiento musical del gran Elmer Bernstein (1922-2004), que probó la comedia fantástica en los años ochenta y se sintió como en casa. En el aspecto melódico también se pone de relieve la agraciada canción Blue Moon (1934), obra del compositor fundamental de estándares Richard Rodgers (1902-1979), y el letrista Lorenz Hart (1895-1943), interpretada por el conjunto The Marcels, o por los grandes solistas Bobby Vinton (1935) y Sam Cooke (1931-1964). Por cierto, que la locución del título encamina su sentido al de una improbabilidad en la fortuna (la consabida mala pata).
Así, East Proctor es el emplazamiento que se cruza en el camino trazado por los dos estudiantes universitarios David Kessler (David Naughton) y Jack Goodman (Griffin Dunne). Mientras mantienen una conversación típica e intrascendente, el destino se cierne sobre ellos como el propio crepúsculo.
Llegan hasta la taberna La oveja degollada. Un buen lugar para reponer fuerzas, aunque el caso es que acabarán perdiéndolas. Como suele suceder en estos casos, no parecen ser bienvenidos por los naturales. Es lógico, pues por la comarca deambula un conciudadano transfigurado en hombre lobo. Y esa noche hay luna llena. Recelosos, los lugareños están más preocupados de que se les deje vivir y morir en paz, rehuyendo cualquier tipo de publicidad por la zona, que en esclarecer los hechos atávicos. Es esta una ubicación más marcada por el infortunio que por las referencias en los mapas.
Acontecido el desagradable encuentro con el lobo humano, al que no han sido debidamente presentados, el doctor Hirsch (John Woodvine) y la enfermera Alex Price (Jenny Agutter), serán los encargados de cuidar al superviviente David. Sobre todo, la enfermera Price, que lo atiende amorosamente. Ella lo lleva a su casa una vez ha sido dado de alta, para así seguir echándose una mano el uno al otro, y proseguir con su naciente relación. Quiero decir que, además de ser un tipo cariñoso y simpático, David parece necesitado de afecto. La cosa es recíproca puesto que la enfermera Alex también semeja encontrarse un poco sola entre el bullicio de la gente. Los lazos familiares son casi inexistentes, salvo cuando Landis tiene el acierto de mostrar los de David a través de una conversación telefónica en la típica cabina encarnada londinense. Es una despedida más o menos formalizada.
Como curiosidad, nada ajena al género en que nos desenvolvemos, cabe destacar que entre los personajes de la trama entrevemos al realizador y marionetista Frank Oz (1944), interpretando a un displicente funcionario de la embajada americana en Londres.
En cuanto a la agresión sufrida por David, las autoridades han dado el asunto por cerrado, tras el encubrimiento de los habitantes de East Proctor, que no desean que desvele su mal, su secreto (¡no vaya a llenarse aquello de turistas!).
Por otra parte, la más atractiva pieza del tablero es, como antes decía, la que precisamente carece de rostro para la gente. Identificar al hombre lobo. Y su correspondencia con una persona vulgar y corriente. Es el infiltrado por excelencia, una de las múltiples facciones de la tragedia moderna. Al igual que le sucedía a Larry Talbot, David intuye que él ha sido el responsable de las víctimas en pleno corazón de Londres, pero aún no es del todo consciente de ello.
Sea como sea, lo que está claro es que la muerte física nos aguarda al final, se prosiga o no el recorrido. Para David se trata de algo imprevisto, una alteración drástica en su hoja de ruta. Una fatalidad que no estaba programada, al menos, de forma perceptiva.
Por ello cobran sentido los soberbios y analógicos efectos especiales de otro grande, Rick Baker (1950), que siempre te dejaba, literalmente, con la boca abierta. La gran transformación de David en lobo es, como sucedía en Aullidos (The Howling, Joe Dante, 1980), el punto fuerte de la película.
Producida y dirigida por John Landis (1950), de errática carrera y exuberante personalidad, Un hombre lobo americano en Londres continúa conservando su frescura y provechosa desfachatez. Él ha comentado en más de una ocasión que su película no es una comedia. Y en efecto, los mimbres del mito se desarrollan con respeto ancestral, si bien es cierto que la envoltura sí es la de una comedia -negra o con tintes lunáticos-, lo que se aleja del menosprecio al género que parece desprenderse de algunos comentarios poco atinados. La mascarada alcanza a nuestro protagonista lo mismo que la licantropía, como confirma el hecho de tener que volver desnudo a casa de Alex tras una noche de correrías sin cuento. También cómica, además de vistosa, es la equiparación de la transformación que padece David con los cambios hormonales que se producen durante la adolescencia. Por no hablar de las figuras esperpénticas del sargento McManus (Paul Kember) y el inspector Villiers (Don McKillop), de Scotland Yard.
Los encuentros progresivamente alucinatorios, pero que se desenvuelven en el ámbito de lo real, entre David y un desmejorado Jack, también se contemplan desde esta perspectiva alegre y desprejuiciada. Sin que por ello se sacrifique el misticismo y gracejo de la tradición. El estropicio en Piccadilly Circus es la constatación más fidedigna de esta combinación. Constituye el hermanamiento de la comedia más descarnada y la tradición licantrópica más respetuosa y puesta al día.
Lo cual es expuesto sin caer en los (simpáticos) desmanes de otras comedias adolescentes al uso, tipo De pelo en pecho (Teen Wolf, Rod Daniel, 1985). Por el contrario, Un hombre lobo americano en Londres queda más cerca de una nueva readaptación tan bien calibrada como Lobo (Wolf, Mike Nichols, 1994), que encontraba su mejor baza en el desarrollo de los sentidos humanos por parte del protagonista, habitante en una jungla urbana no menos perjudicial para la salud.
Y respecto a nuestra película, huyan cual descosidos del re-doblaje, maligna práctica puesta en boga por algunas distribuidoras con objeto de eludir el pago de los derechos de doblaje originales. No hay comparación posible, son mucho mejor las voces con que fue estrenada la película (aparte de poder ser visionada en la versión original). Por otro lado, la deuda de gratitud con lo que llamamos el cine clásico por parte de John Landis es manifiesta, al incorporar en su trama fragmentos de la versión precedente que acabamos de comentar, portadores de algunas de sus más jugosas líneas de diálogo (algo que se hace extensivo a otros realizadores de la época). Los guiños cinéfilos -intencionados o no- no acaban aquí. En el metro de Londres distinguimos el cartel de Gloria (Íd., John Cassavetes, 1980), y en el apartamento de Alex, de forma más evidente, el de Casablanca (Íd., Michael Curtiz, 1942).
Así que ya lo saben. Si tienen algún amigo que se pone nervioso con la llegada de la luna llena, disfruta con la carne poco hecha, se revuelve ante el acónito campestre, o expresa signos de agresividad y rabia incontrolada, no dejen de vigilarlo y tengan a mano un buen crucifijo -de plata- para atizarles de lo lindo. Ya que esta conducta atrabiliaria puede ser debida a dos razones, o el colega se ha convertido en un hombre o mujer lobo, o es que acaba de contemplar estupefacto el último telediario. Y claro, eso sí que no hay quien lo aguante.
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