Antes de que conociéramos el cine como lo conocemos hoy, existieron personas que emprendieron el camino para cimentar el que sería considerado nuestro Séptimo Arte. En aquel entonces, lo que había sido prácticamente un espectáculo circense se empieza a convertir en una vía para contar historias, como demostró George Méliès (1861-1938) en la primera década del siglo XX. Después llegarían otras visiones cinematográficas, como el expresionismo alemán que quedó bien reflejado en la sugerente y decisiva El gabinete del doctor Caligari (Das Cabinet des Dr. Caligari, Robert Wiene, 1920), el soviético cine ruso, con el estandarte de El acorazado Potemkin (Bronenosets Potyomkin, Sergei M. Eisenstein, 1925), o los primeros movimientos del cine estadounidense, las primeras piedras de la gran industria que llegaría a ser Hollywood. Pero de toda aquella etapa inicial, han perdurado en el tiempo y asociada a toda esa época las secuencias más humorísticas, con nombres propios como Buster Keaton (1895-1966), Harold Lloyd (1893-1971) o el icono más emblemático, Charles Chaplin (1889-1977).
El caso de Chaplin seguramente haya sido el que más ha perdurado en la memoria colectiva e incluso es uno de esos símbolos, que todos reconocen ligado al cine, aunque no hayan disfrutado de sus obras; sobre todo cuando aparece retratado como su mítico personaje de Charlot, el vagabundo. Rescatamos y recordamos uno de aquellos largometrajes míticos que Chaplin se encargó de producir, dirigir escribir, montar, protagonizar e incluso musicalizar en una restauración de los años 70: El chico (The Kid, 1921).
Todo se inicia con una mujer (Edna Purviance) que se ve desahuciada y con un bebé al que no puede atender. En su desesperación, opta por dejarlo dentro de un coche frente a una mansión, pero cuando intente regresar arrepentida por este acto, comprobará que el vehículo ha desaparecido, robado junto a su hijo. Poco después, los dos ladrones deciden, cual desalmados, abandonarlo en un barrio pobre. La casualidad hará cruzarse a un vagabundo, Charlot (Charles Chaplin), que a pesar de sus intentos por deshacerse de tal embrollo en que se ha visto envuelto, acaba por quedarse con el bebé y criarlo como si fuera suyo. Este es el punto de partida de este drama cómico tan capaz de levantar una carcajada con sus ingeniosos gags como de enternecernos con su sabio uso de la imagen.
En efecto, encontramos ingeniosas secuencias protagonizadas por Charlot en las que el director despliega su comicidad mientras nos retrata a la perfección el carácter de los personajes, sobre todo de ese vagabundo bonachón y astuto a la par que despistado y algo orgulloso. Así lo reflejan sus intentos por huir de los problemas y de los conflictos que o bien provoca o bien acaba envuelto sin deseo alguno, como la graciosa pelea entre niños que simula un ring de boxeo. También su ingenio para evitar gastar el dinero que no tiene o para cuidar a su pequeño, como muestra con los inventos que crea en casa o su intento de colar al niño en una pensión. Pero, sin duda, uno de los gags más reiterados y recordados son sus huidas, en las que consigue zafarse de un perseguidor más bruto.
No obstante, esto es uno de los sellos habituales en la narrativa de Chaplin, pero no es la trama central. A fin de cuentas, estamos ante el drama de una madre sin su hijo y de un niño huérfano, que bien podría recordarnos a la narrativa dickensiana, heredero de obras como Oliver Twist (1838), con la pillería pícara que ofrece la presencia y la educación de Charlot. Uno de los aciertos visuales de la obra, tan dramático como sentido, es encuadrar a una madre compungida y nostálgica, recordando a su bebé perdido, mientras que, en segundo plano, se abre una puerta y sale el niño (a resaltar la icónica actuación del pequeño Jackie Coogan), su hijo, quedando ambos encuadrados en un mismo plano.
Solo el espectador es consciente de la coincidencia y ese hecho le suma aún más dramatismo y sentimentalismo a la escena. Como bien apuntaba Alfred Hitchcock (1899-1980), el suspense reside en que el espectador sabe algo que los personajes no, como bien nos muestra leja bien Chaplin en este momento en que nos preguntamos si descubrirán sus identidades madre e hijo.
En definitiva, estamos ante un cuento de esa época tan primordial como esencial que fue el cine mudo. Una historia sobre la infancia, la pobreza, el sentido de orfandad y también de paternidad que emplea toda la fuerza del lenguaje cinematográfico para hacernos reír y para emocionarnos a la par. Curiosamente, Chaplin fue capaz de desplegar recursos que recuerdan a la imaginación de Méliès, como en el sueño que tiene Charlot, quizás una de las partes más flojas a nivel narrativo, pero que demuestra cómo eran los efectos especiales de la época. En este sentido, El chico se convierte en un buen ejemplo de la calidad cinematográfica de toda una época, y también de una forma de relatar que poco tiene que ver con la palabra, sino que vive de la imagen.
Escrito por Luis J. del Castillo
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